English

En torno a la frase emblemática: "El destino humano es un solo ritmo celeste"

Por: Jairo Guzmán

20º Festival Internacional de Poesía de Medellín

 


Público asistente a la clausura del XVII Festival de Poesía de Medellín

 

Especial para Prometeo

Las jornadas de la poesía son las jornadas de milenios, de cara al sol en el centro del misterio, ante la intemperie celeste, urdidos con el hilo de la luz que viene de los abismos siderales. La poesía aparece para palpar el enigma que somos, para modelar con el barro de nuestra imaginación las adquisiciones del sueño, fuente de todos los cantos. En su dimensión humana, el sentido de la poesía es la posibilidad de consagrar el ser al canto para volver a sentir el ritmo celeste en el que viajamos, que  nos revele las claves para construir un mundo a la altura de nuestros sueños, a la altura de nuestro deseo como humanidad, como viaje de la luz ante el cual la historia se ve como una película de aventuras en el Cinema Tierra. Ante esta época de grandes negocios transnacionales, por los que perece un grueso número de la población mundial, la poesía resiste y abre camino. Se canta. Cada época, cada crisis, traen aparejadas su poesía y sus formas de resistencia. La poesía ha sido el motor de las transformaciones humanas. La historia es un capítulo breve pero incisivo y artero, en nuestra existencia, ante el cual la poesía rebasa sus contenidos y epopeyas. Una poiesis de la biología ha modelado nuestro organismo desde que éramos un microbio hasta esta versión actual de nuestro vehículo por la vida: el cuerpo. El motor del alba, de Huidobro, es la poesía misma. Desde el microbio  sin voz hasta el hombre que habla  ha habido un océano de batallas en las que la vida  persiste y se nos manifiesta como espejo donde la divinidad ausculta el vacío del que venimos y hacia el que viaja  lo existente y lo no existente.  Más allá de la pesadilla, reverberante en cada punto del planeta, lo bello y lo sublime resisten, se manifiestan con la sutileza necesaria para no dejarse aplastar. Lo grotesco como emblema del hipercapital, que todo lo deforma en su tropel de producción y consumo desenfrenados. Ahítos de la sobre explotación y el detritus, al final de la primera década del siglo veintiuno, asistimos a un escándalo climático que rebasa nuestra arrogancia como especie que tomó por asalto el paraíso y se quedó con un océano de chatarra y pájaros asfixiados en nubes letales. En esta encrucijada geológica la tierra aloja las legiones de la poesía, quienes continúan un trabajo milenario de preservación de la memoria, los que en su errancia de siglo en siglo han ido construyendo un cuerpo, el cuerpo que crea y piensa: porque el pensar es un poetizar  y el poetizar es un pensar, en este tiempo que indudablemente revivirá las antiguas nupcias entre la razón de amor que es la poesía y la razón intelectiva del filósofo. Porque es preciso pensarnos con la razón del ojo o poesía. Así nos situamos en un ámbito donde lo sensorial adquiere el rol de la videncia. Sería ya no un siglo de manos sino un siglo de ojos. Un siglo de videntes como quería Rimbaud. Pero las mayorías silenciosas constituyen la ciega esfera de las estadísticas, gravitan centrífugas hacia sí mismas (como nos lo presenta lúcidamente Braudillard) y allí el magno papel de la mirada se vuelve densidad, espesura sin sentido. De ahí que la poesía se manifiesta desde una zona mucho más transparente, sustraida de la cultura del espectáculo y del simulacro. Porque el poeta no ha venido a divertir a nadie, su misión no es la del bufón que camina en puntillas para que el rey sueñe victorias (Gregory Corso). El poeta ha venido a que nos reafirmemos en nuestra condición celeste, a consolidar una luminosa autoconsciencia y a potenciar los poderes del sueño. La voz que regresa desde los abismos del silencio, desde el vacío ante la escritura y sus desiertos. La voz  y el sonido del idioma que canta en el poema. El poema escrito sigue siendo un acto secreto pero el poema leído en voz alta es propiedad de todos los iniciados en su singular sonido y en sus múltiples sentidos. Experimentamos el retorno del poema en voz alta. Experimentamos el retorno de la voz que funda . La voz que congrega nos interpreta y nos recuerda nuestra condición dialogante. 

Este tiempo más que pagano es banal y todo tiende inercialmente hacia la banalización; de ahí que ahora, más que nunca, el compromiso del poeta es preservar la poesía (la vida) de esa asechanza, no caer en sus tentáculos y seducciones del espectáculo, la fama o la farándula.

