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Saber encontrar los caminos equivocados que nos convienen

© Fotografía Oliver Duch

Por: Jorge Riechmann

Especial para Prometeo

 

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Aparte las destrezas de la escritura, enseñables y a la postre prescindibles, ¿qué hace falta para escribir? Hace falta verdad, y fidelidad a esa verdad.

“Investiga la verdad de tu tiempo/ y encontrarás tu poesía”, decía Celso Emilio Ferreiro --aquel poeta gallego que se sentía “labriego del tiempo de los sputniks”-- en un libro publicado el año de mi nacimiento.

Investiga la verdad de tu tiempo, la incertidumbre de tu tiempo y sobre todo las mentiras de tu tiempo, podríamos precisar. Y luego: investiga tus propias verdades, incertidumbres y mentiras.

Cezanne decía que el pintor nos debe la verdad en la pintura; análogamente, el poeta nos debe la verdad en la poesía.

Lo que busca un poema es decir la verdad, con la dificultad peculiar de que la verdad no preexiste a la búsqueda del poema.

 

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El poder mayor de la escritura se basa en la distancia, en la carencia, en la ausencia: la fecundidad del lugar vacío. Nada de lo que obra en un texto escrito tiene que ver con una afección inmediata de nuestros sentidos: aquello a lo que el signo remite no lo podemos oler, ver, oír, saborear ni tocar... Está sin estar, con un modo de presencia-ausencia que sin duda debió de dejar estupefactas a las sociedades donde apareció la escritura.

Ese teatro mental, lugar tanto del pensamiento abstracto como de la imaginación sensible, es un lugar abierto cuya clausura no deberíamos tolerar nunca.

 

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Santificar la tradición en bloque, lo “tradicional” como tal, es un disparate. Aunque no fuera más que por la razón de que cualquier comunidad humana mínimamente antigua y compleja alimenta no una, sino varias tradiciones y subtradiciones. Igual que la cultura, la tradición no es una y monolítica, sino un entrelazamiento de muchas fibras, unas más fuertes y otras más débiles, hechas de materias diversas, teñidas de diversos colores. Por eso, la discriminación racional, la deliberación crítica sobre las diversas tradiciones y lo que en ellas hay de valor o disvalor, resulta imprescindible.

Samuel Beckett decía: posiblemente no haya sino caminos equivocados. Sin embargo, hay que saber encontrar el camino equivocado que te conviene.  Es una formulación muy buena del principio de docta ignorantia.

La voz teatralmente engolada, al recitar; las líneas trufadas de mayúsculas, al escribir. Dos marcas casi infalibles de falsedad en poesía.

Poesía es el esfuerzo humano, inacabable y renovado, contra lo que en el mundo se hace costra y en el lenguaje se hace retórica. Tiene por tanto que ver con la verdad.

 

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Quienes conciben la poesía como juego, reivindican un poema que no tenga consecuencias. “Quiero hacer libros que tengan consecuencias”, decía el editor alemán Siegfried Unseld. A mi entender, el poeta no debería aspirar a otra cosa.

A la postre, quizá el par de categorías ficción/ no ficción, empleado en los suplementos literarios y en las listas de libros más vendidos, no sea mala manera de organizar el ámbito de la escritura. A mí, por ejemplo, me gusta la no ficción en todos los géneros (poesía, novela, ensayo, teatro, híbridos diversos); y me desagrada la ficción en cualquier género.

En los debates que tuvieron lugar en el seno de la poesía española, durante el último cuarto de siglo, se diría que a la postre la diferencia esencial separaba a quienes consideraban de mal gusto mencionar al capitalismo, y quienes no.

Demasiada gente preocupada por hacia dónde debe ir la poesía española; demasiada poca preocupada por la calidad de su diálogo con la realidad.

¿Extraer de la nada una realidad, o indagar en las muchas realidades que subyacen a “la realidad” convencionalmente aceptada? Mi opción ha sido siempre la segunda. Escribir es inscribirse en el mundo, decía Guillevic.

