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La mirada de Rimbaud

La mirada de Rimbaud


Daguerrotipo de Rimbaud por Étienne Carjat

Por Johny Martínez Cano
Tomado de Literariedad


“No tenemos talento”. [1]  Con esta sentencia Gonzalo Rojas abre su poema recogido en Estación Rimbaud. Todos los textos reunidos fueron seleccionados por Juan Manuel Roca y Fernando Rendón. Este libro es, podría decirse, la realización impresa, la cristalización, del homenaje hecho al llamado vidente, durante los varios días que duró el Festival. En uno de sus eventos se hizo el lanzamiento de la publicación.

I

Cuando leo el título me acuerdo de un ensayo de Roca titulado “La poesía, una casa donde ocurren paisajes”. En este elogio a la labor poética, como lo llama su autor, aparece la imagen sugerente del niño que, al cruzar por una ya vieja, supongo, estación de trenes en Medellín, creía que aquella era una casa en donde los más variopintos paisajes aparecían o, mejor aún, sucedían. Empezaban a ocurrir “postes de telégrafo, puentes, platanales, ríos, cafetales, nubes, pastizales, caballos, pequeñas aldeas y hasta otros trenes”. En los diferentes vagones, nos dice Roca, viajan los poetas.

La estación no es, entonces, el lugar de espera para irse, su finalidad no es práctica. Es una casa. Allí moramos, vemos llegar trenes con un sinnúmero de seres y elementos. Nosotros, como lectores, contemplamos, estáticos, las apariciones, las cosas que ocurren. Estación Rimbaud parece un libro hecho con ese mismo aliento. Cuatro son los vagones que componen el libro, cuatro partes que llegan a la estación. Esta vez escribiré solo sobre las dos primeras, pues en ellas se producen los encuentros que me interesa tratar aquí. La primera parte se compone de una selección de poemas cuyo tema, pero no su autor, es Rimbaud, su vida, su obra y el escozor que causa su imagen; la segunda se trata de una compilación de textos varios sobre él: testimonios, prólogos, fragmentos de ensayos, celebraciones y asombros.

Al arribar el primer vagón, como dije, suceden y se encuentran varios personajes. Primero pasa frente a nosotros Jack Kerouac, botando versos como colillas de cigarrillo, cortas, alucinantes, desconectadas. No parece cruzarse con Luis Cernuda, aunque los hayan sentado tan cerca. Después viene Gonzalo Rojas vociferando la sentencia que encabeza este texto. Asiente con la cabeza cuando escucha, a lo lejos, a Enrique Lihn, cuyas palabras parecen tener eco en las de Juan Gelman e, incluso, en las del último pasajero del primer vagón, René Char. Luis Rogelio Nogueras pasa junto a Roca, ambos imaginando los encuentros posibles del vidente. Antonio Tabucchi, al lado de ellos, pasa contando el sueño más hermoso quizás (o jamás) soñado por Rimbaud.

En el segundo vagón, el primer pasajero en suceder frente a nosotros es Héctor Rojas Herazo. Sus palabras son pesadas y hablan del cansancio y el asco. Detrás de él vienen Isabelle Rimbaud y Verlaine, ambos preguntándose, de formas distintas, lo que nunca sabremos sobre aquel hermano y compañero íntimo. Muy elocuente en el vagón es Pere Gimferrer, pero Cintio Vitier e Yves Bonnefoy (quien murió hace muy poco) son los más minuciosos. Entre ellos se nos cruza Lezama Lima, quien habla exclusivamente sobre las madres de Rimbaud y de Verlaine. El último pasajero, escéptico ante algunas de las opiniones que ha escuchado, es Albert Camus. En estos dos vagones que arriban a la Estación Rimbaud hay una cantidad muy variada de pasajeros que hablan consigo mismos y con el vidente. Todos ellos han escrito sobre él. Ellos son, aunque no siempre lo parezca, los protagonistas de este texto.

II

He seguido la imagen del ensayo de Roca para hablar de lo que sucede en el libro, para escenificar aquella dispersión de voces y registros. Sin embargo, ¿hay algo que reúna los diálogos que cada autor compilado sostiene con Rimbaud? Vuelvo al inicio y me pregunto por qué Gonzalo Rojas empieza su poema escribiendo “No tenemos talento”. La sentencia es amarga, en verdad, y va dirigida sin duda al propio gremio. Si los poetas no tenemos aquello, parece preguntarse Rojas, ¿qué hacemos, entonces? “[A] lo sumo / oímos voces, eso es lo que oímos: un / centelleo, un parpadeo, y ahí mismo voces”, se responde. Pero ese, ni siquiera, es privilegio de los poetas, pues “Teresa / oyó voces, el loco / que vi ayer en el Metro oyó voces”. Los años de trabajo y los poemas nada valen, pues la verdad es que “somos precoces, […] más que Rimbaud a nuestra edad”.

