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Soliloquio en torno a una fotografía La generación sin nombre

De izquierda a derecha: Dario Jaramillo, David Bonells Rovira, José Luis Díaz-Granados, uan Gustavo Cobo Borda, Henry Luque Muñoz, Álvaro Miranda y Augusto Pinilla (1968)

Por: Álvaro Miranda

Especial para Prometeo

¿Poéticamente nos parecemos en algo? ¿Tomamos acaso la misma marca de cerveza o de aguardiente? ¿Hemos leído los mismos versos? Tal vez una respuesta a los anteriores interrogantes no tendría ninguna importancia; sería algo así como un juego del azar para encontrar parecidos inútiles y lo más seguro, lo más seguro de todo, estaría en que lo impreciso brotaría como una verdad sin sentido. Entonces se sabría que nunca hemos corrido por el mismo verso, que nunca hemos pensado en la misma latitud de la geografía del cerebro para armar o desarmar una metáfora. ¿Por qué entonces ese mote de “generación sin nombre”?. Quizás porque alguna vez, por albur, necesidad o voluntad, nos encontramos de cuerpo entero, sin identidad, en el mismo pavimento de Bogotá, la ciudad que nos acogió y sólo dos de todos los aparecidos en la vieja foto de los jóvenes la tuvo por lugar de nacimiento.

Afortunadamente, fuera de la ilustración de Dante con su nariz de cuervo y su corona de  laureles, nadie recuerda a los poetas por su rostro en una pintura o en una fotografía, sino por el libro que entre tintos y cigarrillos devoró en su soledad; por un poema que cargó en su memoria como quien arrastra una gallina de un ala; por una metáfora que saboreó como un buen bistec ¾ cuando todo lo demás, en la vida, al paso del tiempo, iba quedando crudo.

Al terminar la década de los sesenta teníamos el mismo despiste en la vida, el mismo deseo de un no sé que por la literatura y en particular por la poesía. ¿Qué desorden neurológico nos colocaba la “P” de poetas, letra escarlata sobre la frente? ¿Qué daltónica proposición metafórica se había cruzado en nuestros iris? “Nadie –como dijo Juan Gustavo Cobo Borda en uno de sus primeros poemas-  ha tenido la adolescencia deseada./ Animales jóvenes midiendo sus fuerzas, ensayando astucias que los representen,/ el mundo, a pesar suyo, seguía allí”.

            El primer punto de referencia común de la Generación pendula, con la más amplia imprecisión, en el hecho de haber sido por aquel entonces y por ahora, un grupo de bien nacidos en la clase media que se propuso, como un imprevisto más, decir que había necesidad de “referirse a esa traición que es el poema, aplazamiento donde buscamos diluir el profundo desprecio por quien escribe”. Al final, todo poeta descubre que la poesía no es salvación, sino al contrario, vacío total donde cada quien decide a su manera precipitarse al abismo.

La poesía ha sido casi siempre un lujo desaprovechado que muerde con dientes de oro y de cobre la vida y lo olvidable. ¿Cuál es, entonces la prisa de los hombres por salvar de la nada un violín, un do, un re, un botón o un escapulario para que no sean gota de rocío, hendidura de cascos sobre el lodo?

Quince años después de haber posado como pichones de poetas para el fotógrafo de la revista Lámpara en el patio de la casa de Cobo Borda, el narrador caleño Henry Cañizales describió con el “clic” de otra máquina,  la de escribir, un micro cuento que intituló “La Generación sin nombre”, donde dijo: “Visiblemente emocionados permanecieron los amigos y parientes más cercano en tanto que la nueva promoción posaba satisfecha para la posteridad de un segundo flash alargado desde entonces hasta reventarse con el manoseo de los años:

            Este que está aquí a mi derecha, es la media pendejadita de fulano… El de más atrás, bien al fondo, ese es nadie menos que zutano… El otro del costado es el célebre mengano y aquel alto de gafas, al lado del ilustre perengano, se parece al finado robiñano…y aquí, justo, en la mitad, no hombre, el otro, el de enseguida, ese…ese soy yo, ni más ni menos”.

            Afortunadamente, fuera de la ilustración de Dante con su nariz de cuervo y su corona de la laureles, nadie recuerda a los poetas por su rostro en una pintura o en una fotografía, sino por el libro que entre tintos y cigarrillos devoró en su soledad; por un poema que cargó en su memoria como quien arrastra una gallina de un ala; por una metáfora que saboreó como un buen bistec ¾ cuando todo lo demás, en la vida, al paso del tiempo, iba quedando crudo.

