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Crates: Cínico

Crates: Cínico




Por Marcel Schwob

Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y conoció también a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico Y le dejó doscientos talentos. Un día, cuando había ido a ver una tragedia de Eurípides, se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y con una cesta en la mano. Se levantó en el teatro y anunció con voz fuerte que distribuiría entre quienes los quisieran los doscientos talentos de su herencia y que desde ese momento las vestimentas de Telefo le serían suficientes. Los tebanos se pusieron a reír y se amontonaron delante de su casa; no obstante, él reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomo un manto de tela y una alforja; luego se fue.

Al llegar a Atenas vagabundeó por las calles y descansó apoyando las espaldas en las murallas, en medio de los excrementos. Puso en práctica todo lo que aconsejaba Diógenes. Su tonel le pareció superfino. A juicio de Crates, el hombre no era de ningún modo un caracol ni un paguro. Vivió completamente desnudo en medio de la basura y recogió cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado seco para llenar su alforja. Decía que esa alforja era una ciudad amplia y opulenta donde no se encontraba parásitos ni cortesanas y que producía para su rey suficiente tomillo, ajo, higos y pan. Así Crates cargaba su patria en sus espaldas y se alimentaba de ella.

No se mezclaba en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse de ellos y no era afecto a insultar a los reyes. No aprobó de ningún modo esa actitud de Diógenes quien, habiendo gritado un día, "¡Hombres, acercaos!", golpeó con su bastón a los que habían acudido y les dijo "¡Llamé a hombres, no a excrementos!". Crates fue tierno con los hombres. Nada lo inquietaba. Las llagas le eran familiares. Lamentaba mucho no tener el
cuerpo lo bastante flexible como para poder lamerlas, como hacen los perros. Deploraba también la necesidad de valerse de alimentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda exterior. Por lo menos, no iba a buscar agua para lavarse. Si la mugre lo molestaba, se conformaba con frotarse el cuerpo contra las murallas, pues había observado que era así como procedían los asnos.

Hablaba rara vez de los dioses y no le importaban; lo mismo le daba que los hubiese o no y sabía muy bien que no podrían hacerle nada. Por otra parte, les reprochaba el haber hecho desgraciados a los hombres deliberadamente, al volverles el rostro hacia el sol y privarlos de la facultad que tienen la mayoría de los animales, la de caminar en cuatro patas. Puesto que los dioses decidieron que hay que comer para vivir, pensaba Crates, debían haber vuelto el rostro de los hombres hacia la tierra, donde crecen las raíces; nadie podría alimentarse de aire o de estrellas.

La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al polvo acre de la Ática tuvo légañas. Una enfermedad de la piel desconocida lo cubrió de tumores. Se rascó con sus uñas, que nunca recortaba y observó que así obtenía doble provecho, pues las iba desgastando al mismo tiempo que experimentaba alivio. Sus largos cabellos llegaron a parecerse a fieltro grueso y los dispuso en su cabeza de modo que lo protegieron de la
lluvia y del sol.

Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras mordaces, pero lo consideró como un espectador más, sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la muchedumbre. Crates no tenía opinión de los grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le preocupaban y la manera de pasar la existencia con la mayor simplicidad que fuera posible. Las recriminaciones de Diógenes lo hacían reír, no menos que sus
pretensiones de reformar las costumbres. Crates se creía muy por encima de preocupaciones tan vulgares. Transformaba la máxima inscrita en el frontón del templo de Delfos y decía: "Vive tú mismo". La idea de un conocimiento cualquiera le parecía absurda. Lo único que estudiaba era las relaciones de su cuerpo con lo que le era necesario, tratando de reducirlas tanto como fuera posible. Diógenes mordía como los perros, pero Crates vivía como los perros.

Tuvo un discípulo, el nombre del cual era Metrocles. Era un joven rico de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Está comprobado que lo amó y que fue a buscarlo. La cosa parece imposible, pero es cierto. Nada la desalentó, ni la suciedad del cínico, ni su pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía como los perros, en las calles, y que buscaba huesos en los montones de
basura. Le advirtió que nada de su vida en común sería ocultado y que la poseería públicamente, cuando el deseo lo asaltara, como los perros hacen con las perras. Hiparquia ya sabía todo eso. Sus padres trataron de retenerla; ella los amenazó con matarse. Tuvieron piedad de ella. Entonces ella abandonó el pueblo de Maronea, completamente desnuda, con los cabellos colgantes, cubierta sólo por una vieja tela, y vivió con Crates, vestida igual que él. Se dice que tuvo de ella un hijo, Pasicles; pero nada seguro hay al respecto.

Esta liparquia fue, según parece, buena con los pobres y compasiva; acariciaba a los enfermos con sus manos; lamía sin ninguna repugnancia las heridas sangrientas de aquellos que sufrían, persuadida de que eran para ella lo que las ovejas son para las ovejas, lo que los perros son para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acostaban apretados contra los pobres y trataban de darles algo del calor de sus cuerpos. Les prestaban la ayuda muda que los animales se prestan los unos a los otros. No tenían ninguna preferencia por ninguno de aquellos que se acercaban a ellos. Les bastaba con que fuesen hombres.

Esto es todo lo que llegó a nosotros acerca de la mujer de Crates; no sabemos cuando murió ni cómo. Su hermano Metrocles admiraba a Crates y lo imitó. Pero nunca tenía tranquilidad. Su salud estaba trastornada por flatulencias continuas que no podía contener. Desesperó y resolvió morir. Crates se enteró de su desdicha y quiso consolarlo. Comió una buena cantidad de altramuces y fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era la vergüenza de su enfermedad lo que lo afligía de tal manera. Metrocles confesó que no podía soportar esa desgracia. Entonces Crates, hinchado por los altramuces, soltó ventosidades en presencia de su discípulo y le afirmó que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Le reprochó en seguida el haber sentido vergüenza ante los demás y le dio su propio ejemplo. Después soltó unas cuantas ventosidades más aún, tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó.

Los dos estuvieron mucho tiempo juntos en las calles de Atenas, con Hiparquia, sin duda. Se hablaban muy poco. No sentían vergüenza por nada. Aunque revolvían los mismos montones de basuras, los perros parecían respetarlos. Se puede pensar que, si hubiesen sido apremiados por el hambre, se habrían peleado los unos con los otros a dentelladas. Pero los biógrafos no han referido nada de ese tipo. Sabemos que Crates murió viejo, que había terminado por permanecer siempre en el mismo lugar, echado bajo el alero de un almacén del Pireo, donde los marineros guardaban los bultos del puerto, que dejó de andar errabundo en busca de algo que roer, que no quiso ni siquiera extender el brazo y que se lo encontró, un día, desecado por el hambre.

Publicado en octubre 20 de 2014

Última actualización: 04/07/2018