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Miguel Hernández: No dejar solo a ningún hombre

Por: Rei Berroa

Nacido el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, un pueblo del Levante español, situado a 57 kilómetros de Alicante, capital de la provincia del mismo nombre, Miguel Hernández Gilabert muere el 28 de marzo de 1942, seis meses antes de cumplir los 32 años de edad. Su primer libro, Perito en lunas, un pequeño poemario en 42 octavas reales que el poeta publica bajo el signo tardío de las celebraciones neobarrocas del tercer centenario de la muerte de Góngora (1927), sale a la luz el 20 de enero de 1933. Su último poemario impreso fue El hombre acecha, libro que contenía poemas escritos entre 1937 y 1938. 1

Para esa fecha, ya tenía armado un cuaderno bastante nutrido de los poemas que había seguido componiendo luego de entregar a su editor en Valencia los que formaban El hombre acecha. 2 No tenemos idea exacta de cuál habría sido el todo armónico de los poemas escritos por nuestro poeta entre 1938-1941. 3 Lo único que sabemos es que éstos componen un nuevo cuaderno que la crítica ya ha aceptado bajo el nombre de Cancionero y romancero de ausencias y que constaba originalmente de 66 páginas en las cuales el poeta había escrito a mano 79 composiciones. Hoy día, en las Obras completas aparecen 110 poemas conformando la obra. A éstos se le añade el grupo de 27 poemas que le siguen bajo el título “Otros poemas del ciclo” además de otros 16 titulados “Poemas tachados en el Cancionero de ausencias”.

Esto quiere decir, pues, que entre la publicación de Perito en lunas en 1933 y los textos que componen su último libro, hay ocho años. En ese relámpago de vida, Miguel pasa de poeta de corte neocatólico a poeta de la angustia erótica en El rayo; de poeta revolucionario en Viento de pueblo y El hombre acecha al poeta de la más honda fidelidad al dolor y la alegría humana en los poemas del Cancionero y romancero de ausencias. Esto a pesar de que algunos de los poemas más trascendentales de este libro se escribieran “haciendo turismo” por 13 de las cárceles del franquismo. 4 Asociado su quehacer poético con la intensidad de los tres años de guerra civil en que fungió como Comisionado de Cultura, no quiso el poeta involucrarse en la guerra en los inicios del conflicto hasta que llegó la noticia del asesinato de Lorca.  Miguel Hernández había tenido una relación bastante estrecha con los poetas del grupo del 27, todos ellos mayores que él, especialmente con Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. Este último, a pesar de ser chileno, se incorpora en cuerpo y letra a la tarea que se había implícitamente propuesto el grupo de Guillén, Salinas, Lorca y Cernuda, para construir un nuevo discurso poético en el Madrid de 1934, adonde llega Pablo desde Barcelona. Con Lorca, sin embargo, la situación no había cuajado bien. Miguel pensó que Lorca pudo haber hecho más por dar a conocer su obra y Lorca se sintió acosado por el lenguaje tosco y el tono impaciente del poeta de Orihuela. 5 A pesar de ello, mostró siempre una admiración sin límite por la obra de Federico.

 

Siempre será guerra la vida para el poeta

Durante el homenaje que el Ateneo de Alicante le ofreció la noche del 21 de agosto de 1937, el poeta ofrece un discurso testimonial que vale la pena traer aquí a colación para sostener la tesis que me propongo en esta breve introducción. Confiesa que su activa participación en la guerra no es más que el producto de su deseo de mantener viva la poesía y, para probar que los militares que se han levantado contra la República no quieren sino la muerte de todo acto creativo, recurre a presentar el caso del asesinato de Federico García Lorca quien, para Hernández,  encarnaba el paradigma de lo poético. Es así como explica el poeta de Orihuela la relación entre el asesinato de Lorca y su participación en la guerra: 6

La desaparición de Federico García Lorca es la pérdida más grande que sufre el pueblo de España. El solo era una nación de poesía. Desde las ruinas de sus huesos me empuja el crimen con él cometido por los que no han sido ni serán pueblo jamás y es su sangre, bestialmente vertida, el llamamiento más imperioso y emocionante que siento y que me arrastra hacia la guerra. (OC, II, 2228)

En unas conversaciones entre Giles Deleuze y Michel Foucault, señalaba éste que el papel del intelectual ya no es colocarse “un poco al frente y al lado” con el fin de expresar la ahogada verdad de la colectividad, sino luchar contra las formas de poder que lo transforman en su objeto e instrumento en la esfera del “conocimiento,” la “verdad,” la “conciencia,” y el “discurso” (205-217). 