Hay muchos realismos: polemizar contra “el realismo” me parece un poco ingenuo, o desinformado. Un realismo puede pretender ser fotografía, otro una fuente de luz. No acepto que la excelencia de un poema sea inversamente proporcional a su contenido informativo (como si en estos tiempos nuestros de desinformación por sobreinformación pudiéramos dar por sentado que la escuela y los mass-media llenan la cabeza de la gente con algo que no sea basura al menos en un 95%). Me gustaría citar un breve poema de Poesía desabrigada (Ed. Idea, Tenerife 2006), que titulé EQUÍVOCOS DEL NATURALISMO:

“1  Llaman realismo/ al uso de ciertos artificios/ para provocar ilusión de verosimilitud// mientras la realidad/ --que no es realista—/ se ríe por lo bajo y da otro quiebro// que la sitúa otra vez bastante lejos/ bastante refractada/ en otra parte// 2  Está claro que la novela nunca fue/ mero reflejo fotográfico/ de la realidad// Por descontado/ no lo fue/ el poema// ¡Mas sobre todo importa darse cuenta/ de que tampoco lo ha sido nunca/ la fotografía!”

Realidad: aquello que te da ganas de tocar y morder, porque estás seguro de que el tacto, el sabor y el aroma van a ser únicos e incomparables.

 

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En tantos buenos poetas contemporáneos, una fiesta de la reticencia. Pero por qué la poesía ha de tener tanto miedo de ser a veces explícita... Tranquilízate: no va a sufrir quemaduras de tercer grado por exponerse un cuarto de hora a la luz solar.

Si ya llevas gorra de visera, ¿para qué quieres además un parasol?

 

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“La ética” –escribe José Laguna— “necesita de la poesía para poder nombrar y alumbrar la utopía. Sólo cuando se nombra lo posible, el inédito viable, las energías del presente se ponen en marcha hacia el horizonte del cambio.”  La relación profunda de la poesía con el plexo de los mundos posibles –lo que a veces me gusta llamar sencillamente lo abierto— está dibujada nítidamente en la conciencia de nuestra cultura al menos desde la Poética de Aristóteles:

“No es obra de un poeta el decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder, y lo que resulta posible según lo que es verosímil o necesario. Pues el historiador y el poeta no difieren por decir las cosas en verso o no (pues sería posible poner las obras de Heródoto en verso y no sería menos una historia en verso que sin él); sino que difieren en que uno dice lo que ha ocurrido y el otro qué podría ocurrir” (1451b).

Me dijeron: ¿por qué no eliminas estas máculas de tiempo, esta contaminación de historicidad? Tuve que contestar: porque sin ellas el libro quizá fuese más bello, pero sería menos verdadero.

Para una corriente, “esteticista” es el peor insulto; para otra lo es “panfletario”. Y sin embargo, sin belleza no llega uno ni a comprar tabaco en el bar de la esquina, y el panfleto, en su nivel mejor, es un género literario noble e imprescindible.

 

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No me interesa el saber por el saber, el arte por el arte o la poesía por la poesía: lo que querría es salir de la trampa. (Y quizá poder ayudar a otros a hacerlo.)

¿Qué trampa? Algunas en las que unos pocos nos encierran a muchos (y hablamos entonces de desigualdad, violencia, explotación o alienación); pero también muchas trampas en las que cada uno de nosotros se encierra a sí mismo.

No la cultura como entertainment, sino la poesía como indagación.

Cada vez soporto menos la ingeniosidad literaria. Como alguien que cuenta chistes al lado de un agonizante...

Ay, el gesto de displicencia con que el literato se permite ignorar.

Quien crea mundos paralelos por medio del lenguaje. Quien se zambulle en este mundo por medio del lenguaje.

