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El vestido

Por: Dylan Thomas

(Cuento)

 

 

 

(País de Gales, 1914-1953)

Llevaban ya dos días siguiéndole por todo el contorno, al pie de las colinas, sin embargo, había logrado despistarlos y ahora, acurrucado tras unos matorrales amarillentos, les oía vocear mientras rastreaban con torpeza los hondos del valle. Apostado tras un árbol y desde los altos del horizonte, les había visto batir los prados como perros ojeadores, apaleando los setos e imitando un desmayado aullar hasta que la bruma, que había descendido inesperadamente desde un primaveral cielo, vino a ocultárselos de la vista. Era una bruma maternal que le arropaba por los hombros, bajo cuya rasgada camisa, la sangre se le secaba como en la hoja de un acero. Aquella bruma le calentaba posada en sus labios, le servía de bebida y alimento. En medio de aquel mantillo de algodón, esbozó una sonrisa felina. Desviándose de la ladera en que se habían montado las guardias, se adentraba por la parte en que el bosque se espesaba, siguiendo una senda que acaso le llevara a la luz, al fuego y a un cuenco de sopa. Pensó entonces en el chisporroteo de brasas de una chimenea y en una joven madre, apostada ante el fuego, solitaria, imaginó sus cabellos. En ellos encontrarían sus manos un nido ideal. Corrió por entre los árboles hasta hallarse en una estrecha senda. ¿Qué dirección tomar allí? No sabía si caminar hacia la luna o escapar de ella. La bruma la ocultaba y perdía, pero podía distinguir, por un rincón: del cielo en que se había disipado, puntos de estrellas. Se puso a caminar hacia el norte, en la dirección de las estrellas, que musitaban un sordo canto, y sintió el chapoteo de sus pies sobre aquella esponja de tierra.

Ahora había tiempo para poner en orden sus ideas, pero nada más ponerse a ello, un mochuelo gritó entre los árboles que se desplomaban sobre el camino, y se detuvo a hacerle un guiño compartiendo la melancolía de su lamento. El mochuelo se abalanzaría enseguida sobre un ratón. Lo estuvo contemplando, hasta que el persistente chirrido que emitía sentado en una rama acabó por asustarle. Unos metros más adelante, sintió que volaba por encima de él con un fresco grito. Pobre liebre, pensó, se la ha de llevar una comadreja. El camino subía hacia las estrellas, y el bosque, el valle y el recuerdo de las escopetas empezaron a desvanecerse a sus espaldas.

Oyó unos pasos. De entre la bruma surgió la figura de un viejo, radiante de lluvia.

-Buenas noches -dijo el viejo.

-Noches así… -dijo el loco.

El viejo, silbando, apresuró el paso en dirección a los árboles, que escoltaban los dos lados del sendero.

-Que me descubran los sabuesos –decía entre dientes el loco mientras se encaramaba por unos riscos-, que me busquen -y con la astucia de un zorro, volvió hasta el punto en que el camino de brumas se partía en tres brazos.

«Al demonio las estrellas», se dijo, y se echó a andar hacia la oscuridad.

A sus pies el mundo era una pelota que pateaba en su carrera. Por encima de él, estaban los árboles. Oyó a lo lejos cómo un perro de caza se había quedado atrapado en una trampa y corrió más todavía pensando que acaso tuviera al enemigo en los talones. «Pato, muchachos, pato», exclamó igual que un cazador, pero con una vocecita tibia, como si estuviera señalando la estela de una estrella errante.

Cuando recordó de pronto que llevaba sin dormir desde su huida, dejó de correr. La lluvia, ya como fatigada de sacudir la tierra, se había remansado y era un soplo de viento, briznas de cereal mecidas al vuelo. Si cogiera el sueño, el sueño sería una muchacha. Durante las dos últimas noches, mientras estuvo corriendo por entre desiertos parajes, había soñado que conocía a una muchacha. «Acuéstate», le decía ella, y tendía en el suelo su vestido como si fuera un lecho y se acostaba con él. Pero a mitad del sueño, mientras la leña a sus pies crujía como un frufrú de vestido, había escuchado el vocerío de enemigos por el campo. y había tenido que seguir y seguir corriendo, dejando el sueño bien atrás. Sol, luna o negro cielo, había sorteado los vientos antes de iniciar su huida.

