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Ese delirio que le sucede a la cordura

Por: Carlos Manuel Villalobos

Nos convoca la poesía, el género discursivo más célebre en la historia de la palabra.  Pero ese curioso delirio que le sucede a la cordura no siempre ha sido un lugar estable y tampoco se ha entendido igual en todo sitio. Para algunas culturas era un ritual que sonaba a muerte y para otras, la palabra santa de los sumos sacerdotes o el pensamiento iluminado de los sabios.

Al inicio reinó en la llama de la memoria oral. Luego se hizo letra y hoy sabemos que ahí donde hay rastros de escritura existen huellas de poesía. Aparece en las arcillas cuneiformes de los sumerios, en los cantos sagrados de la India, en los códices precolombinos, en las tintas de la China o en las métricas que dieron origen a las épicas de Homero.

La poesía ha servido para llorar, para el cortejo, como alabanza religiosa, como registro de los sueños o como proclama de libertad. En La Poética, Aristóteles la puso en el altar mayor pues según su parecer es más filosófica que la historia. El poeta no cuenta lo que pasó, sino lo que pudo haber pasado, pues la poesía es el arte de imitar lo verosímil.  A esta dignificación Aristóteles le añade un efecto terapéutico, como si en la cadencia del ritmo se instalara un hechizo que lleva al desahogo y, por lo tanto, al milagro de la sanación. A este don curativo le llamó catarsis. En el diván de la reparación del ánimo, bajo preceptos similares, los psicólogos ahora lo nombran sublimación.  El poeta latino, Horacio, secundó el entusiasmo del filósofo griego y agregó que, además, lo poético es aliado del placer:  un deleite que lleva al camino del conocimiento.

A finales del siglo XVI un inglés de apellido Gosson se atrevió a decir que la poesía no atesoraba ninguna utilidad. Amparaba sus palabras en la desconfianza que Platón le declaró a los poetas en el afamado diálogo Πολιτεία (La República), donde dijo que estos eran imitadores de la mentira.  La propuesta de Gosson fue un insulto para los ilustrados de la época. Uno de los pensadores que saltó furioso fue Sir Philip Sidney, quien en 1595 escribió una apología en la que declaraba que la poesía tiene una naturaleza noble pues lleva al ser humano al estado de la máxima virtud.  Recurrió a los argumentos clásicos de Aristóteles y Horacio: la sanación, el gozo y el conocimiento. A ello le agregó de su cosecha el argumento de que los príncipes y reyes, si quieren trascender, se rodean de poetas. Los poderosos saben que los bardos son las anclas más profundas de la historia. No basta que los emperadores conquisten el mundo, a través de los poetas, también pueden conquistar la historia.   

Como si estos argumentos no fueran suficientes, Sidney regresa a la vetusta cueva del idealismo y mete mano en el mundo del mismísimo Platón. Agrega que la poesía es poderosa porque es inspiración divina. Esta antigua ocurrencia la toma del diálogo platónico llamado Ión, donde Sócrates apunta que la poesía viene de Dios, o de una musa gracias a un imán que hala el alma del rapsoda y de todos que la oyen o la leen.

A mediados del siglo XX, la escritora costarricense, Eunice Odio, afirmaba que la poesía es el representante de Dios aquí en la tierra. Para este momento dicha idea parecía una ocurrencia inventada para atizar el surrealismo. Pero el guiño no es tan descabellado si recordamos que el étimo de la palabra “poesía” carga un sentido místico, pues deriva de ποιεῖν (poiein) que significaba hacer o crear. Curiosamente los griegos destacaron más el efecto mimético y quienes realmente vindican la noción creativa fueron los románticos. En 1827 en el “Prefacio de Cromwell, Víctor Hugo corta el ombligo aristotélico del neoclasicismo y dice que el escritor no está para imitar, sino para crear.  Luego, ya se sabe, el vanguardismo exageró la idea al punto de que Vicente Huidobro, uno de los fundadores del creacionismo, se atrevió a comparar al poeta con un pequeño Dios que fabrica rosas.

