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Raúl Zurita (Chile)

Raúl Zurita en la inauguración de Poetry Africa 2011
Fotografía por Gloria Chvatal

Por: Raúl Zurita

                 De La Vida Nueva (1994)

El ascenso del Pacífico

Se encumbró entonces el océano
y nuestras pupilas miraban el portento
sin todavía creerlo
Escuchamos de nuevo las rompientes, las
infinidades de islas
subiendo igual que estrellas sobre el cielo
Allí está el Pacífico hombre, allí, encima,
de nuestras cabezas
y no lo crees y tus ojos lloran
y no puedes entenderlo y tus ojos lloran
todos los que amamos son el mar

Todo lo que amamos es el mar
América es un mar con otro nombre

 

Los Boteros de la noche

 

1

 

La silueta del primer botero emergió poco antes del
alba, huracanado, recortándose sobre la inmensa
aridez del cielo. Debajo se alcanzaba a distinguir el
flanco de un bote y encima su figura se alzaba en el
momento de girar hacia atrás como si algo lo hubiera
hecho volverse abruptamente. Había levantado uno
de los remos como si se dispusiese a golpear con él y
el gigantesco vacío blanco de su cara parecía
 escudriñar las corrientes. Más atrás se dibujaban los
contornos borrosos de una orilla y sobre ella el
tramado también borroso de lo que podrían ser unas
ciudades y luego unas montañas suspendidas en la
aridez infinita del cielo. Fue un segundo; había
alzado uno de los remos y yo grité escondiéndome.
Un instante después las ciudades y las montañas
hechas añicos flotaban como si fueran minúsculos
pedazos de papel en las corrientes. Hacia el fondo se
condensaban las primeras nubes altas y al descender
entre ellas las olas habían comenzado a oscurecerse
como coágulos. Al tocar el horizonte el río era una
sola masa sanguinolenta, ha amanecido y Abel
acaba de matar a Caín por celos del amor de la madre.

 

 

2

 

El cielo caía sobre el horizonte y la silueta del segundo
botero se recortó suavemente contra él como si fuera un
enorme manchón blanco. Estaba agachado, con la
cabeza vuelta hacia abajo y sus brazos parecían haberse
petrificados en el instante de recoger algo. Más adelante,
también a grandes rasgos, se distinguían los contornos
de un muelle de tablas, los reflejos del agua y hacia
abajo lo indescriptible: ríos y ríos de sangre, infinitos
torrentes de sangre, caudales y caudales de sangre. Esa
vez me había despertado gritando, afuera recién había
comenzado a aclarar y me volví a dormir casi enseguida.
Al levantarme ya era mañana y sólo pude retener esas
imágenes: un muelle y la silueta de un botero recogiendo
mis restos en las orillas de un río de sangre. Su figura se
decantaba sobre el cielo, un cielo indefinible, que podía
ser de mañana o de tarde y al principio no me di cuenta
que soñaba.
Tú tampoco sabes si sueñas, te das vuelta en la cama y
dormida buscas a tientas mi mano. El cielo negro de la
madrugada se recorta tras la persiana y los boteros de la
noche esperan también el amanecer: los infinitos ríos
de sangre de la tierra en que tú y yo despertaremos. Es
15 de octubre y ya es tarde: tú veías televisión en un
cuarto de adentro y yo me acuerdo que gritaba, pero que
volví a dormirme de nuevo, casi en seguida. Lo recuerdo
y escribo estas líneas P en la amargura frontal de la noche.

 

 

3

 

Como si fuera un gigantesco vacío horadándose sobre el
cielo la figura del tercer botero se decantó horizonte
arriba, mientras que un poco más adelante, al costado
de lo que parecía un atracadero, se distinguían los
contornos difusos del bote. Estaba casi de espaldas, pero
el blanco de las cuencas de sus ojos resaltaba en la cara
vuelta hacia atrás como si de pronto alguien lo hubiese
llamado. Más abajo, las huellas de sus zapatos se
recortaban sobre el atracadero, después sobre la franja
inferior del cielo y más abajo aún, como si fueran
enormes pozas, continuaban marcándose sobre la
ensangrentada tierra, sobre las ensangrentadas calles,
sobre las ciudades rebalsadas de sangre. Yo vivo en una
de esas ciudades rebalsadas de sangre y escribo estas
notas mientras P duerme en el piso de arriba. Me había
dicho que no hiciera ruido al subir y recordé entonces
que el tercer botero estaba de pie en la inmensidad del
cielo y que al volver la cara, las cuencas de sus ojos se
posaron en mí como dos neblinas dulces y vacías.
También recordé que bajo el horizonte las huellas se
recortaban, una tras otra, como largos  verrugones
estampados de sangre. Mientras subía me repitió que
no la despertara.
Te escribo entones aquí P las instrucciones finales del
tercer botero de la noche: 1. Que despertaremos, 2. Que
nuestras bocas son dos ciudades llenas de sangre. 3. Que
sobre esas ciudades rebalsadas de sangre despertaremos.

 

 

4

 

Abajo, sobre la tierra ensangrentada, los enormes pedazos
de las ciudades y de las montañas hechas añicos se
acumulaban por todas partes como si fueran animales
muertos. Encima, contrastando con el fondo azul del cielo,
la silueta del cuarto botero tenía el color de los desiertos.
Empujaba los remos hacia delante y no estaba solo;
emergiendo entre los manchones de las aguas infinidades
de seres se amontonaban sobre los escombros tratando de
alcanzar su bote. Durante toda la noche escuchamos los
golpes de sus remos apartándonos: eran comarcas
arrasadas, campos rebalsados de sangre, multitudes que
flotaban a la deriva y antes del amanecer lo vimos.
Cubría por completo el cielo y el borrón de sus brazos
empuñando los remos resaltaba encima del horizonte
con la inmovilidad de una furia encarnecida. Mucho más
abajo las nubes parecían cangrejos cerrándose sobre la
incipiente madrugada. Cuando abrí los ojos el feroz
empujón de su remo apartándome me había destrozado el
corazón.Es tarde. Los remos se hunden desde el cielo barriendo la
tierra y muy pronto romperán las ventanas y los muros de
la pequeña pieza desde donde te escribo. Tú duermes.
Afuera la noche es un río de sangre donde Abel mata a
Caín y donde el cuarto botero me aparta con sus remos
destrozándome. Vivo en Los Españoles 1974. Te anoto
este sueño P porque tú eres el cuarto botero de la noche.