-¿Dónde anda Jack? -habían preguntado en el jardín del lugar del que había escapado.

-Por los montes con un cuchillo de carnicero -respondían con una sonrisa.

Pero había tirado el cuchillo contra un árbol y aún debía temblar estremecido en el tronco, y ahora sólo tenía, mientras corría sin parar por el frío, un sueño que le hacía bramar.

Y ella, sola en casa, estaba cosiéndose un vestido nuevo. Era un vestido de campesina, radiante de bordados de flores. Sólo unas puntadas más y ya estaría listo. Dos flores brotarían de sus pechos.

En el paseo del domingo, de la mano de su marido, por los campos y las calles del pueblo, los niños habrían de sonreír detrás de ellos. Su ceñida cintura levantaría una murmuración de viudas. Se deslizó en su vestido nuevo y comprobó, al mirarse en el espejo que había sobre la chimenea, que estaba más guapa de lo que hubiera podido soñar. Le hacía más blanco el rostro y más negra su oscura melena.

Un perro, levantando la cabeza, estremeció la noche con un aullido. Ella volvió dejando a un lado las visiones, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Fuera, andaban buscando a un loco. Tenía los ojos verdes, decían, y estaba casado. Decían que el loco había cortado los labios a su mujer porque sonreía a los hombres. Se lo habían llevado, pero él, después de robar un cuchillo en la cocina, había apuñalado a su celador y andaba escapado por el valle.
Desde lejos el loco vio una lucecita en la casa y se acercó hasta el seto del jardín sigilosamente. Sin llegar a verla, advirtió que el jardín tenía un cercado. Las manos se le habían desgarrado en las puntas de un oxidado alambre y bajo sus rodillas crepitaban unas hierbas húmedas. Después de deslizarse entre los alambres del cercado, las criaturas del jardín y sus escarchas vinieron a recibir su cabeza de flores. Se había destrozado los dedos, aún le manaban otras viejas heridas. Convertido en un hombre de sangre salió de la oscuridad del enemigo y alcanzó las escaleras. Y dijo en un murmullo: «Que no me disparen». Y abrió la puerta.

Ella estaba en el centro de la habitación. Tenía suelta la melena y desabrochados los botones de la pechera del vestido. ¿Por qué aulló el perro tan desoladoramente en aquel instante? Asustada con el aullido y recordando viejas historias, se había dejado caer en una mecedora. ¿Qué habrá sido de la mujer del loco?, se preguntaba mientras se mecía. No podía imaginarse una mujer sin labios.

La puerta se había abierto silenciosamente. Él entró en la habitación con los brazos en alto y tratando de sonreír.

-Has vuelto -dijo ella.

Dio la vuelta a la silla y lo miró. Había sangre hasta en sus verdes ojos. Le puso la mano en la boca. «Que no disparen», dijo él.

Al mover el brazo, el vestido se le había abierto y él contempló maravillado la blancura de su frente, sus asustados ojos, su crispada boca y las flores de su vestido. El vestido bailaba ahora en medio de la luz. Ella vino a sentarse frente a él, cubierto de flores. “Duerme”, dijo el loco. Y, de rodillas, dejó que su cabeza aturdida se reclinara contra el regazo de la mujer.

(1936)

El visitante y otras historias, (A Prospect of the Sea and other stories and prose writings,1955) trad. Ignacio Álvarez, Barcelona, Bruguera, 1983, págs. 103-107.

Publicado el 17 de septiembre de 2015

Última actualización: 07/03/2019