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Carta de Rei Berroa al Festival

Por: Rei Berroa

 

 

Fernando, Gabriel, Rafael, Juan Diego, Luis Eduardo, Gustavo y demás ladrones de este vicio inmortal de robar el fuego:

 

No sé cómo iniciar estas palabras de agradecimiento, si no es con palabrotas, las cuales tampoco debería imprimir aquí para no pecar de exagerado. Pero es que lo que Uds. nos han dado estos preciosos días imborrables no hay forma de agradecerlo con las palabras que nos ofrece la lengua. Quizás tengamos que recurrir al lenguaje de Vallejo y aun así nos quedaríamos a mitad de camino.

Imagínense mi sorpresa y alegría cuando, al llegar al puesto de la aerolínea para regresar a casa, la chica me pide el pasaporte y, al leer mi nombre, le dice a su compañera del otro quiosco: "Luisa, es Rei Berroa" y ahí mismo me piden las dos que les firme la antología del Festival. Luego, al entrar en la sección de seguridad, un chico se me acerca y me dice todo sonriente: "yo estaba esperando que Ud. recitara otra vez su poema de la paz y la paloma, que leyó en la televisión, pero la lectura de ese poema anoche casi me hizo llorar. No, no me voy a arrodillar nunca para vivir." Me preguntó si lo tenía conmigo, lo busqué y me pidió que se lo leyera a las tres compañeras de seguridad que estaban con él, así que saqué mi poema ahí mismo y se lo leí a sus compañeras y a otros tres viajeros que estaban en la fila.

Sólo en Medellín, sólo en Medellín tiene este espacio la Poesía. Les cuento esto y, como se imaginarán, se me nublan los ojos, aunque, después de ver esa multitud sentada en las duras graderías empapadas de lluvia y trueno el sábado en la noche, ya nada me sorprende de Medellín y el espacio para la poesía del mundo que Uds. han construido.

Gracias, Gracias, Gracias!!!

No me alcanza tiempo ahora para ofrecerles algunas sugerencias, pues tengo que corregir un montón de trabajos de mis estudiantes para mañana, pero procuraré este fin de semana escribirles de nuevo para aportarles mi granito de arena para el perfeccionamiento de algo tan difícil de mantener bien engrasado como son los ejes de una máquina tan compleja como un festival de esta envergadura. Sólo reiterarles lo mismo que dije en mis palabras de introducción a la lectura de mis "Atuendos" en el cierre del Festival:

Fuimos unos ilusos los poetas pensando [yo el primero] que íbamos a Medellín como portadores del fuego vivo de la palabra poética, pues ahora nos encontramos con que hemos sido bautizados con el fuego y la lluvia de la Poesía que impera en Medellín. No lo sabe el mundo, pero nosotros sí lo sabemos: Fue en Medellín, la Capilla Sixtina de la Poesía de la tierra, adonde vino Prometeo a robar el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos. La responsabilidad de los poetas que hacen esta peregrinación es dispersar el fuego poético de Medellín a lo ancho y lo largo del planeta para silenciar de una vez por todas a los asesinos de la paz y la esperanza de la Tierra.

Después de haber sido testigo de esta fiesta incomparable de la Palabra, ya no me importa para nada la muerte.

Gracias, compañeros, gracias en la Verdad, la Justicia y la expresión poética.

Este Rei, su vasallo

PD: Como este poema leído en la actividad final no estaba incluido en la lista de 20 poemas que les envié cuando me extendieron la invitación, me estoy tomando la libertad de incluirlo aquí por si lo necesitan Uds. para algo. De más está decir que no estoy esperando que abran este archivo; lo envío sólo por si a alguno le pica la curiosidad por tenerlo a mano. También incorporo otros dos poemas leídos en dos ocasiones, pues, como no hubo ningún poeta de Haití, me arrogué el derecho, con el permiso de Uds., de representar a la nación más vapuleada del continente, con estos dos poemas terribles sobre el dolor de Haití y su desgracia.

Julio 19 de 2010

 

LOS ATUENDOS

 

No te arrodilles para vivir.
Desnúdate:
Precisarás para tu viaje variedades de vestidos
que te ayuden a vencer las cuatro edades.

Deshaz tu corazón de fiestas vanas.
Descúbrete:
Nadie podrá cortar con sus normas y mantillas
la túnica inconsútil de tu cuerpo irrepetible.

Despójate de cruces y campanas.
Descálzate: No tienes que buscar
en los armarios de la tierra sandalias
que desprecien tu contacto con la calle o el vivir.

Echa al aire tus pellejos resonantes y camina.
No le des cabida al odio, ni a la envidia o la mentira.
Acude a tus reuniones en la casa, en el aula o el oficio
respetuoso, informado, concurrente.

Pero nunca te arrodilles para vivir.

Las madres elementales ya cortaron los retazos
que usarás todos los días dignamente:
ésos son tus brazos, es tu boca, son ésos tus recuerdos.
Con llanto has irrumpido por no saber lo que pasaba
y te irás sin descubrir el para qué de tu vivir.

Hilvana tu atavío esperanzado en saber
que llegarás a descubrir con el paso de los años
el traje que le venga mejor a tus hombros y cintura,
a tus muslos, la entrepierna o las axilas. Ya verás
que con piezas de vacías o repletas coincidencias
amarás el existir
que irás tejiendo y desliando día a día en la corriente…

Pero no te arrodilles, Medellín,
no te arrodilles jamás para vivir.