Miguel Hernández no ve la experiencia de la guerra asépticamente como hace el historiador que dice que quiere ser “objetivo” con el tiempo o como hace el crítico literario que dice querer comprometerse con la escritura, pero no con la vida con sus dolores y alegrías. Desde la paz de Orihuela, al ver amenazada la “verdad” viva de la poesía, es decir, su encarnación en un hombre concreto (García Lorca), el yo poético no duda un momento en incorporarse al nosotros que lucha por mantener vivos, como dice Foucault, “el conocimiento, la conciencia y el discurso.” Bien sabe ese yo poético que le puede costar la vida, pero la vida no es salvar el pellejo, sino salvar el futuro de la colectividad que el poeta ve amenazado. Se había iniciado este discurso con el apotegma “Siempre será guerra la vida para todo poeta,” el cual, a pesar de su valor sintagmático y prosaico, puede ser leído con una carga rítmica que le dé valor poético:

                        Siēm|preseraguē|rralavī|da para tō|do poē|ta.

Al señalar esta relación bélica entre el poeta y la vida, entre un sintagma prosaico que se carga de valor poético, Hernández está tratando de convertir en paradigma de la lucha de la colectividad la que lleva a cabo todo poeta cada día cuando se enfrenta al vértigo de la página en blanco. En guerra consigo mismo, con el amor, con el tiempo, con el lenguaje, el poeta debe preñar ese espacio con palabras cuya historia todos saben. Por ello, el yo poético puede decir que se incorpora al nosotros sin esfuerzo alguno, como sucede cada día en el discurso cotidiano referencial: pasamos del yo al nosotros sin violentar los referentes del discurso. Esto lo podemos ver de inmediato en el enunciado siguiente en el que, partiendo del referente “mi cuerpo” el expositor entra en la esfera del nosotros:

         Las fuerzas de mi cuerpo y de mi alma se pusieron más de lo
         que se ponían a disposición del pueblo, y comencé a luchar,
         a hacerme eco, clamor y soldado de la España de las pobrezas
         que nos quieren legar, que nos quieren separar del corazón,
         donde está atada. (OC, II, 2228)

Podemos descubrir en este discurso, además, una gradación del acto de hacerse de la voz poética en la secuencia “eco, clamor y soldado,” en la que cada lexema añade una nueva dimensión al anterior: eco es lo que llega a los oídos de alguien como resultado de la acción de otro en la distancia. Al decir que se hace “eco” de España, el hablante recoge el llamado y lo sigue transmitiendo en la distancia. Al hacerse clamor, no transmite sólo un sonido que ha sido recogido en la distancia, sino que el mismo hablante se hace productor de ese “grito de dolor o queja” en que vive como miembro de la colectividad. Finalmente, como soldado, no sólo reproduce un eco o produce un clamor, sino que quiere hacer hincapié en su entrega a destruir las causas de ese grito dolorido de la “España de las pobrezas” a la que el hablante está unido como por un cordón umbilical.

Más adelante, dentro de esta misma secuencia de textos leídos en el mismo acto del Ateneo de Alicante, después de hacer alusión a unas cuantas figuras claves de la contienda civil, el poeta narra sus primeros días en el frente, señalando al mismo tiempo, el episodio que mantiene vivo ese llamamiento:

         Nos retirábamos, por no decir que huíamos dentro del más
         completo desorden... En medio del fragor de la huída me hirió
         de arriba abajo este grito: “(Me dejáis solo, compañeros! . . .
         Se oían muchos ayes, muchos rumores sordos de cuerpos
         cayendo para siempre, y aquel grito desesperado, amargo,
         “(Me dejáis solo, compañeros!” . . .