Este es el panorama que pinta el poema de Rojas, llamado, simplemente, “Rimbaud”, como si este no fuera solo el título, sino una medida para todos los poetas, como si se estuviese inevitablemente debajo de su nombre al momento de escribir. ¿Qué somos frente aquel a quien seguimos leyendo después de cien años y cuyo oficio no fue más allá de los veinte? La pregunta misma es un escalofrío. En el poema “Rimbaud” la labor de cualquier poeta (trabajo de años, quizás) queda reducida a un puro acto de vanidad; somos “viejos / de inmundicia y gloria”. El poema cierra con la resolución de una situación hipotética: ¿qué pasaría si tuviéramos que vernos, frente a frente, con Rimbaud? Responde Gonzalo Rojas: “Un / puntapié nos diera en el hocico”.

Me he extendido sobre este poema porque no es un caso aislado en Estación Rimbaud. Ya Roca menciona, en el prólogo del libro (publicado también aquí, en Literariedad), el testimonio de Octavio Paz: “Luego de leerlo, decía el poeta mexicano, da vergüenza seguir escribiendo”. En “Enigma”, de Juan Carlos Mestre, un poeta entra a un prostíbulo y se encuentra a Rimbaud. Su presencia le causa terror; el vidente tiene autoridad sobre aquel que acaba de entrar. “No tuve valor de pasarle el libro que acababa de presentar a un concurso”, dice el sujeto del poema, “No me atreví a pedirle un prólogo para el libro con el que acababa de perder un concurso”. Su misma imagen es violenta: “Con los ojos abiertos te metía su espada de palo hasta la empuñadura”. Frente a él, de nuevo, el poeta no es nada, solo puede estremecerse: “Callar es bueno, pero una sola palabra suya bastó para enfermarme”.

Mientras leía el libro me pregunté qué autoridad tiene Rimbaud sobre los poetas para que estos hagan de él una medida inalcanzable. No es solo la perennidad y la precocidad de su obra (esto sería decir muy poco), sino los alcances que se propuso, el impulso que siempre lo llevó a estar en movimiento: “tenía en su palabra la misma fe que puede tener —no exagero— el salvaje en la luz eléctrica. […] [E]l conmutador encendía la luz eléctrica y, por tanto, el pequeño conmutador era el dios del fuego”, dice Pere Gimferrer. La comparación me parece muy acertada. Rimbaud confiaba en que su lenguaje creaba la luz, de forma instantánea, y en que podía encender, con él, la realidad. Fue una devoción soberbia.

Uno de los muchos ejemplos de aquello es la exacerbada sensualidad de su lenguaje, lo que Jack Keguenne llama, al inicio de su poema, el “concierto de consonantes”; lo que explica muy bien Jorge Boccanera cuando escribe: “Rimbaud garrapatea, ensucia cuadernos, mezcla / colores para encontrar la sombra de una sola palabra”. Rimbaud era un lenguaje colorido, latente, enrevesado, fulgurante: “espléndidas ciudades armadas de paciencia ardiente / en la aurora despuntada con la real ternura de las armas veladas”. Es un pastiche del final de Una temporada en el infierno escrito por Nuno Júdice y llamado “Rimbaud inverso”. Detrás del truco está, sin embargo, el mismo gozo de cada sílaba que, probablemente, experimentaba Rimbaud.

Pero no era una sensualidad narcisista. Lo que el vidente había perseguido en la experiencia de escritura, dice Cintio Vitier, era el camino hacia otra vida. Podría decir: la ruptura del velo, el tacto de lo real con el fuego para, finalmente, elevar la vida más allá. “[E]mpinarse, con el hocico encendido, hasta el propio resplandor de la divinidad”: imagen bellísima que usa Rojas Herazo. Pero el ideal era inalcanzable y Rimbaud descubrió que el lenguaje estaba, irremediablemente, limitado para ello.

“[A]rthur rimbaud dijo que hay que cambiar la vida y dejó de escribir”, dice Juan Gelman al inicio de su poema “Explicaçao”. La actividad mercantil, dice Gimferrer, le pareció al vidente una forma más clara de intervenir en la vida concreta. Sea como se tome su silencio, lo cierto es que Rimbaud buscó con impaciencia los límites del lenguaje, en los que al principio, soberbio y embelesado (como se muestra en El barco ebrio), quizás no creía. Esta es la constatación que hace: sí existen, él mismo tuvo que traspasarlos y palpar la realidad para demostrarlo. ¿De dónde viene, entonces, su autoridad frente a los poetas posteriores? De su imparable movimiento hacia los límites del lenguaje, gracias a su gula espiritual, a su deseo de cambiar la vida y a su ansia insaciable de lo que hay más allá. Gracias a la impaciencia del adolescente.

Rimbaud, parecen saberlo los poetas compilados en este libro, fue mucho más allá de lo que se podía ir, su ilusión exacerbada de intervenir con la poesía en la vida (¿no es acaso la misma de todos los poetas?) lo llevó a la nada. Aquí vale la pena citar otra imagen memorable de Rojas Herazo: “[E]ste asqueado mancebo logró algo verdaderamente patético para un verdadero gran poeta: odiar, con toda la profunda energía de su odio, a la belleza poética. Y la odió por una razón bien sencilla: porque ella, y únicamente ella fue la responsable de su caída, de su hambre, de su suplicio, en la búsqueda de su final condenación”. Rimbaud buscó demasiado y lo único que logró, al ser el mártir en el altar de aquello que podríamos llamar el experimento de la poesía, fue abrir un camino para los que vinieron después de él.