 

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Un cuentecillo (que narra en alguna parte Eduardo Galeano): hace muchos siglos, el sultán de Persia, que nunca había probado la berenjena, la estaba comiendo por fin (en fetas, condimentada con jengibre y hierbas del Nilo). "¡Qué maravilla!", se deleitó. Entonces el poeta de la corte exaltó la berenjena que da placer al paladar y en la cama hace milagros porque para las proezas del amor resulta más estimulante que el polvo de dientes de tigre y que el cuerno rayado del rinoceronte. Un par de bocados después, el sultán dijo: "¡Qué asco!", y entonces el poeta de la corte maldijo la berenjena traidora que retarda la digestión, llena la cabeza de feos pensamientos y empuja a los hombres virtuosos hacia el abismo del delirio y la locura. Alguien malicioso comentó: "Apenas ha elevado a la berenjena al paraíso y ahora la está arrojando al infierno", pero el poeta puso las cosas en su lugar: "Yo soy un cortesano del sultán, no un cortesano de la berenjena."

Todavía hoy el poeta tiene que hacer una opción semejante. Tiene que elegir entre ser cortesano del sultán (que hoy se llama cuarto poder, o incluso quinto poder, nada menos)  o aliado de la berenjena.

Palabra: nos importa más la interlocutora exacta que la transeúnte suntuosa.

Miramos el mundo. Es necesario mirar también esa mirada: volver la vista, reflexivamente, hacia nuestro propio mirar. Y luego hay que evitar, por todos los medios, quedar recluidos en esa mirada sobre la mirada: en un tercer momento, hay que volver a mirar el mundo.

 

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“El compromiso del escritor estriba en escribir cada vez mejor” es una frase del mismo tipo que “el compromiso del fabricante de armamento estriba en fabricar armamento cada vez mejor”. Sólo resultarían plausibles si tales sujetos y tales actividades pudieran desgajarse por completo de los demás sujetos y actividades, y juzgarse en abstracto, con asepsia técnica.

Pero resulta que esos dos productores (escritor y fabricante de armas) viven dentro de una sociedad; son ciudadanos, hijos, quizá padres, habitantes de una ciudad y una época determinada; en cuanto tales, entran objetivamente en relación con los demás seres vivos de este mundo. Lo que hacen o dejan de hacer tiene consecuencias. La principal responsabilidad profesional del escritor es escribir bien, pero la responsabilidad humana no se agota en la profesional. En cuanto ciudadanos, el escritor o la escritora tienen responsabilidades especiales.

Quienes pensamos que leer y escribir son también formas de actuar no tenemos el menor problema en reconocer que la literatura puede juzgarse (también) moralmente. Es una dimensión más, que no agota desde luego el ser de la obra en cuestión: pero no creo que debamos ignorarla. El problema, muchas veces, es la confusión de la moral con la moralina o la moraleja.

El nihilismo contemporáneo prefiere la extinción de la especie humana antes que la regulación de los movimientos transfronterizos de capitales. La poesía toma partido frente a esa debacle.

“¿La mediocridad de nuestro universo no depende esencialmente de nuestro poder de enunciación?”, se preguntaba André Breton en 1927, en la Introduction au discours sur le peu de réalité. Y aunque tengamos que echar bastante hielo en el vaso que contiene ese poderoso alcohol, no olvidamos la doble intimación del Manifiesto: “Transformar el mundo, dijo Marx, cambiar la vida, dijo Rimbaud. Esas dos consignas, para nosotros, no forman más que una sola.” Ahí seguimos estando.

 

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 “Casi todos los escritores han dicho alguna vez que sin entrega plena no hay literatura verdadera. En rigor, ninguna pasión del hombre tiene sentido si no se pone en juego todo el ser. Hasta para el amante, los caminos a medias son siempre una certeza de fracaso. En 1956, William Faulkner llevó esas exigencias a sus extremos de individualismo y amoralidad: ‘El artista es responsable sólo ante su obra’, declaró en The Paris Review. ‘Si es un buen artista, será completamente despiadado. ... Arroja todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir su libro’. Esas palabras son escandalosas pero no excesivas: en el horizonte de la historia, los hombres terminan por ser su obra antes que ellos mismos. (...) En una carta de 1958, Faulkner dijo que aspiraba a reencarnarse en un buitre, alguien a quien nadie ama, ni odia, ni envidia, ni necesita. En 'Vueltas nocturnas', texto final de Música para camaleones, Truman Capote plagia la frase con descaro: ‘Me gustaría reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a cambio’.”