         En aquellos instantes sentí que se me desbordaba el pecho;
         orienté mis pasos hacia el grito y encontré a un herido
         que sangraba como si su cuerpo fuera una fuente generosa.
         “(Me dejáis solo, compañeros!” seguía diciendo.
         Le ceñí mi pañuelo, mis vendas, la mitad de mi ropa.
         Le abracé para que no se sintiera solo. El enemigo se oía cercano.
         “(Me dejáis solo compañeros!” Me lo eché sobre las espaldas:
         el calor de su sangre golpeó mi piel como un martillo doloroso.
          “(No hay quien te deje solo!,” le grité. Me arrastré con él ...
         [y] cuando ya no pude más, le recosté en la tierra, me arrodillé
         a su lado y le repetí muchas veces: “(No hay quien te deje solo, compañero!”
         Y ahora, como entonces, me siento en  disposición
         de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.
                                                                                     (OC, II, 2233)

En el relato de esta experiencia se puede notar que el narrador ha abandonado el tono triunfalista y épico de las narraciones bélicas, para transmitir con inusitada franqueza la realidad de una retirada. En medio de la confusión producida por el acto de huir, aparece el grito del herido organizando el hilo del pensamiento. Lo que importa en este discurso es la anonimia del que grita y la ejemplaridad de la acción del narrador. El tono enfático de la repetición del estribillo: “¡Me dejáis solo, compañeros!” logra un efecto de hipnótico encantamiento en el oído/lector, encantamiento que apunta a grabar en las entrañas del receptor una línea de conducta que rompa con la forma habitual de responder ante circunstancias como las narradas. Es obvio que los hombres que pasaban junto a ellos dos (el narrador y el herido) respondían espontáneamente al instinto de supervivencia. Ahora bien, se nota en el texto una corrección en la forma de percepción de la estampida. Así, si el primer sintagma relata el hecho (“huíamos en desorden”), el segundo lo dilata al añadir el enjuiciamiento que hace el narrador del acto de huir (“pasaban sin vernos, sin querer vernos”). Primero buscando excusar la huida por su espontaneidad (“sin vernos”) y luego añadiendo a la misma la voluntad de no ver (“sin querer vernos”). El texto pasa del nosotros que huye al yo que socorre con el fin de ofrecer al nosotros de la colectividad un paradigma de conducta. Para ello, el narrador utiliza el grito del herido (“(Me dejáis solo, compañeros!”) como un estribillo que refleja cuán solo está el ser humano ante el peligro o ante la muerte, pero buscando indicar, al mismo tiempo, que tan solo está el hombre anónimo que, sin rostro ni apellido, echa al aire su grito esperando que otro recoja el enunciado de su dolor, como todos aquellos hombres, también sin rostro ni apellido, que descodifican el mensaje y van en busca de su emisor. Ahora bien, como el narrador quiere mostrarse como objeto/sujeto de la acción (es, en fin de cuentas, actor-narrador-productor-protagonista), la llena de veracidad para que resulte creíble. Así relata cómo buscó al herido y se mantuvo a su lado, repitiéndole al oído: “(No hay quien te deje solo!” Con este acto de “repetir al oído” el lenguaje pierde su tono encumbrado y la emoción irracional del discurso para ganar otra emoción: la que convence al público-lector de la veracidad sin condiciones del mensaje emitido. Tal verdad le lleva a apostillar al final:

                        Y ahora, como entonces, me siento en disposición
                       de no dejar solo en sus desgracias a ningún hombre.

La fuerza extraordinaria de este enunciado, su valor emotivo, está en la acumulación que ha logrado el texto presentando un juego de señales idénticas. Como una luz roja que golpea intermitentemente llamando a la atención en el camino, el grito del herido se convierte en la señal, siempre la misma, pero enriquecida por el valor enfático del acto de repetición, que anuncia el peligro de la soledad total: la muerte. A pesar del no tan velado narcisismo de esta narración, hay en ella la autenticidad de un yo para el cual la desgracia de uno es la desgracia de todos.

Tanto en el caso de la determinación que toma el poeta de entrar en la contienda en defensa de la poesía (Federico) como en su decisión de defender la vida de todos los humanos en la materialidad del cuerpo del herido, podemos advertir que, en ambos casos, el narrador que hace vivas esas experiencias para la colectividad a través del lenguaje, las ha asumido personalmente, convirtiendo la experiencia personal en experiencia colectiva. Este mismo es el camino que, mutatis mutandis, va también a recorrer el poeta Miguel Hernández desde su primera publicación hasta la última.