La limitación de la poesía, su constancia de la nada a la que conduce o de la realidad que hay después del lenguaje, es una de las constantes de Estación Rimbaud. Carlos Héctor Trejos, en su poema “Señor Rimbaud”, alaba el camino del silencio, para así liberarse del lastre de herirse a sí mismo escribiendo: “preferible cazar elefantes / a cazar palabras. […] Es más valioso el marfil”. René Chár denuncia el estatismo de las agremiaciones de poetas: “Tuviste razón”, le dice a Rimbaud, “en cambiar el bulevar de los perezosos, los cafés de los poetastros, por el infierno de los animales, por el comercio de los astutos y la salutación de los simples”. En estos versos de Sonia Cotten resuena aquel impulso voraz que terminó en la nada: “La poesía come todo lo que brota / Pero no habíamos encontrado / Saciedad en este ayuno que dura / Del nacimiento a la muerte”. Peter Holvoet-Hanssen se pregunta, irónico, “[l]a poesía, ¿un concurso de colorear?”.

Pero, sin duda, el poema más fuerte de desencanto, en el que se llega casi a la negación de la propia existencia de la poesía, es el de Enrique Lihn, llamado, también lacónicamente, “Rimbaud”: “Él botó esta basura / […] esta masturbación desconsolada”. Cada verso es un golpe de pecho. El poco efecto que, para Lihn, tiene la poesía sobre lo real se resume en estos versos, que bien podrían ser el pensamiento inédito de Rimbaud, antes de emprender el camino hacia Oriente: “No a la magia. Sí de siempre a la siempre decepcionante / evidencia de lo que es / y que las palabras rasguñan, y eso”.

El lenguaje ya no incendia, ni enciende, ni acaricia, ni arde, ni colorea, ni ahonda en la realidad; apenas si rasguña lo que queremos nombrar: “Por todos los caminos llego a lo impenetrable / a lo que sirve de nada”.

III

Y, sin embargo, —parecen decir los poetas compilados en Estación Rimbaud— todavía escribimos poesía, después (¿a pesar?) del vidente. Frente a Rimbaud, símbolo de autoridad, violento, aquel que acarició los límites de la palabra, están otros poemas más compasivos con su figura. Quizás el más hermoso de este tipo es el de Antonio Tabucchi, “Sueño de Arthur Rimbaud, poeta y vagabundo”. El vidente, postrado en el hospital de La Concepción, sin una pierna, sueña que canta “una canción revolucionaria y errabunda que hablaba de una mujer y de un fusil”. Y, allí mismo, en el poema, hace el amor con una mujer de nombre Aurelia, en un granero, y ella le regala el arma para ir a combatir en la Comuna de París. El canto de Rimbaud, por fin, incide en la vida, la modifica, la altera, la crea. Se despiden. “Caminaba como si tuviera dos piernas. Y, bajo sus zuecos, la carretera resonaba. El alba era roja por el horizonte. Y él cantaba, y era feliz”. Sin embargo, y ahí está la ironía, esto solo es posible en el breve espacio del sueño: el Rimbaud que palpó la realidad agoniza sin una pierna en un catre; son sus últimos días de vida.

IV

Conozco solo dos de los daguerrotipos de Rimbaud hechos por Étienne Carjat. Se distinguen por la dirección de la mirada del joven. El que escogí para este texto nos mira directamente. Mucho se ha dicho sobre esa mirada. “Los ojos eran azules, bastante hermosos, pero tenían una expresión aviesa”, dijo madame Verlaine, acérrima enemiga; “ojos de azul pálido inquietante”, dijo monseiur Verlaine, íntimo amigo; “eterna mirada soñadora / de oveja degollada”, dijo Luis Rogelio Nogueras; “ojos de demonio adolescente. Esos ojos que no quieren ni esperan nada. Hasta el vacío, hasta la depravación, los dejaría insensibles”, dijo Héctor Rojas Herazo. Si nos inquieta tanto esa mirada —y nos lleva, a varios, a escribir sobre ella— es porque sentimos que nos persigue, que tiene un peso y una marca sobre todos nosotros. Cada vez que vemos esos ojos deberíamos preguntarnos: ¿y, ahora, cómo escribir?

[1]  Ninguna cita del texto —que, advierto, abundarán— tendrá referencia, pues casi todas provienen de un solo libro, como el lector ya verá. La única cita de una fuente distinta, aclaro, es la del ensayo “La poesía, una casa donde ocurren paisajes”. Omito, además, el número de página, por la comodidad de la lectura. Aprovecho para pedir disculpas, a los lectores, por la extensión. Este fue mi reencuentro con un género que me es muy preciado, así que las impresiones se me agolparon y no pude reducirlas más.

Publicado el 26 de julio de 2016

Última actualización: 28/06/2018