Hace ciento cinco lejanos años de este enero - febrero de 2000, en Bocas de Ceniza, desembocadura del río grande de la Magdalena, en la mar Caribe de Colombia, uno de los poetas de inolvidables cantos en lengua española, el bogotano José Asunción Silva tenía cinco días con sus noches de estar a la deriva sobre el puente del Trasatlántico Amérique, de 8.000 toneladas y 6.000 caballos de fuerza. Su proa, como una cachetada de acero se ha estrellado contra la roca isla Mayorkí. La noche y la mar oscura golpean con rabia la estructura inclinada del barco. En la oscuridad de estrellas de titilar salobre, caimanes del río y tiburones del mar rondan al poeta y a los otros cincuenta pasajeros que han abordado desde Europa y Venezuela. Ya se ahogado un cerdo al que le han amarrado una cuerda al cuello para que creara un puente con la lejana playa. Sus gruñidos parecen resoplar entre las fauces del viento que no deja de sacudir con su lengua húmeda el rostro de los náufragos. El contramaestre M. Brevet es la otra víctima: ha querido rescatar a nado una lancha que se ha volcado, pero con tan mala suerte que ahora es su cuerpo el que va y viene en un charco escarlata que brilla sobre las aguas. Los ojos y las fauces salidas de las profundidades se placen con este cadáver de piel blanca. El contramaestre se hunde, se llena de aire y reflota al final cerca de la playa donde sus marineros le han de dar sepultura. Y más allá, en el rincón dulce y salobre de aguas encontradas, se pierde como luz de luna y en los abismos, un baúl con la obra poética y primera novela que ha escrito el náufrago José Asunción Silva en su estadía en Caracas como secretario de la delegación diplomática.

            Quince meses después de haberse salvado del cementerio, el poeta bogotano se hace pintar de su amigo el médico J. E. Manrique, una cruz sobre el pecho, sobre el lugar exacto donde se encuentra el tic tac de su corazón. Allí habrá de penetrar la bala del viejo Smith & Wesson la noche del domingo 25 de mayo de 1896. El naufragio se consuma en su totalidad. Pero en la vida en los naufragios siguen y la poesía los capta. ¿Hay salvación? Sí, la existencia y la incertidumbre prosiguen para que la palabra las calme, las dome aunque sea artificialmente.

            Los naufragios no son sólo en el mar, vienen también en el espejo y en la imagen del espejo. En 1970, Darío Jaramillo escribe en uno de sus primeros poemas: “Hablamos desde un naufragio de iras, pisando sobre/ lo que hemos destruido en nosotros, afirmando/ la renuncia última, la última entrega, la aceptación/ incondicional del silencio.// Pronunciamos una inconclusa letanía de culpas/ y desastres:/ Hemos perdido nuevamente./ Hemos luchado en vano, adquiriendo hábitos prohibidos;/ reincidiendo mil veces en acostumbradas blasfemias.// Hemos enumerado vanamente los pronombres, vanamente intentando la alegría.// Hemos visto en nosotros este lujoso desastre que muerde/ y disuelve y arrastra los deseos y la noche”.

            La poesía ha sido casi siempre un lujo desaprovechado que muerde con dientes de oro y de cobre la vida y lo olvidable. ¿Cuál es, entonces la prisa de los hombres por salvar de la nada un violín, un do, un re, un botón o un escapulario para que no sean gota de rocío, hendidura de cascos sobre el lodo?

            ¿Qué verdad sin sentido, qué pasos equívocos buscan los poetas, esta Generación, para deslizarse al fondo del mar y leer las páginas desechas de una novela que sólo vieron los ojos de tiburones y caimanes? ¿Qué sonidos quieren traer del cálido silencio para renovar el eco del disparo? Algunos de la foto han iniciado ya la escritura de la novela de poeta, como nunca antes lo había hecho un grupo generacional que ha partido de la lírica como modo de comunicación y suspiro.

            La poesía es, ha dicho Roberto Juarroz. Habría que añadir ahora: la escritura es. Sea verso o prosa, verso en prosa o prosa versificada, la escritura es. Tal vez por ello, Dario, el nuestro, el nacido en Santa Rosa de Osos, ha precisado ante la necesidad de la escritura: “Sucede que inventamos nuestra propia historia/ sin saber qué hubo antes o quién gritó después, así, tranquilamente”. Pareciera que una insistencia secreta ordenara seguir con la escritura como si se tratara de un vicio. Augusto Pinilla afirma: “No niego que en tus páginas/ de impecable poeta equivocado/ encontré la claridad para el camino”.

            En la poesía, las manecillas del reloj están adelantadas. El poeta va a ese ritmo acelerado sobre el tiempo. En su palabra está el anticipo de toda felicidad y tragedia. Por ello, mucho antes recibir como herencia  el corazón y las manos de una país cada vez más difícil de vivir, Henry Luque Muñoz en 1980 pudo precisar para el futuro: “No edificaste la casa,/ buscas el tuétano bajo la sombra/ y te reconoces inutilizado/ por el esplendor del reflejo en la ventana./ Frente al altar de polvo y de silencio/ qué podrías hacer sino soplar en el barro/ y hacer tu mismo el respiro de la vida”.

            A partir de los primeros años de la década de los ochenta, cuatro poetas de la generación que aparecen en la foto, han escrito novela: Jaramillo, Pinilla, David Bonells, Díaz Granados y Miranda. Pareciera que han querido sumergirse en el naufragio de Silva, en ese mar donde brillan los ojos de los escualos y la soledad de quien escribe se hace mucho más infinita, marcados tal vez por aquello que a través de un poema José Luis Díaz Granados sintetiza como el papel y la función de un escritor en un país como el nuestro: “Cuando escribes no te leen y cuando te leen no existes”.

Última actualización: 06/03/2019