 

De Perito a El rayo al Cancionero

Como ya señalamos más arriba, se publica Perito en lunas en enero de 1933, como un ejercicio de lenguaje que, partiendo del gongorismo que pretende imitar, busca expresamente el hermetismo. La voz poética que aquí se declara conocedora de la luna (luna = vocación poética) a través de todo el hilo conductor de la octava real, parece estar preocupada casi exclusivamente por el dominio de la técnica: el yo frente al lenguaje. Ahora bien, al entrar en los componentes del léxico, advertimos de inmediato que el yo que habla trata de dar validez poética al entorno de su cotidianidad (entorno que no refleja el nosotros de la colectividad, sino el tú de la intimidad diaria), por lo que se puede decir que Perito en lunas fue la primera guerra en la que entró la voz poética de Miguel Hernández, luchando en tres frentes primordiales: el del lenguaje, el de la forma y el de la cultura. Pero incluso en este libro, esencialmente culturalista, eco de las lecturas del momento y de la ya pasada moda madrileña que había celebrado al Góngora barroco, la incorporación de la realidad tangible e inmediata en el gongorismo/barroquismo que pretende imitar se hace espontánea e inevitablemente.

Así, los títulos de las composiciones -eliminados al momento de publicar la obra para añadir más hermetismo a la misma, pero revelados en 1962 por Cano Ballesta- además de dar cuenta de la intimidad del entorno que conoce por su experiencia en la vida rupestre  (“Cohetes,” “Gallo,” “Serpiente,” “Gitanas,” “Retrete,” “Ubres,” etc.), anuncian una voz poética atenta a tomar una postura, si no participatoria, al menos testificante de la condición humana. Lo mismo se podría afirmar de las prosas poéticas de esos días que buscan también descubrir la verdad de su voz. El estudio de la poesía hernandiana de estos años, realizado sobre todo por Sánchez Vidal, revela que el uso primordial de la décima, el auto y el soneto, que se lleva a cabo dentro de un proceso de busca y de exigencia de nuevos retos ante el dominio de la forma, es esencialmente un acto de mímesis. Ideológicamente, por otro lado, la octava real le ofrece al poeta una visión cerrada, circular del mundo. No hay en ella estridencias formales, como no las hay en la elección del término “luna” para el libro, pues el signo “luna” connota algo redondo, armónico y apacible; a este conjunto ideológico-retórico le corresponde perfectamente la belleza formal de la octava real con su ausencia de espacios tipográficos (son ocho versos seguidos) y el redondeamiento del concepto ventilado en los primeros seis versos con la repetición de la rima en el pareado final.

Será más adelante, cuando, con el rigor matemático del soneto, la voz poética de Hernández logre un nuevo hito estético, al elegir un nuevo signo lingüístico: “el rayo,” no sólo para hacer obvia su situación biográfica (la cual nos interesa particularmente por lo que añade a su producción literaria), sino sobre todo para echar un paso adelante en la búsqueda del nosotros. El rayo que no cesa, que aparece en pleno entusiasmo garcilasista (soneto, égloga, endecasílabo), refleja la tensión que vive el hombre entre su yo y la otra persona, entre un vivir individualmente y un vivir compartido. La expresión, con todas las sutilezas que la acompañan, brota como un tartamudeo interior y se hace álgebra formal y lírica. El uso del endecasílabo es el único puente que queda entre los dos sujetos: el anterior e imperfectible, que se gloriaba de ser “perito,” y el presente o fragmentado que se reconoce en la estridencia y peligrosidad de “un rayo que no cesa” de herir. Mientras en la octava real de Perito la realidad se representa como armónica y redonda (la luz está “enarcada de alborozo” [II], el pozo -como el reloj- es una “interior torre redonda” [XVIII], las ubres del ganado son “plurales blancuras interiores” [XXXIII]), en el soneto de El rayo, esa misma realidad, por virtud del léxico elegido para el caso, ha sufrido una transformación estridente y puntiaguda. La luz ahora es “rayo que guía un tribunal de tiburones” [3], los cuernos reflejan “la región volcánica del toro” [14], el hombre -como el animal- está marcado “por un hierro infernal en el costado” [23]. Vale decir, pues, que, al encontrar en la imagen del toro y del rayo el parangón exacto para manifestar la condición del sujeto, obsesionado con su dolor individual, el poeta refleja la pena y la soledad humana en un tono dramático. Una sola vez aparece el nosotros en El rayo, cuando en la “Elegía” (poema 29) se invita al amigo muerto [Ramón Sijé] a que regrese, porque -dice la voz poética- “tenemos que hablar de muchas cosas” (OC, I, 510).  Todo lo demás se resuelve en torno a la oposición dramática “yo” versus “tú.” Este tono importa particularmente en la obra porque con él se impregna la palabra de tensión sanguínea y a la sensibilidad del individuo de tensión ideológica. Claro, el sujeto que interpreta visceralmente los acontecimientos de la vida en El rayo, está sufriendo los embates de la proyección, es decir, de la necesidad de salir de sí mismo y del entorno en que ha vivido, para experimentar, sea ligüística o ideológicamente, otra realidad: la de la fraternización humana.

