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Marco Mejía (Colombia)

Marco Mejía en el 20º Festival Internacional de Poesía de Medellín

Por: Marco Mejía

PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 86-87. Julio de 2010.

 

       EL HIJO PRÓDIGO



Padre he venido nuevamente ante tu casa que antes era mi casa
Han pasado los años y en tu cara todo es sombra
Muchas cosas conocí:
El cuerpo ébano de las esclavas
El sabor de extrañas frutas
La desbocada sensación de la embriaguez
La alucinación secreta de Eleusis
En noches que no tuvieron día participé en misteriosos ritos
que conjugaban las llamas y la sangre
En días que no tuvieron ocaso bañé mi cuerpo en ríos
que los fieles llamaban sagrados
Sentí la inmortalidad en el placer
y la muerte en el dolor de la miseria
Antes de llegar hasta esta puerta
mi boca se amargó con el sabor de la comida de los cerdos
Todo lo perdí
Todo lo derroché
Sé que tú estás viejo y la muerte pronto tocará en tu corazón
Cultivaste este campo toda tu vida
y tus ojos no vieron jamás otro horizonte
Por eso estoy aquí de  nuevo
no para pedirte perdón
he vuelto para que te marches conmigo

 

 

LAS DUNAS EN LA NOCHE

 

GÉNESIS

I

El resplandor de la hoguera sobre la arena da calor a quien ha ganado la batalla. El hueso que se lanza al aire, es a la vez la puerta de la vida y la punta extrema de la muerte. El objeto, quien lo entendiera, es impenetrable a la intención de la mano y la acción se deriva hacia un pensamiento tan doloroso como un parto. Hay miedo, por que de algún modo, se ha dado la conquista sobre lo inexplicable.
La idea absoluta es devorada por los laberintos de un agujero negro.
Prosigue ahora, tras la muerte de lo animal, la ruta estelar unida a algún cordón umbilical que da paso a la navegación del hombre en el sin fin de un espacio donde ahora nacen las primeras estrellas. No hay punto cardinal, no es cierta la derecha, ni incierta la izquierda. Arriba no está la morada de los dioses-abajo no se encuentra la profundidad del río del olvido.
El misterio continúa su camino inescrutable.
II
Sueño del primer hombre que ha visto la imagen de una lámpara en el infinito y una luz negra en la blanca habitación o acaso un vértigo de colores con la velocidad del recuerdo.
Sueño del primer hombre que ahora despierta. Los demás duermen sobre las dunas. No son, no han sido aún, el primer hombre. Únicamente él es quien despierta alertado por la fría noche del desierto y busca, no sabe por qué, a la hembra prisionera. Descubre la piel y al descubrir la piel, le llega desde un lugar desconocido una extraña dimensión del sentimiento similar al de la tarde durante el combate. Algo, alguien tal vez, le obliga a dirigir su mirada hacia la sombra que sobre el cielo se extiende y adivina su nombre, es la noche y quizás intuye también el innombrable vocablo de la luna, ese disco de oro que con frecuencia da luz a la penumbra blanca. No sabe aún como nombrar aquellas luces que titilan sobre su cabeza como una ruda señal, como un anuncio de que algo en esta batalla es una derrota y esa derrota es el Amor. Nunca sabrá, que ella, la hembra desnuda, ha puesto el amor como un candil, bajo el techo de un único universo.

 

ESTANCIA

I-
Amé esta visión hasta perderla:
La de la anciana con su saber intacto: anuncio del advenimiento, certidumbre del milagro
La guía de los más pequeños -sorteando el equilibrio de las bicicletas- hasta llevar a los forasteros al pozo del ermitaño
La del hombre ciego señalando la correcta dirección: el umbral hospitalario, la amable actitud de su ronda nocturna

Amé esta visión hasta perderla:
La de las muchachas –de puerta en puerta- adivinando en las rutas de las manos la línea del deseo.

II
Crecer
Lo Pequeño era lo Grande, ámbito de las primeras cosas a cuya apertura entrábamos con el asombro.
Lo externo se abría al desafiar con sus complejas formas la comprensión del limo y el acero para mostrar un mundo más allá de la frontera.
Lo Grande era lo Pequeño, si era dable entender el misterio mientras se sostiene el grano de arena en la mano que lo cuenta.
Se crece así a espaldas de la terrible visión y un día cualquiera toca abandonar la tierra de la infancia.
Es otro el despertar, otra la ganancia, otra la pérdida.
Crecer
Hora es ésta cuando la decisión pide resolver toda inquietud, por que el enigma pesa y es imposible llevar la carga a ese oscuro punto del horizonte que fija en la distancia azul un laberinto más, una meta sin final, un designio que devuelve a la nostalgia el quebranto de crecer.
III
Réplica de las hazañas que hacían del juego una fabulación de héroes mutantes, a quienes sacrificábamos las horas y condecorábamos por la empresa de salvar un mundo cuyo encanto era su permanencia en lo desconocido. No era,-ciertamente-, no era un pasado mejor. Infaustas noticias llegaban desde el corazón de las tinieblas, cuya selva sufría los tormentos de la guerra y cuyas dunas obstaculizaban las rutas en la noche. Vano fue el intento por retroceder al día anterior a la amenaza. Acaso algunos de esos combates se colaron en la cándida lúdica y dimos de baja a muchas ilusiones que nos revelaron la amargura de seguir hacia delante. El éxodo nos llevó lejos de la Tierra Natal y en la huída dejamos al azar del abandono la suerte de aquellos primeros juegos de la infancia.

