Marosa Di Giorgio (Uruguay, 1932)
Marosa Di Giorgio (Uruguay, 1932)
Del libro Los papeles salvajes
Tratado del Querubín
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(Ganador del I Premio Internacional de Poesía en lengua castellana,
Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2001)
Al subir los soles de la medianoche, dos, como monedas de
cobre y oro, las cosas reaparecieron. Hicimos lo de siempre.
Cocinar, lavar. Los violinistas componían más música y la joven
druida escribió unos salmos.
Pero esos soles caen, rápidamente, a la otra orilla del cielo.
Y volvió una espesa sombra sobre los campos por donde
la madreselva marchaba con sus flores.
Traemos una hoja parda, una hoja de violeta, una hoja
redonda, una hoja estriada.
Sobre la mesa, las violetas con su delicado tentáculo,
su melenita azul. Ese perfume y ese color son del trasmundo,
del submundo, de donde viene el Señor, el Negro, el mariposa
de plata, de muchísimas alas, apoyándose en una, en otra.
Todos
quieren matarle, deshacerle, pero resulta imposible, porque es
inmortal, y se desliza con un raro barullo; le siguen antiguos
niños, papeles rotos, y violetas.
Domingo a la tarde, y voy por el huerto sin recordar cómo
salí y llegué hasta acá. El cielo es de oro, deslumbrador, y
de los naranjos caen frutas y flores.
Trepo a uno, según mi costumbre antigua. Estoy un rato.
Los pájaros saltan de rama en rama. Desciendo. Subo. Tomo una
fruta. Al bajar, ya veo un cadáver. Vestido y tendido. Y más allá,
otro. Y otro. Por todos lados, aparecen. Vestidos y tendidos. Y
cada uno con el hígado destrozado o el corazón. Pero ¿quiénes
son? Acaso, no me percaté y hubo una rápida guerra?
En puntas de pie, voy hacia la casa; desolada paso el jardín
de celedonias y conejitos. Adentro, no queda nadie. Voy a
gritar; para qué, si nadie oye. Algunas mariposas chocan
en los vidrios.
Sobre la mesa hay un álbum que no conocía; al entremirarlo,
veo dibujada la batalla, los cadáveres y las plantas. En blanco y
negro. Y en colores. La noche cae de súbito; las luces se encienden
solas.
Y aparecen más cadáveres entre las plantas.
La madreselva está en la pared, con las flores rosadas y perladas.
Al pie del muro, en la noche, salen los topos y los pequeños
dioses en formato de topo; sacón gris, o blanco o negro; y bigotito
sensible.
Las divinidades y los roedores realizan breves correrías por el
jardín, que causan asombro, desconcierto.
Y por el jardín, ya corren las mesitas de la medianoche,
bien cargadas de frutas sexuales. Y los dioses y las ratas
se toman de la mano y sonríen, apasionadamente, bajo las nubes
fugitivas, cerca de los paquetes de rosas, de lazo de amor y
de mandrágora.
Miró un pimpollo de rosa amarilla (como un topacio, un
coágulo de miel, un pocillito de té).
Y una telaraña que empezó a ser cuando ella empezó a mirar,
el hilo de seda que giraba y formaba la tela, (con las piedras
brillantes).
Y una azucena roja, señoril.
Viendo esas cosas no fue a la guerra,
no se casó con nadie,
perseguía a Mario.
Y, ahora, sopla el viento del norte en las colinas, viento del sur,
del este y del oeste.
Se entreabren oscuras ventanas donde ella está fija para siempre.
Y los más antiguos códices, flor de lis.
En octubre, noviembre, se abre el jazmín del cielo. Así, todo
queda azul. Celeste. Y comienzan las representaciones, las comedias.
Ya, no nos llaman por nuestros nombres, sino Santa Amelia,
Santa Isabel. A lo sumo, Estrella. Al pasar, a cada uno, dicen
en voz baja, Estrella. Y vamos entre los aparadores y los otros
muebles, mostrando alas y coronas. Mi madre espía lo que yo
recito, y mi prima toca en el piano algo que es siempre, igual. Cumplimos
un extraño argumento que abarca toda la casa y el jardín.
Entonces, las criadas laboran recatadamente. Y las gallinas,
también, se dan cuenta, y van al bosquecillo, y ponen sus huevos
sin anunciarlos.
No salgas sentí- ya es muy tarde. Pero yo iba, allá, en lo
alto, con las nubes, las lechugas, los jilgueros. Atravesé el oscuro
bosque de coles. Y los conejos roían las coles charlando en su
raro idioma aprendido de los inmigrantes italianos.
Se oía, de continuo, la charla de los conejos, mechada de
palabras griegas y toscanas. En una granja y otras, viejísimos
animales, comentarios.
Apareció la ciudadela. Sonó la hora del Ángel. No sé cuánto
habría transcurrido. En el otro extremo hallé a los parientes.
¡Cómo! Una niña no puede viajar en esta hora!, dicen.
Y yo que estaba inmóvil en una silla, miré perpleja, pues, como
siempre, no supe si era mayor o pequeñita. Huí. En un punto,
aguardé a un vehículo que no me atreví a detener. Así, regresé
sola. Las estrellas se encendieron con furia, con locura. Algunas
andaban por mi vestido. les veía bien la luz fija, verde, las antenas
y el mantón.