 

5

 

 

Sus figuras se iban borrando en la desorbitante planicie del
cielo mientras que un poco más abajo, también atravesado
por la luz de la mañana, el maderaje del bote sobresalía a
duras penas de las ensangrentadas aguas. Era el quinto
botero de la noche. Su cara vuelta hacia arriba parecía gritar
y detrás de él, las siluetas de otro grupo se amontonaban en
la popa estrechándose unos con otros como si se abrigaran.
Poco a poco la creciente claridad comenzaba a fundir sus
figuras y cuando finalmente desaparecieron del todo, la
desnudez del cielo se abrió como un vacío infinito y blanco.
Poco antes del amanecer yo había alcanzado a verlo:
recortadas contra la aurora sus manos acababan de
abandonar los remos y el bote estaba a punto de zozobrar en
un río de coágulos y sangre. Éramos seis y yo me apretaba
contra su espalda. Durante unas pocas horas nuestros rasgos
se decantaron en lo alto, pero al llegar el mediodía sólo
quedaba un horizonte inconmensurable y el resplandor del
sol cegando la tierra. Cuando traté de asirte P tus trazos se
habían borrado.
Trataba de aferrarte desesperadamente mientras las olas
te arrastraban, las coaguladas olas del río de sangre de
la noche y de toda la tierra tumefacta, y al final solté
los remos. Cuando emergió el sol naufragamos. Ahora
amanece y tú te has despertado. Semidormida bajas la
escalera, miras estas notas y luego me dices que me
acueste. Me levanto desde un naufragio y subo contigo.
Entro. Está la pieza. Está la planicie desorbitante del cielo.

 

6

 

El sexto botero de la noche se dibujó de golpe sobre la
bóveda aún oscura del cielo. Estaba erguido, había
dejado los remos en los flancos del bote y no estaba
solo. En la orilla dos mujeres y un hombre lo miraban
y él alzaba sus brazos como si quisiera apresurar aún
más el encuentro. P también lo miraba. Esta vez fue
ella quien me lo señaló y luego volvió a dormirse. Los
suaves contornos del río descendían fundiéndose abajo
con las nubes tempranas y al acercarse al horizonte se
iban ensanchando como si fuese el cielo entero el que
quisiera desaguarse en la tierra. Sentí el súbito impulso
de llorar, de preguntarle, de contarle todo lo que me
había hecho falta, pero sabía que no había vuelto para
escucharme sino para que siguiera con él. La oblicua
tonalidad roja que comenzaba a abrirse recordaba la ira
de la sangre y las figuras dibujadas en el cielo parecían
agrandarse. Al lado mío mi madre me apretaba la
mano y mi hermana se había pegado más a mí. El cielo
recortaba los manchones blancos de nuestras siluetas y
más allá lo indescriptible. Padre, quise decirle, por qué
ahora.
No recuerdo mucho más. Sus brazos se tendieron para
abrazarme y en vez de decirle que yo también lo había
esperado me deshice de esas trazas de humo y corrí.
Corrí y corrí. Cuando me detuve ya era claro. Como si
tuviese algo atascado, un dolor agudo me subía por el
pecho hasta la garganta ahogándome. Era mi corazón.
Lo escupí. Había comenzado a llover y P me miraba.
 

 

7

 

Ha comenzado a aclarar. Durante la noche los golpes de
los remos sobre el agua han sonado lejanos, como si
llegaran desde muy alto, pero al acercarse la madrugada
se han hecho más rápidos y rotundos. Aguardé despierto
hasta el alba. Antes de quedarme dormido lo vi: cubierto
a trechos por las nubes de la aurora la silueta del séptimo
botero se erguía recortándose contra las primeras luces
de la aurora. Debajo se podía ver la encorvada proa de su
bote y el conjunto parecía un gigantesco bajorrelieve
grabado en la espesura compacta del cielo. Las corrientes
del río descendían mimetizándose con el sangrante rojo
de las nubes y más abajo aún, cubriendo los escombros
de la tierra, sus reflejos seguían deslizándose como si
fueran serpenteantes líneas de sangre. Después, cuando
las nubes terminaron de despejarse, el vacío de su silueta
cavada en el cielo resaltó de golpe como si alguien la
hubiera hundido aún más. 
Las sábanas están desordenadas y los dos cuerpos se han
separado un poco. P está boca arriba, tiene la cara
inclinada y una de sus manos le cubre en parte el pubis.
Yo estoy de lado, vuelto hacia ella, y mi brazo izquierdo
descansa sobre su pecho. Anoto entonces que estoy
muerto y que P también. Lo habíamos decidido años
antes y en la imagen se vería así. Arriba, hundiéndose en
la brillante plataforma del cielo, los remos resuenan con
menos fuerza, como si se alejaran. Al fondo, subiendo
sobre el horizonte, el amanecer parece un mar de sangre.

 


Raúl Zurita ha publicado los libros Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982), El paraíso está vacío (1984), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987), Canto de los ríos que se aman (1993) y La vida nueva (1994). Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, ruso, alemán e italiano.

Última actualización: 05/08/2021