Ahora bien, el yo que aparece en Viento del pueblo y El hombre acecha no se presenta como un yo obsesionado con su pequeño o gran dolor individual, sino como un yo que recoge todos los registros de la voz colectiva. Es un yo -permítaseme el neologismo- un yo “nosotrizado,” que es “eco, clamor y soldado” de las necesidades y vivencias colectivas. No hay ni un solo poema de Viento del pueblo en que no predomine esa visión fraternal y fraternizante, sea del yo que dice “llamar a la juventud” [OC, I, 570], como del que confiesa que “le duele un niño hambriento” [OC, I, 562], pero 
especialmente aquellos poemas que se dedican a perfilar los paradigmas humanos individuales o colectivos de la hagiografía republicana: “Nuestra juventud no muere,” [OC, I, 569], “Rosario, dinamitera” [OC, I, 579], “Jornaleros,” [OC, I ,580], “Aceituneros” [OC, I, 585], “Pasionaria” [OC, I, 607]. Esto se da, incluso en los poemas en que la voz poética hable de sí misma o de un “él” ausente.  Así, la experiencia de la muerte de García Lorca hace que toda la creación se sienta “herida y moribunda en las entrañas” [OC, I, 554] o que, al sentarse “sobre los muertos / que se han callado en dos meses” el yo colectivizado del poeta le exija al pueblo que se acerque a su clamor individual para así alcanzar la voz de todos, y le recuerda:

Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.    [OC, I, 556]

Esta misma carga fraternal aparece en El hombre acecha, pero hay ya aquí esbozos de un nosotros menos amplificado y, en algunos casos, casi cínico con respecto al anterior. Dos de estos esbozos están incluso marcados con un signo visual nuevo: la letra cursiva. El primero y el último poema (“Canción primera” y “Canción última”) abren un discurso nuevo, no sólo por la separación evidente del resto del libro (los dos aparecen en cursiva), sino por el tono (des)garrado con que son enunciados. Cito el primero de ellos (nótese que cito con las cursivas que quería el poeta):

Se ha retirado el campo
al ver avalanzarse
crispadamente al hombre.

(Qué abismo entre el olivo
y el hombre se descubre!

El animal que canta:
el animal que puede
llorar y echar raíces,
rememoró sus garras.

Garras que revestía
de suavidad y flores,
pero que, al fin, desnuda
en toda su crueldad.

Crepitan en mis manos.
Aparta de ellas, hijo.

Estoy dispuesto a hundirlas,
dispuesto a proyectarlas
sobre tu carne leve.

He regresado al tigre.
Aparta, o te destrozo.

Hoy el amor es muerte,
y el hombre acecha al hombre.  [OC, I, 648]

También distintos del resto encontramos dos poemas: el primero (“Carta”) sufre la misma separación tipográfica de los dos anteriores (cursivas en el estribillo: “Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté, / escríbeme a la tierra, / que yo te escribiré”) y, también como los anteriores, es el único poema en versos de arte menor (tipo de verso que va a abundar en el Cancionero en el cual Miguel reivindica el valor del verso popular: el octosílabo, pentasílabo y heptasílabo). El segundo poema (“Llamo a los poetas”) está también separado del tono de Viento del pueblo y del resto de este libro por su visión íntima de un nosotros (el de todos los amigos poetas) que forma “la sal del aire.” A ese nosotros creador convoca el poeta en el verso para tratar de las cosas del mundo:

Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Garfias,
Machado, Juan Ramón, León Felipe, Aparicio,
Oliver, Plaja, hablemos de aquello a que aspiramos:
por lo que enloquecemos lentamente.

Hablemos del trabajo, del amor sobre todo,
donde la telaraña y el alacrán no habitan.
Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros
de la buena semilla de la tierra.