En el siglo XX, los herederos de la conciencia solidaria irrumpieron en la torre azul y raptaron a la poesía. La vistieron de guerrera y la montaron en ese caballo que los franceses llaman “engagé”. La poesía es el arma con la que Gabriel Celaya dispara su ideología socialista. En este campo de batalla, decenas de poetas tuvieron que salir huyendo de sus países y otros tantos fueron torturados y enfrentaron el mismo destino trágico que sufrió Federico García Lorca.

No se agotan acá las arenas movedizas de esta palabra que es hermana de la ensoñación y de la música, ni sería posible agotar el tema en un ensayo que abarque cientos de páginas. Con este recorrido mínimo lo único que intento es rendirle el tributo histórico que merece, más allá de los gustos y disgustos que abundan en la amplísima diversidad estética. Un tributo similar es el que le otorga el Festival Internacional de Poesía de Medellín, pues poetas de todo el mundo se reúnen para celebrar su universalidad.  

Da igual si para algunos es deidad, guerrillera, pitonisa, puta, sacerdotisa, travestida o simplemente una rosa que renace en la boñiga del fuego. Lo que importa es que la poesía mantiene su batalla. Cada cual dirá si es útil o inútil su larga travesía. 

Ese delirio que le sucede a la cordura

Carlos Manuel Villalobos

 

Nos convoca la poesía, el género discursivo más célebre en la historia de la palabra.  Pero ese curioso delirio que le sucede a la cordura no siempre ha sido un lugar estable y tampoco se ha entendido igual en todo sitio. Para algunas culturas era un ritual que sonaba a muerte y para otras, la palabra santa de los sumos sacerdotes o el pensamiento iluminado de los sabios.

Al inicio reinó en la llama de la memoria oral. Luego se hizo letra y hoy sabemos que ahí donde hay rastros de escritura existen huellas de poesía. Aparece en las arcillas cuneiformes de los sumerios, en los cantos sagrados de la India, en los códices precolombinos, en las tintas de la China o en las métricas que dieron origen a las épicas de Homero.

La poesía ha servido para llorar, para el cortejo, como alabanza religiosa, como registro de los sueños o como proclama de libertad. En La Poética, Aristóteles la puso en el altar mayor pues según su parecer es más filosófica que la historia. El poeta no cuenta lo que pasó, sino lo que pudo haber pasado, pues la poesía es el arte de imitar lo verosímil.  A esta dignificación Aristóteles le añade un efecto terapéutico, como si en la cadencia del ritmo se instalara un hechizo que lleva al desahogo y, por lo tanto, al milagro de la sanación. A este don curativo le llamó catarsis. En el diván de la reparación del ánimo, bajo preceptos similares, los psicólogos ahora lo nombran sublimación.  El poeta latino, Horacio, secundó el entusiasmo del filósofo griego y agregó que, además, lo poético es aliado del placer:  un deleite que lleva al camino del conocimiento.

A finales del siglo XVI un inglés de apellido Gosson se atrevió a decir que la poesía no atesoraba ninguna utilidad. Amparaba sus palabras en la desconfianza que Platón le declaró a los poetas en el afamado diálogo Πολιτεία (La República), donde dijo que estos eran imitadores de la mentira.  La propuesta de Gosson fue un insulto para los ilustrados de la época. Uno de los pensadores que saltó furioso fue Sir Philip Sidney, quien en 1595 escribió una apología en la que declaraba que la poesía tiene una naturaleza noble pues lleva al ser humano al estado de la máxima virtud.  Recurrió a los argumentos clásicos de Aristóteles y Horacio: la sanación, el gozo y el conocimiento. A ello le agregó de su cosecha el argumento de que los príncipes y reyes, si quieren trascender, se rodean de poetas. Los poderosos saben que los bardos son las anclas más profundas de la historia. No basta que los emperadores conquisten el mundo, a través de los poetas, también pueden conquistar la historia.   

