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María Ángeles Pérez López

-1967-

Nació en España, es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, donde coordina la Cátedra Chile. Premio Extraordinario de Doctorado, ha sido profesora visitante en diversas universidades europeas y americanas. Autora de varias monografías, ediciones y artículos sobre poesía hispánica, ha editado recientemente la Poesía Completa de Francisca Aguirre en Calambur y el amplio volumen de la Poesía completa de Ernesto Cardenal en Trotta.

Como poeta, ha obtenido varios premios literarios. Antologías individuales de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima. También, de modo bilingüe, en Italia y Portugal. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, hija adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros, el pueblo natal de San Juan de la Cruz. Ha sido elegida Académica Honoraria por la Academia Nicaragüense de la Lengua. Es miembro de la Asociación Genialogías de mujeres poetas en España. 

Ha sido jurado de numerosos premios literarios, entre otros, el Premio Cervantes y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

Esta es una muestra de sus poemas:

[Podría ahora]

Podría ahora,
mientras un hombre duerme aquí a mi orilla,
remontarme por el río de la sangre
hasta la piedra primera de mi especie,
hasta el vértigo inicial de una mujer 
ceñida por los signos, 
apenas comprensibles,
que fueron roturados en su cuerpo.
Mi madre, y la suya, y la suya de la suya,
se agachan despacio y miran silenciosas,
se acuclillan despacio.
La mujer que es primera de mi genealogía
calienta en su entraña aquello que rezumo:
la tintura más roja de la sangre,
el ocre de la piel sobre sí vuelta
hasta alargar las manos y el deseo,
ese blanco sin adjetivos de las lágrimas
o la leche que nace por sí sola.
La palabra es una excrecencia más tardía,
no nos ha sido dada por igual,
ni siquiera en mi origen más cercano
se encuentra el don de hablar y conjurar la muerte.


Por eso estoy condenada a nombrarlas a todas.

(de Tratado sobre la geografía del desastre, 1997)

[La mirada insolente]

para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió 
fuego un 17 de diciembre de 1997

La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.

La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,
herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.

La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, grafitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.


Oh cuerpo de papel para la hoguera.

(de El ángel de la ira, 1999)

[Cómo volver a escribir sobre lo mismo]

Cómo volver a escribir sobre lo mismo
si todas las palabras que articulo
desde el alveolo azul de los quebrantos
están viejas, podridas, polvorientas,
se anudan a su propio pañuelo enmohecido
y se ocultan, oscuras e imposibles,
llagadas por el tiempo de la herida,
desde entonces tan torpes, imperfectas.

Porque busco otra cosa y no la encuentro,
un verbo luminoso para quemar la tarde,
que de pronto sea todo insensato amarillo,
que venga nuestra gente en la luz incendiada,
en la espita feliz de todas las burbujas
subiendo como locas, divertidas,
a respirar septiembre que es un nombre insensible
y no sabe que guarda el hueco de la pérdida,
que venga nuestra gente y que se quede
a merendar un sol como un relámpago
duradero, eso sí,
que sea duradero.

Sobre todo que sea duradero.

(de Carnalidad del frío, 2000)

[Las palmas que se agitan en el aire]

Las palmas que se agitan en el aire,
que bailan con la sombra que da el cuerpo,
también con la carnal inmediatez
de estar enfebrecidos en la noche
traen lumbre y corazón, carbonería
para romper el vaso y encenderlo
contra el muro de signos del papel.
Traen voces como quejas apagadas
si las anuda el hilo de la sangre
de otras muchas mujeres aguardando
en el broche plegado de la genealogía
que deja su hojarasca y su relumbre.
Se transparenta entonces el luto de los rostros
de mujeres ceñidas a la estirpe,
sombrías desde antes de ataviarse
con telas de la pena y del castigo,
espléndidas y oscuras sucesiones
de sol, de caracola y de su tizne,
de espera contra el fondo de su tiempo
y vueltas sobre sí, estremecidas
palomas de la noche que cantan la alegría,
el frío, la intemperie, la alegría.

(de Carnalidad del frío, 2000)

[Reclamo]

Reclamo demorarme en cada gesto,
la lentitud feliz en las dos piernas
si tengo todo el sol sobre la nuca
y el tacto es una forma nutritiva
y exacta de sentir sobre la sangre
el viaje subterráneo de la dicha.

Reclamo malgastar cada minuto
en mover lentamente los dos pies
si el sol viene a incendiarme por las tardes
y el tiempo de la prisa es secundario,
si un momento viene en su eternidad,
su condición perenne y sin derrota.

Reclamo la imposible permanencia
de un brazo sobre el aire del verano,
el giro de una mano que se aparta
del cuerpo y se mantiene sin caer
hasta negar rotunda algunas normas
y leyes legisladas en invierno
como la de los cuerpos abatidos
contra el suelo, en el tiempo de la muerte.

Reclamo la bellísima ocasión
de estar al borde mismo de la tarde
en esta permanencia, en la fijeza
de la luz recortada contra el cuerpo
translúcido y tan lejos de su ruina.

Reclamo este minuto sin orillas.
A sabiendas de todo lo reclamo.

(de Carnalidad del frío, 2000)