Dejemos el museo, la biblioteca, el aula
sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo.
Ya sé que en esos sitios tiritará mañana
mi corazón helado en varios tomos.

Quitémonos el pavo real y suficiente,
la palabra con toga, la pantera en acechos.
Vamos a hablar del día, de la emoción del día.
Abandonemos la solemnidad. 
                                                                         [OC, I, 674]

Los poemas de El hombre acecha anunciaban, pues, una voz poética que, sin perder los ejes ideológicos, léxicos, retóricos que le habían dado solidez a su postura poética y su razón humana, ofrecían una nueva dimensión en el proceso de su búsqueda de la “nosotridad:” la del esposo/padre. El yo con que damos en el Cancionero y romancero de ausencias es un yo que busca su puesto en el mundo a partir de la paternidad, es decir, de la condición de amante y dador de nueva vida. Desde sus inicios, el libro nos plantea el dolor de un hombre (todo hombre) que sufre la agonía de la muerte del hijo: “Me dejó en sus ropas,” dice el primer poema [OC, I 685]  o “Fue una alegría de una sola vez,” dice el poema 44 [OC, I, 702]. Más adelante, el hablante poético llega incluso a indicar en el “Vals de los enamorados y unidos para siempre” [OC, I, 688] que, al abrazarse y abrasarse en el otro los amantes, ni “huracanes,” ni “rayos,” ni “vientos,” ni “naufragios” pueden separarlos, pues están unidos ya para siempre en la vida del hijo. Esta visión absoluta, de una paternidad casi cósmica, asoma con altísima frecuencia en la composición del libro, pero alcanza su tratamiento cumbre en el poema “Hijo de la luz y de la sombra” en el que se ve a la mujer como la noche “en el instante / mayor de su potencia lunar y femenina” [OC, I, 712], mientras el poeta se ve a sí mismo como “el mediodía.” Pero ella es también “el alba,” pues en el alba se forja “el sol naciente” del hijo, en el cual quedarán fundidos para siempre él y ella.

Visto de esa manera, ningún hombre queda solo en sus desgracias, pues, al darle Miguel Hernández paternidad y maternidad a la criatura humana, elimina los eslabones perdidos de la cadena de la vida. Esta responsabilidad alcanza incluso límites de sobrehumanas dimensiones en la hagiografía hernandiana. En medio de su agobio por conseguir su libertad, pues desde que termina la guerra, y a pesar de saber que ha sido la persona más honesta del mundo, no ha experimentado nada más que largos períodos de encarcelamiento con unos cuantos días de libertad entre aquéllos, José María de Cossío, uno de los jefes de Espasa-Calpe, para quien Miguel había estado trabajando para la enciclopedia Los toros antes de la guerra con lo cual había podido subsistir en Madrid, se apersonó en la cárcel de Ocaña (llamada eufemísticamente “Reformatorio”) acompañado del también poeta Dionisio Ridruejo y otros miembros del ala “liberal” del fascismo español (Ferris 462). Ya antes 7, el que había sido su guía en los inicios de su carrera literaria, el canónigo Luis Almarcha que luego llegaría a ser Obispo de León, mostró interés en ayudarlo si se arrepentía de todo lo que había escrito, firmaba unas declaraciones de afiliación al nuevo régimen y se casaba de inmediato por la Iglesia con su compañera Josefina. En el informe que monseñor Almarcha entregó al abogado en que se comprometía a ayudarlo (y que el poeta se negó a firmar), decía específicamente que Miguel provenía de buena familia, pero que había formado parte activa  de la “corte malvada” de escritores “degenerados” que estuvieron con los Rojos (Ferris 419). Pues bien, los escritores que fueron a verle (probablemente hacia el final de su estancia en el Reformatorio de Ocaña como un último esfuerzo hecho por Cossío para salvarlo antes de su traslado a Alicante el 29 de junio 8) le volvieron a proponer en casi idénticos términos el chantaje de Almarcha. A lo que Miguel se negó rotundamente, a pesar de que de ello dependía su indulto inmediato y la liberación que tanto deseaba. Su compañero de cárcel Luis Fabregat Tarrés relata que Miguel le contó aquella visita en estos términos: “¡Me parece increíble que esos viejos amigos no me hayan conocido mejor! ¡Que hayan venido a verme para hacerme pretensiones deshonestas, como si Miguel Hernández fuera una puta barata!” (Couffon 59-60). Por su terquedad para algunos, por su entereza ética y total hacia la humanidad por la que había luchado, se murió en la cárcel, no sin antes dejar un corpus poético que aunque tiene que ver con la angustia de un hombre en busca de sí mismo, es, más que todo, la esperanza de un hombre de hacer del mundo un lugar más humano para los mismos humanos que lo habitan: 

Un albañil quería… No le faltaba aliento.
Un albañil quería, piedra tras piedra, muro
tras muro, levantar una imagen al viento
desencadenador en el futuro.