(Poema I del libro Retazos para un traje de tierra [Madrid, 1979])

 

HIJOS DEL DOLOR

 

 

Gritos de angustia indescriptible abren las túnicas del cielo por doquier.
Es Puerto Príncipe que llora sin aceptar ningún consuelo
porque han muerto de repente los hijos de su dolor
y no sabe qué hacer con los cuerpos inertes
de todos ellos, con su viva memoria.*

 

 

Pasa de prisa un ataúd
a la altura exacta del lamento o las legañas.

El brazo izquierdo de un hombre seco, ahuesado
parece ceñirse con fuerza a su cintura,
ese lugar de los féretros del mundo
en donde el cuerpo divide en idénticas porciones
la pesada sustancia
de la materia inmóvil que sostienen.
Viste el hombre el mismo traje
del ataúd que lo transporta
y una máscara simple cubre el rostro
para así poder respirar
tranquilo en las orillas de su vuelo.

Pero el cadáver dentro pesa,
pesa como pesan los cadáveres que se multiplican
cuando se aposenta la adversidad
en el espinazo de los trópicos,
como pesan tristeza y soledad
por las cuarterías de la historia humana,
cuando llega la hora imponderable
que sigue al zamarreo espeluznante de la tierra.

Amontonados en las calles
sin las sábanas que normalmente los ocultan
han quedado los cuerpos
como si fueran masas espolvoreadas con harina
antes de entregarlas al fuego de los hornos
y la sangre que ocupa alguna porción
de su inane anatomía
parece un adorno necesario
para el rito terrible de una muerte como ésta.

Los testigos del vuelo aligerado del ataúd
y del hombre que le pende en la cintura
conversan entre ellos sin comprender
este nuevo ciclo de sus avatares:

Las mismas casas
que con esfuerzos sobrehumanos levantamos
para protegernos de las incomprensibles furias
de los vientos y las aguas del otoño,
ahora se nos desmoronan frente a los ojos
y no podemos sacar a nuestros hijos
sepultados bajo las masas cementinas de las escuelas
en donde saciaban su naciente apetito por saber,
por conectar para siempre con pasados y futuros;
miles de sobrevivientes
a cientos de huracanes y catástrofes
sin cuento,  yacen ahora inermes,
humillados por la madre de todas las ignominias;
hombres, mujeres cuyos cuerpos,
sumergidos hasta las raíces de la sangre o del aliento,
esperan bajo los escombros
unos sorbos de agua que abran
una brecha en la ira inenarrable
de estos derrumbes rencorosos…

Todos aquí hacinados
en este ataúd que pasa volando
y en el medio mismo del invierno
nos atrapa a todos en la negra impotencia
de nuestros infortunios.
                                       ¿Por qué se ceban
en esta, la más vulnerable, parte de la tierra
todas las versiones del dolor y de la muerte?

            * Inspirado en Jeremías, 31:15: “Se oye una voz en Ramá, lamento y llanto amargo.
               Es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa ser consolada, pues sus hijos ya no existen.”

 

MADRE, NO ME DEJES MORIR DESTA MANERA

 

 

Es una niña de apenas 11 años
cuyos muslos, atrapados entre dos
pedregones indiferentes a su queja,
piden ayuda a gritos hasta que alguien
les trae un sorbo de agua en el cuenco de sus manos.

Dos hombres se despojan sus camisas
y con ellas hacen una soga que logran pasar
por las rendijas de las piezas de hormigón
también ellas sordas todavía
al lamento de las piernas y los muslos de la niña.

Otros hombres aparecen.
Uno trae una segueta con la cual
intenta en vano dividir el cemento
transformado en peñón inamovible.

Cantan las mujeres himnos de sus ritos
y mueven las carnes generosas
buscando acomodarse como pueden
al mar innavegable de sus duelos.

Ha llegado la ayuda que pedían sus tendones,
pero es insuficiente para desbaratar su pesadumbre.

Un cura se acerca con un hisopo en la mano
y lo sacude sobre el cuerpo de la niña
con la clara intención de que el agua,
que todo lo puede horadar con el tiempo,
ablande la dureza de la piedra
y libere a la criatura.

                                  Trae su filmadora
un presentador de noticias de la tele
y lanza la imagen de la niña a los cuatro vientos.

Todos los canales del mundo
proyectan el cuadro angustioso de sus ojos
y un enorme buque-hospital lleno de cámaras
espera ansioso en medio de la mar la llegada
de la víctima que albañiles y maestras, carpinteros y enfermeras
han logrado por fin zafar de los brazos de la piedra
después de infinitas horas de esfuerzos planetarios.

Con la niña en hombros corren todos
hacia una clínica cercana,
pero al llegar no hay auxilio posible para ella:
ni suero que calme la sed de su cuerpo
ni manera de frenar la segura hemorragia
que vendría al amputarle la pierna gangrenada.

Todos los hospitales han caído destrozados
y yacen en la ruina y los escombros.

En medio del revuelo y vueltos
una enorme aflicción desesperada,
reprenden sus once años al primero
y al último minuto de su respiración
a punto ya de cerrarse para siempre:
“Madre, no me dejes morir desta manera.”

Tanta esperanza concentrada en ese cuerpo,
tanto amor de tantos brazos al unísono
y todos los empeños fueron vanos.

 

Y es que

aunque pongamos al amor
de nuestro lado y lo hagamos nuestro cómplice
para entre todos intentar
redimir la vida de los hijos de la tierra,

al final

nada podemos contra el frío beso impostergable
que nos planta la inevitable muerte en el ombligo
haciéndonos bailar su danza de silencios y abandonos,
de regresos y de olvidos.

Última actualización: 09/11/2021