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Guadalupe Grande, España

En la mesa, de izquierda a derecha, en el segundo lugar, la poeta Guadalupe Grande.
16º Festival Internacional de Poesía de Medellín

Por: Guadalupe Grande

Bodegón

Las nueve y la cocina está en penumbra:
estoy sentada ante una mesa tan grande como el desierto,
ante unos alimentos que no sé cómo mirar,
y si les preguntara, ¿qué me contestarían?

Son naranjas de una cosecha a destiempo,
     mandarinas sin imperio,
     acelgas verde luto,
     lechugas verde olvido,
     apios sin cabeza,
               verde nada,
                              verde luego,
                                        verde en fin.

      (Bandejas de promisión
     en el condado del desamparo.)

La tarde se dilata en la cocina
y aquí no llega el sonido del mar.
La soledad de las naranjas se multiplica:
no hay pregunta para tanta opulencia,
aquí, en la serenidad de esta banqueta de tres patas,
rodeada por una muralla de mandarinas huérfanas,
una legión de plátanos sin mácula,
un bosque de perejil más frondoso
que la selva tropical.

Alimentos mudos y sin perfume:
os miro y sólo veo una caravana de mercancías,
el sueño de los conductores,
una urgencia de frigoríficos
y un rastro de agua sucia atravesando la ciudad.

Es tiempo de la cosecha del humo
     Ha llegado el momento de trasegar con la ceniza      hacer pan con las pavesas y repartir esta ausencia que nos queda entre las manos Es un epitafio el rostro de los días

                         Y también mi rostro es un epitafio
unas pálidas palabras    que una vez estuvieron llenas de furor   y ardieron con más tenacidad   que tu rencor    Padre

      Era necesario quemarse    era necesario dejar que ardiera mi rostro de boca en boca hasta llegar al hueso y luego calcinarlo hasta llegar al humo y su desolación

      Vino antes el vuelo de las polillas    y mi nombre se preñó de oscuridad. Dicen que he engendrado la estirpe de la furia pero no lo creo así
      No toda oscuridad es alimaña    ni toda     luz arcángel

      Mi rostro es un epitafio    mis palabras se han deslizado en el desierto dejando unas huellas que son harapos de fugacidad unas huellas más temblorosas que el diminuto rastro del escarabajo sobre la arena

      Inauguré un páramo en el que impera el aliento del desahucio

      Lo que una vez fue irreverencia es hoy amargo cansancio
 

Oficio de crisálida

Durante un tiempo estuve muerta:
hubo hambre y cansancio,
y el sonido del mar y el aroma de los alimentos
y la luz de la vida poblándose, reuniéndose;
pero algo estuvo muerto.

   (nada existe más allá del instante
         nada germina     nada surge
            las horas pasan sin hacer ruido
               niebla que empaña cuanto toca)

Fue imposible rastrear los pasos en el tapiz
y ni siquiera hubo obstinación,
pues lo primero que un muerto pierde es la memoria;
comencé a olvidar sin ningún plan ni itinerario
y no hubo signo premonitorio
que advirtiera la llegada de esa calamidad.

(acariciaste mi sombra afanosamente     amor
   pero entonces ya estaba muerta
      hilachas de deseo en la piel y espuma muerta en
         la boca
            que estar muerto es triste y dura mucho e indigna a
               quien lo presencia)

Durante un tiempo estuve muerta
como una crisálida guardada en una caja de cartón,
detenida en el umbral, olvidada del gusano y de la mariposa.
Instante perpetuo, cómo duele despertar de tu sosegada indiferencia,
de tu dócil y atónita bondad.

La vida nos sabe a poco
el mar no nos basta
Somos un signo de interrogación
que ha perdido su pregunta

Azogue

Vivimos de costado
          pasamos de puntillas
          Gracias a dios nadie quedará para recordar
          en nombre de quién
          habrá de dirimirse la venganza

Cuando el tiempo se escapa sin rostro de las manos
dejando un polvo amarillo en el azogue
es menester estar atentos.
Cuando los días huyen a hurtadillas
despreciando nuestro estupor
(mientras se pudre el grano en el almiar)
es menester ser precavidos.
Cuando la vida se oculta en los rincones
y no hay perro de caza que pueda hallar su rastro
solícitos acudimos a las puertas del miedo.

                    El bosque de certezas ardió hace tres noches.
                    Y yo he venido a pregonar
                    la escarcha de la duda.

 

El rastro

Somos materia de extrañeza
quién nos lo iba a decir nosotros
que hemos sufrido tanto
Pero nuestra memoria no arde
y ya no sabemos morir

Memoria de la vida,
memoria de los días y la vida,
cuchillo que abre el mundo
esparciendo unas vísceras que no consigo descifrar.

Memoria de las tardes y la luz,
alumbras la mirada
eres el vigía implacable,
la brújula severa, el testigo carcelario
que anuda el tiempo en su mazmorra.

Qué buscas, memoria, qué andas buscando.
Me sigues como un perro hambriento
y tiendes a mis pies tu mirada lastimera;
husmeas, perniciosa, en el camino
el rastro de los días que fueron,
que ya no son y que jamás serán.

Te arropan los andrajos de la dicha
y la desolación te ha vuelto precavida;
memoria de la vida, memoria de los días y la vida.

 

Meditación

Aturdidos de tanto saber
          y de no entender nada
          las cenizas de la memoria
          se esparcen en el aire


Una cucharada más de polvo,
tan sólo otra cucharada de nostalgia.
Abre la boca, niña, come y calla.
Cruel alimento es la nostalgia,
naufragio desolado de la vida,
espejo injusto e insaciable.

Otro bocado más, niña, mastica y traga.


Guadalupe Grande nació en Madrid, España, el 30 de mayo de 1965, falleció en la misma ciudad, el 2 de enero de 2021. Poeta, narradora, crítica literaria y editora. Licenciada en Antropología Social. Publicó los libros de poesía El libro de Lilith, Premio Rafael Alberti, 1995; Renacimiento, 1996 y La llave de niebla, 2003; el relato Fábula del murciélago, fue accésit del Premio Barcarola 1996. Sus poemas figuran en diversas antologías españolas e iberoamericanas. Según sus propias palabras: «Pienso que escribir poesía sea quizá una derrota necesaria. Pienso en la palabra derrota y me abrazo a ella como el náufrago se abraza a la última ola. Pienso en la palabra naufragio. Escribo la palabra naufragio y veo las calles de una ciudad, la gente que viene y va, como las olas, el movimiento confuso de las cosas y los seres: tal vez los restos de un viaje transoceánico que nunca supimos a dónde conducía y que ha llegado hasta aquí, hasta la palabra naufragio, hasta la palabra derrota. Escribo la palabra derrota y pienso en la palabra sentido: en el sentido de abrazarse a la última ola, de abrazarse al rescoldo, a la memoria que tartamudea en el centro de cada palabra, a la ceniza desde la que la memoria arde en los ojos, al hueco oceánico y ceniciento por el que se desploman las palabras y que siento como la única juntura posible. Ver, mirar, hablar. Pienso en las palabras, su rescoldo, su ceniza, su sonido, su música de sentido. Pienso en la poesía como en las palabras de un náufrago. Pienso en cada poema como en las últimas palabras de este naufragio, de esta derrota necesaria. No sé si me acerco a lo que pienso.»

Última actualización: 11/01/2022