Quería un edificio capaz de lo más leve.
No le faltaba aliento. ¡Cuánto aquel ser quería!
Piedras de plumas, muros de pájaros los mueve
una imaginación al mediodía.

Reía. Trabajaba. Cantaba. De sus brazos,
con un poder más alto que el ala de los truenos,
iban brotando muros lo mismo que aletazos.
Pero los aletazos duran menos.

Al fin, era la piedra su agente. Y la montaña
tiene valor de vuelo si es totalmente activa.
Piedra por piedra es peso y hunde cuanto acompaña
aunque esto sea un mundo de ansia viva.

Un albañil quería… Pero la piedra cobra
su torva densidad brutal en un momento.
Aquel hombre labraba su cárcel. Y en su obra
fueron precipitados él y el viento.
                                                                      [OC, I, 757-758]

La voz del Cancionero y romancero de ausencias es la de un hombre que existe esencialmente en la continuidad de la vida, en su paternidad y otridad. Es la voz de un yo que se buscó primero a sí mismo en el confuso laberinto interior del lenguaje (Perito en lunas), luego en el espejo de la otra persona (El rayo que no cesa), más tarde creyó encontrarse en el nosotros de la colectividad (Viento del pueblo), hasta que descubre un nosotros más íntimo y vivo, el nosotros de la pareja humana, de todas las parejas humanas que continúan la verdad de la vida en el amor que nos hace capaces de entregar nuestro cuerpo y nuestros deseos y esperanzas a la otra persona:

No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me han dado por herencia
la familia del hijo será la especie humana.

Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.     [OC, I, 716]

 

Bibliografía citada

 

 

Rei Berroa, Ideología y retórica: Las prosas de Guerra de Miguel Hernández. México: Libros de México, 1988.
Juan Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández. Madrid: Gredos, 1962.
Claude Couffon, Orihuela y Miguel Hernández. Buenos Aires: Losada, 1967.
José Luis Ferris, Miguel Hernández: Pasiones, cárcel y muerte de un poeta. Madrid: Temas de Hoy, 2002.
Michel Foucault y Gilles Deleuze, “Intellectuals and Power” (205-217). En Michel Foucault, Language, Counter-Memory, Practice. Donald F. Bouchard, ed.    Ythaca, NY: Cornell University Press, 1977.
Federico García Lorca, Obras completas. Tomo III. Recopilación, cronología,    bibliografía y notas de Arturo del Hoyo. Madrid: Aguilar, 1987.
Miguel Hernández, Obras completas. Tomos I y II.  Edición de Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira con la colaboración de Carmen Alemany. Madrid: Espasa- Calpe, 2002.