Como si estos argumentos no fueran suficientes, Sidney regresa a la vetusta cueva del idealismo y mete mano en el mundo del mismísimo Platón. Agrega que la poesía es poderosa porque es inspiración divina. Esta antigua ocurrencia la toma del diálogo platónico llamado Ión, donde Sócrates apunta que la poesía viene de Dios, o de una musa gracias a un imán que hala el alma del rapsoda y de todos que la oyen o la leen.

A mediados del siglo XX, la escritora costarricense, Eunice Odio, afirmaba que la poesía es el representante de Dios aquí en la tierra. Para este momento dicha idea parecía una ocurrencia inventada para atizar el surrealismo. Pero el guiño no es tan descabellado si recordamos que el étimo de la palabra “poesía” carga un sentido místico, pues deriva de ποιεῖν (poiein) que significaba hacer o crear. Curiosamente los griegos destacaron más el efecto mimético y quienes realmente vindican la noción creativa fueron los románticos. En 1827 en el “Prefacio de Cromwell, Víctor Hugo corta el ombligo aristotélico del neoclasicismo y dice que el escritor no está para imitar, sino para crear.  Luego, ya se sabe, el vanguardismo exageró la idea al punto de que Vicente Huidobro, uno de los fundadores del creacionismo, se atrevió a comparar al poeta con un pequeño Dios que fabrica rosas.

En el siglo XX, los herederos de la conciencia solidaria irrumpieron en la torre azul y raptaron a la poesía. La vistieron de guerrera y la montaron en ese caballo que los franceses llaman “engagé”. La poesía es el arma con la que Gabriel Celaya dispara su ideología socialista. En este campo de batalla, decenas de poetas tuvieron que salir huyendo de sus países y otros tantos fueron torturados y enfrentaron el mismo destino trágico que sufrió Federico García Lorca.

No se agotan acá las arenas movedizas de esta palabra que es hermana de la ensoñación y de la música, ni sería posible agotar el tema en un ensayo que abarque cientos de páginas. Con este recorrido mínimo lo único que intento es rendirle el tributo histórico que merece, más allá de los gustos y disgustos que abundan en la amplísima diversidad estética. Un tributo similar es el que le otorga el Festival Internacional de Poesía de Medellín, pues poetas de todo el mundo se reúnen para celebrar su universalidad.  

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Carlos Villalobos nació en Costa Rica en 1968.  Poeta, narrador y ensayista. Ha ganado los premios de poesía Arturo Agüero Chaves, Brunca de la Universidad Nacional de Costa Rica y Editorial de la Universidad de Costa Rica. Es doctor en Letras y Artes en Centro América, máster en Literatura Latinoamericana y licenciado en Periodismo. Ha participado como poeta invitado en festivales literarios en América Latina, Estados Unidos, España, Marruecos y Egipto. Es Profesor de Teoría Literaria y Semiótica en la Universidad de Costa Rica, donde ha fungido como Vicerrector de Vida Estudiantil y director de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura.

Ha publicado los libros de poesía: Los trayectos y la sangre, 1992; Ceremonias desde la lluvia, 1995; El primer tren que pase, 2001; Insectidumbres, 2009; Trances de la herida, 2015; y El cantar de los oficios, 2015. Publicó igualmente la novela El libro de los gozos, 2001; el libro de cuento Tribulaciones, 2003 y El ritual de los Atriles, disertaciones, 2014.

-Cinco poemas de El cantar de los oficios Voces del Extremo
-Poemas Afinidades electivas
-Insectidumbre Bitácora del Párvulo
-Poema Canal Taller Don Chico de Youtube -Video-
-Biografía y poemas Antología en Poetas Siglo XXI

Da igual si para algunos es deidad, guerrillera, pitonisa, puta, sacerdotisa, travestida o simplemente una rosa que renace en la boñiga del fuego. Lo que importa es que la poesía mantiene su batalla. Cada cual dirá si es útil o inútil su larga travesía. 

Última actualización: 12/11/2019