Me suena a chino. Son elucubraciones de novelista (de cierta clase de novelista: ¿alguien se imagina, por ejemplo, a Gustavo Martín Garzo o a José Jiménez Lozano haciendo consideraciones semejantes?). A un poeta no se plantean este tipo de dilemas: en principio no tiene que vampirizar y destruir vida para crear vida.

Vida o literatura nunca se ha planteado para mí. Y vida o poesía es absurdo, se trata de un falso dilema. Vida, vida, vida y poesía.

Lo que le das a la escritura, ¿se lo quitarás a la vida? No en el caso de la poesía, que es sobre todo canción, y con ello celebración de la vida. Esa relación no es vampírica. Esa exploración no es tanática.

 

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No se puede pedir a la poesía que se encierre dentro de las murallas de la ciudad. Ha de entrar en ella, necesita fatigar sus calles y bailar en el mercado y gritar en el ágora, pero no puede quedarse a vivir dentro de la polis. La poesía duerme en el bosque, y tiene algo de salvaje e indomesticable, reacio en última instancia al compromiso cívico. Tiene que compartir con éste almuerzo y lenta conversación, pero a la postre se levantará de la mesa y volverá al desierto, o a la espesura.

(Espesura: espesor de lo real.)

¿Quién es un poeta? Una buena definición breve podría ser: alguien que oye voces. Ya esta caracterización serviría para ponernos en guardia: la parte asocial y extraterritorial es fuerte, y anularla supone anular al mismo tiempo la poesía.

El poeta es un ser atento. ¿Atento a qué? A las vibraciones, los zumbidos y los murmullos.

 

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Debería uno estudiar treinta años antes de escribir una sola palabra. Y, por otra parte, tenemos que escribir esa palabra ahora –sin desentendernos de la necesidad de estudiar siempre, hasta el último día.

Una estupenda anécdota que transmitió Samuel Beckett. René Crevel le presenta a James Joyce el Segundo Manifiesto Surrealista, como invitándolo, indirectamente, a unirse al grupo. Joyce lo lee con atención y, tras un largo silencio, le espeta: Pouvez-vous justifier chaque mot? Y tras otro silencio añade: Car moi, je peux justifier chaque syllabe. (“¿Puede usted justificar cada una de las palabras? Porque yo sí, yo puedo justificar cada una de mis sílabas.”)

Beckett que vivió desde la poesía y para ella: “La poesía, esa bestia intratable. Un caballo indómito. El animal salvaje que uno debe montar.”

 

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Francisco Umbral dice que escribe prosa porque la prosa se cobra y el verso no. Se agradece la franqueza. Y John Berger escribe:

“El nihilismo, en el sentido contemporáneo, es la negativa a creer en ninguna escala de prioridades más allá de la búsqueda del lucro, considerado como el fin último de la actividad social, de modo que, precisamente, todo tiene su precio. El nihilismo es resignación ante el argumento de que el Precio lo es todo. Es la forma más actual de cobardía humana. Pero no una ante la que los pobres sucumban con frecuencia.”

La poesía política se salva si es veraz, y se pudre irremisiblemente si no lo es. Creo que ahí está la piedra de toque. La poesía política veraz aguanta, la poesía sólo ideológica se descompone pronto, se convierte en un descoyuntado cadáver que apesta.

Cuánto más noble la creación popular colectiva (ya estemos hablando de los movimientos sociales emancipatorios, del salir adelante una familia unida por el amor o del cante flamenco), con su conocimiento de la muerte y su apuesta por la inmanencia, que las presuntuosas ilusiones de perduración en que se complace el “creador” individual de “grandes obras”...

 

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Durante el verano de 1913, Sigmund Freud pasea por una florida campiña en compañía de Rainer Maria Rilke y Lou Andreas Salomé. Tal y como lo cuenta el fundador del psicoanálisis en un breve pero imperecedero ensayo titulado precisamente “Lo perecedero”, agobia al poeta la idea de que todo el esplendor de la naturaleza circundante está destinado a desaparecer, así como todo lo bello y noble que el ser humano haya podido crear. El carácter perecedero de lo que se ama y admira, al parecer de Rilke, lo desvaloriza radicalmente.