 

ÉXODO

I
Escrito está.
Testimonio de quienes, vencido el temor y el temblor, adivinaron en la tormenta la inaudible voz de Dios…Pasaron luego los siglos entre el sordo destino de los hombres condenados a la confusión de las lenguas. Una era nuestra habla en el desierto, uno era el grito de la selva, uno era el sonido de la montaña.

Antes del estrepitoso himno del combate, escuchamos la sonoridad desconocida, que venía por el prodigio de las ondas y creíamos escuchar en ellas la voz que se ocultó bajo la condición de su eternidad. No comprendimos tales lenguajes, pero entendimos la amenaza. Los jinetes pasaron según estaba escrito en los papiros que enterramos. Nadie, entre nuestros vivos, nadie entre nuestros muertos, conocía aquella lengua que silenció las voces alrededor de la plegaria.
Escrito quedó.

II
Sola la tierra contra todos. El último de los expulsados, mira hacia atrás, no le importa la maldición de la sal y de la estatua. Mira hacia atrás y no alcanza a ver la espalda de Dios que ya se aleja.

III
El albergue brilla desde la intensidad de la lámpara que guarda la ternura del cobijo.
Únicamente el hombre trashumante conoce más allá de la fatiga la gracia del hogar.
Sólo el mensajero, acosado por el primordial asunto de una misión a cumplir, aprecia la inmensa calma del cuerpo al desvanecerse la sed por el prodigio del agua que pronto llevará a su boca.
Nadie más, quizás solamente el solitario, sabe apreciar la eternidad de los minutos, que en el patio descubren la disposición de las flores hacia el colibrí cuyo vuelo asegura una invisible quietud.
Imagen de un oasis en el final del éxodo. Alivio al peso que toda separación  arrastra, que todo destierro arrastra.
Las manos ahora expertas en la promesa del agua se apoyan en la ilusión del pozo y desde el fondo vuelve la familiaridad de aquel amor, golpeado y exiliado por el miedo.

 

RETORNO

I
El regreso después de haber olvidado el cotidiano olor de los días
Las manos ajadas por dirigir tanto rumbo equivocado
El interrogante gesto en los rostros ¿será acaso el mismo?
¿No es éste un farsante que pretende ultrajar los recuerdos
celosamente custodiados por quienes aguardaban su retorno?
¿Acaso será aquel por quien agoniza el perro agónico ante la puerta?
Vencida toda duda encuentra ahí la calidez del abrazo
La gratitud de una irrompible amistad, la mención de un juego de la infancia
El alivio por esquivar una y otra vez los lances de la muerte
El dolor por quienes sucumbieron, el esfuerzo por recordar sus nombres
O una seña que los hiciera reconocibles, visibles  a su memoria ya quebrada
La pregunta por los territorios perdidos
La forma como han sorteado los peligros
El silencio ante las inquietudes: el destino de los bienes, el árbol cortado,
La muerte de la Anciana, la herrumbre del pozo, los tiempos de sequía,
Las cartas sin destino, los años sin tener noticia
Y ahora el incierto quedarse o no quedarse
El aprendizaje de las costumbres olvidadas
La dificultad por sostener una conversación entre quienes difícilmente reconoce
El tiempo para recuperar lo perdido
La indagación por saber si es amor o no es amor
Lo que hay tras largos años de ausencia
Lo que hay tras largos años de espera

II
La costumbre de volver al paraje verde de la inmensidad.
El retorno al sitio donde la noche cambia como las dunas.

Contempla el hombre el banquete que sobre el jardín de arena se sirve en la llanura: Sobre el mayor montículo -la única de las tres mujeres que no viste de negro- levanta la mesa, donde se repartió generoso, el brebaje de la bienvenida.

La costumbre de penetrar por el sendero de las líneas figuradas,  reflejo en el desierto de la ruta de las estrellas, el calendario de lo celeste sobre lo terrestre.

La costumbre de viajar por un mundo antiguo para escuchar el lenguaje de lo Grande. La piedra un universo. El barro una muralla.

Todo vive de nuevo en aquello, que en el fragor de las batallas, creíamos muerto. El destino también es un azar y el líquido vertido sobre los muros, no es sangre sino luz.

La costumbre de tener estas costumbres, viene por saber que llegas, viene por saber que vuelves, desde ese lugar sin exilio, desde ese lugar sin desarraigo.

Todo gira ahora en torno a la costumbre del reposo. Encuentro definitivo -entre las dunas de la noche-  del secreto paisaje de un mundo que desde el candil hasta el pozo de agua en el desierto ha sido construido por tu abrazo.

 


Marco Mejía  nació en Caldas, Antioquia, Colombia, en 1956. Egresado de la Universidad Pontificia Bolivariana del programa de Filosofía y Letras. Especialista en periodismo investigativo de la Universidad de Antioquia. Docente universitario, gestor cultural, colaborador de periódicos y revistas literarias, poeta, cineasta, ensayista y narrador. En 1988 el poemario La Reja Inconclusa, recibió el primer Premio de poesía convocado por la Dirección de Cultura Departamental. En 1997, su libro Cuerno de Imagen, obtuvo el primer puesto en el Concurso de Ensayo Latinoamericano René Uribe Ferrer. Ha publicado los libros de ensayo La Fragancia de la identidad, 1992; y Cuerno de Imagen, 1997. Los libros de crónica y reportaje periodístico Los disidentes del Campo Santo, 2001 y Las llaves del periódico, 2008 y la novela El mar de la gracia, 2003.

Última actualización: 23/11/2021