Notas:
1- Este libro no se llegó a publicar, pues al momento de terminar oficialmente la guerra civil el 28 de marzo de 1939, la Tipografía Moderna de Valencia, en donde se había armado e impreso, no llegó a poder encuadernarlo. En su biografía del poeta, José Luis Ferris indica que Miguel, sin embargo, pudo alcanzar a recoger una copia en pliegos sueltos a mediados de marzo en un viaje rápido que hizo a Valencia (407) y que dejaría en manos de su esposa, Josefina Manresa, cuando comience su largo periplo por las cárceles franquistas.
2- Bien sabemos todos los que nos dedicamos a este oficio, que, cuando sale publicado uno de nuestros libros, en realidad hace tiempo que estamos en medio del siguiente.
3- unque el poeta muere en los últimos días  de marzo de 1942, parece ser que, según el testimonio de sus compañeros de prisión, a poco de ingresar en el Reformatorio de Ocaña en la Provincia de Toledo el 28 de noviembre de 1940, el poeta dejó de escribir. “Se puede decir, afirma Hernández Girbal, que salvo algún cuento dedicado a Manolillo, el poeta ha dejado ya de escribir poesía” (Ferris 458).
4- Este “turismo” se inicia el domingo 30 de abril de 1939 en Portugal y termina con su muerte el 28 de marzo de 1942, Sábado de Ramos, a las 5:30 de la madrugada en la cárcel reformatorio de Alicante.
 El poeta había cruzado a Portugal por recomendación de todos sus amigos, pero, necesitado de dinero para poder comer, decide vender su traje y el reloj de oro que le había regalado Vicente Aleixandre el día de su boda con Josefina (9 de marzo de 1937, en plena guerra civil), lo cual levantó las sospechas del comprador que lo delató a la policía de Salazar, el dictador portugués que gobernaba en Lisboa desde 1932. La policía portuguesa lo detiene y entrega el 4 de mayo a la policía de Rosal de la Frontera, donde es sometido a constantes interrogatorios, golpeado y torturado. De ahí a la cárcel de Huelva, a la de Sevilla y la de Torrijos. Esta última es un hito importante en la trayectoria poética de Hernández (allí permanecerá cinco meses del 15 de mayo al 15 de septiembre), pues allí se gestarán algunos de sus poemas “necesarios”, especialmente uno de los poemas más impresionantes de toda la literatura española: “Nanas de la cebolla” que termina pidiéndole al hijo: “No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.” [OC, I, 733]
 De Torrijos es puesto en libertad y, a pesar de que sus amigos le dicen que no vaya a Orihuela, pues todos allí le conocen, pensando que no ha hecho nada malo luchando por su pueblo, se va a ver a su esposa y a su hijo en Cox y de ahí a ver a sus padres y amigos de Orihuela, en donde es apresado de nuevo el 29 de septiembre y encerrado en la cárcel de Orihuela por dos meses antes de ser trasladado a la prisión de Conde de Toreno el 3 de diciembre de 1939. Allí recibirá el 18 de enero de 1940 la pena capital, que será conmutada por “la inferior en un grado” (30 años y un día). De ahí a Palencia, luego a Ocaña en la que permanecerá del 28 de noviembre de 1940 al 12 de junio de 1941, quizás la más terrible de todas y la segunda más larga después de la de Alicante, en la que pasará los últimos siete meses de su vida: del 29 de junio de 1941 al 28 de marzo de 1942.
5-  Véanse las dos cartas que le escribe al granadino el 10 de abril y el 30 de mayo de 1933 (OC, II, 2306-9), sobre todo la segunda, que responde a la carta que le escribe Lorca en abril de 1933 en que le dice que se deje ya de presentarse con la obsesión de poeta incomprendido y la cambie por una “obsesión más generosa política y poética” (Federico García Lorca 1010).
6-  Ya he hablado sobre este particular en mi libro Ideología y retórica: las prosas de guerra de Miguel Hernández, por lo que me ceñiré sólo a una reflexión sucinta sobre la “conciencia” que despierta en Hernández la muerte de Federico. También he tocado este tema como tesis de un artículo publicado hace poco en Jaén: “De ­Perito­ en lunas a ­Los hijos de la piedra­: Intuición de una expresividad político-profética.” (En Juan Carlos Abril, Piedras lunares: Homenaje a Miguel Hernández. [Jaén: Diputación de Jaén, 2010]: 23-36.)
7-Sería hacia fines de agosto de 1939, cuando había pasado de la cárcel de Huelva, en donde permanecerá unos días, a la de Sevilla, también tres o cuatro días, a la Prisión Provincial de Torrijos en donde pasará un largo período de unos seis meses. Este período, aunque no fue prolijo, se considera el más productivo en términos de escritura poética, pues Miguel alberga la esperanza de que podrá salir de la cárcel para estar con su familia y sus amigos, esperanza que cada vez se va apagando más a medida que se le van dando largas a su liberación y él insiste en que no va a sucumbir al chantaje de esos “falsos amigos” que proponían condiciones antiéticas.
8- No hay en las cartas de todo este período ninguna referencia a ellos o a Cossío, que sí aparece como uno de sus posibles salvadores en otras cartas anteriores, pero no se vuelve a mencionar sino el 10 de octubre de 1941, ya instalado con todas sus enfermedades en la cárcel Reformatorio de Alicante, cuando le escribe al poeta Carlos Rodríguez Spiteri: “No me recuerdes a Cossío. Recuérdame a los amigos de verdad” (OC, II, 2691).

 

Última actualización: 09/11/2021