Freud se revuelve contra esa apreciación: por el contrario, ese carácter efímero “¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan aún más precioso. (...) En el curso de nuestra existencia vemos agostarse para siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche...”

Finitud y caducidad no han de ser pensadas bajo el signo de la muerte, sino bajo el de la vida. Mientras dura, ese esplendor infinitamente valioso sobrepuja el disvalor finito de la muerte. Y para nosotros, seres mortales, que el mientras dura tenga su plazo no lo desvaloriza en absoluto.

El animal humano está enfermo de trascendencia, de más allá. Si algo precisamos no es fomentar la búsqueda de allendes, sino más bien aprender a vivir en el mundo sublunar, sobre esta Tierra, ahí. (El Dasein heidegeriano no sería captación de ninguna esencia humana, sino más bien piadoso y casi inalcanzable deseo, si se me permite la broma.) Y creo que la poesía moderna –para entendernos: desde Rimbaud para acá— ha puesto mucho de su parte para ayudarnos en este aterrizaje (que no podemos desligar del amerizaje, acielaje, anubaje, afuegaje...).

Si la poesía es –según la memorable definición de Antonio Machado—palabra en el tiempo, entonces tiene una relación esencial con la muerte. El tiempo es la dimensión de la vida y la muerte, en su entrelazamiento íntimo. Palabra en el tiempo quiere decir palabra que afronta la muerte, que la arrostra. Esto puede hacerse en el modo de la necrofilia, pero también en el terreno del Eros más desafiante, libre y vital.

 

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Acceder al otro mundo; dialogar con los muertos; hablar con los animales y con las plantas.

Examinar el reverso de las tramas y de las cosas; llorar por los humillados y los dañados; entonar los cánticos de la insurrección.

Aunque lo digamos a veces susurrando, sabemos que esos son los poderes de la poesía.

Francis Ponge decía que el poeta es un antiguo pensador que se vuelve obrero. Así como los curas obreros se tornaban activistas políticos, los pensadores obreros tenderían hacia la poesía...

Un juicio de Antonin Artaud que Juan Goytisolo repite a menudo: el verdadero reto del creador será “extraer de la cultura una fuerza idéntica a la del hambre”. Se intuye que la poesía debe de ser una fuente de energía superior a todas las que conocemos.


Jorge Riechmann nació en Madrid, España, en 1962. Poeta, traductor literario, ensayista, filósofo, matemático, ecologista, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona, está vinculado con el grupo de poetas de la poesía de la conciencia y de la generación de los ochenta o postnovísimos. Es profesor titular de filosofía moral en la Universidad de Barcelona y vicepresidente de la asociación Científicos por el Medio Ambiente (CIMA). En los últimos años ha investigado sobre cuestiones socioecológicas en ISTAS/ CCOO (Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud); en la primavera de 2008 enseñó como profesor invitado en la UNAM (Ciudad de México) y en la Universidad Michoacana de Morelia; durante el curso 2008-2009 enseñará como profesor invitado en la Facultad de Sociología y CC. Políticas de la Universidad Complutense de Madrid. Obra poética: Cuaderno de Berlín, 1989; Material móvil, precedido de 27 maneras de responder a un golpe, 1993; El corte bajo la piel, 1994; Baila con un extranjero, 1994; Donde es posible la vida, 1995; Amarte sin regreso, 1995; La lengua de la muerte, 1997; El día que dejé de leer EL PAÍS, 1997; Muro con inscripciones, DVD, 2000; La estación vacía, 2000; Desandar lo andado, 2001; Poema de uno que pasa, 2002; Un zumbido cercano, 2003; Anciano ya y nonato todavía, 2004; Ahí te quiero ver, 2005; Poesía desabrigada, 2006; Conversaciones entre alquimistas, 2007; Con los ojos abiertos (ecopoemas 1985-2006), 2007; Tránsitos (antología poética 1981-2006), 2007; Como se arriman las salamanquesas, 2007; Puente de hielo, 2008.

Última actualización: 03/10/2022