El poeta está sometido a muchas pruebas y escisiones. Al borde del fracaso en su expresión, al borde del nihilismo que promueve el aislamiento, el poeta se consume en la palabra que no alcanza y el silencio se transforma en su verdadera patria. Así es que la poesía se torna necesaria, para no sucumbir en el silencio. El místico se diluye en el silencio pero el poeta en el silencio  condensa su espíritu para proyectarlo a los otros. El poeta espera ser cantado, leído, escuchado. Es poeta porque su ejercicio vital le asignó el devenir de ser quien purifica las palabras de la tribu (Mallarmé). Entonar la voz de la tribu es el lujo del poeta y su viaje por el mundo lo sitúa en una cima espiritual que le permite hacer posible la visión comunicable (Rosamel del Valle). Por este puente entre Jean Arthur Rimbaud (es preciso volverse vidente) y Rosamel del Valle (haré la visión comunicable) transita  la historia de la poesía moderna y contemporánea, asociados al devenir del poeta y su ejercicio de llevar el fuego lustral de la poesía. Su esfuerzo es grande y su condición de portador de las revelaciones y del soplo visionario lo sitúan en un territorio movedizo porque en su ser actúan las grandes contradicciones. Está partido. Su conciencia es zona de conjunción de voces. Está solo pero poblado. Su poesía se volvería humo vano sin el otro a quien va dirigida. El poeta escribe desinteresadamente y por eso Hölderlin nos  confirma que la poesía es el más inocente de los dones. Pero esta actitud desinteresada del poeta no significa su aislamiento ya  que él lo que más anhela es que su canto adquiera vida en los otros . Si ese circuito no se cumple la desgarradura es doble, entre la implacable jungla del silencio. La escritura en sí misma y por sí  misma es una poiesis. Es pura poesía concreta la invención de la escritura  pero cierto devenir de la escritura como sistema de consignas y de sentencias de muerte (en nuestro tiempo las frases son órdenes, consignas, sentencias de muerte, como expresaran Deleuze y Guattari en los Postulados sobre la lingüística) la ha transformado en un código opresivo y luctuoso. La palabra, dios alado, aire musical, encontró doradas cadenas en la escritura (Ángel Rosenblat). La escritura en el rol del hipercontrol a escala planetaria es un engendro aterrador: el terrorismo semiótico y semántico de la ley y sus trampas, sus hermeneuticas enchufadas a un aparato de devastación mediante las implacables y absurdas leyes del hipercapital, con su aritmética infernal de usura a ultranza. En ese sentido la palabra se convierte en el más peligroso de los bienes (según el decir de Hölderlin). Ante ese escenario ya no será preciso afirmar que la palabra del poeta y su experiencia personal  obedezcan a la más inocente de todas las ocupaciones. En este contexto opresivo y alienante ya el poeta ha perdido su inocencia hölderleineana, el rol es distinto, es un hombre como cualquiera y por lo tanto su acción lleva el estigma de la rudeza de un mundo que perdió radicalmente la inocencia. Esto ya se observó de manera radical en la época de las vanguardias poéticas y artísticas, por allá a comienzos del siglo XX. La poesía es la experiencia del espíritu ante los grandes estremecimientos  existenciales, ante la orfandad del ser en la noche del alma (San Juan de la Cruz); de ahí que la escritura sea el instrumento aliado del poeta ante su mutismo. En silencio el poeta le devuelve la pureza a las palabras de la tribu y en voz alta esa palabra retorna a ella, enriquecida, decantada, plena de revelaciones y de luces. De estos trasvases está hecha la vida y la permanencia de la poesía. Sin la conjunción del poeta con quien le escucha, el poema permanece en potencia, espíritu coagulado en letras, encapsulado en signos, semillas milagrosas que sólo germinan en quien las pone a vibrar en voz alta. Esas cápsulas de poesía siempre estarán allí a punto de explotar en sonido, sentido, música liberada, genio escapado de la cripta . Esa es su magia, su función sagrada: preservar el espíritu, el soplo divino que pervive en lo escrito. Esa escritura frotada, a la que se le extrae la palabra  hecha voz, como una joya del espíritu, adquiere su dimensión sonora, encantatoria, por su música, por la alquimia verbal modulada en palabra . El milagro de la voz nos define, nos otorga esencia, nos trae el eco de nuestro propio misterio. Siempre habrá asombro ante la voz del otro y el encanto viene adherido a la poesía que despliegue. En la congregación por la voz nos elevamos a las alturas sublimes de nuestro devenir.

Junio 23 de 2010

Última actualización: 03/06/2021