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Poemas de Yannis Ritsos

Fotografía tomada de Greek Reporter Australia

Traductor: Juan Ruiz de Torres

Detrás del olvido

Lo único sólido que de él quedó fue su chaqueta.
La colgaron allí, en el armario grande. Fue olvidada.
Se pegó al fondo, detrás de nuestras ropas de verano, de invierno,
- nuevas cada año, para nuestras necesidades nuevas -. Hasta que,
un día, llamó nuestra atención - puede que por su color extraño,
puede que por su anticuado corte -. Sobre sus botones
había tres imágenes, iguales y redondas:
el muro del fusilamiento, con cuatro agujeros,
y alrededor, nuestro remordimiento.

 

El loco

El carro, parado frente al mar,
cargado de seis barriles de hierro, rojos,
y otro más de un estupendo verde.
                                  El caballo
pacía en el prado. El cochero
bebía en la taberna.

                          El loco de la isla
se detuvo en el muelle, y gritó:
"¡­Con este verde os venceré!"
Y señaló el último barril, sin tener ni idea
de su contenido o de quién fuera.

 

El día de un enfermo

Todo el día, un olor a tablas podridas, húmedas
- se secan y humean al sol. Los pájaros
miran un momento por los tejados y se van.
Por la noche, en la vecina taberna, se reúnen los sepultureros,
comen pescado frito, beben, cantan
una canción con muchos agujeros oscuros. -
Desde allí adentro, comienza a soplar un viento suave
y tiemblan las hojas, las luces y el papel de los anaqueles.
 
 

Teatro antiguo

A mediodía, cuando se encontró en el centro del antiguo teatro,
aquel joven griego, seguro de sí mismo,
tan hermoso como sus antepasados,
lanzó un grito (pero no de admiración; admiración
no sintió en absoluto, y si la hubiera sentido,
no la demostraría de seguro); simplemente, un grito,
puede que de la alegría indomable de su juventud,
o para probar la resonancia del lugar. Enfrente,
de lo alto de los acantilados, el eco contestó
- el eco griego que ni imita ni repite,
sino que sencillamente continúa, desde altura incalculable,
el eterno clamor del ditirambo. -

 

Casi prestidigitador

Desde lejos amortigua la luz, mueve las sillas
sin tocarlas. Se cansa. Se quita el sombrero y se abanica.
Después, muy lentamente, se saca tres naipes
del oído. Disuelve una estrella analgésica verde
en un vaso de agua, removiendo con una cucharilla de plata.
Se bebe el vaso y la cuchara. Se vuelve transparente.
En su pecho se ve un pescado de oro que flota.
Muy cansado, más tarde, se tiende en el sofá, y cierra los ojos.
"En la cabeza tengo un pájaro", dice. "No puedo sacarlo".
La sombra de dos grandes alas llena el cuarto.

 

Gesticulación ambigua

Es así, lo quiere exactamente así, y lo confiesa. Este blanco,
color, y a un tiempo luz, cuerpo incorpóreo,
superblanco, sí, en cada noche, nutritivo en cada carencia,
asequible e intransferible. También esto lo confiesa.
Y claro, hizo
un  movimiento de prestidigitador vulgar, volcando
el recipiente sobre la mesa. Temimos por un momento
que se fuese a derramar la leche. Pero no; sobre la mesa
el blanco quedó solidificado, conservando perfectamente
la forma interior del recipiente, como el ídolo primitivo
de un dios conocido nuestro. Sólo alguien dijo: "Ahora
no podemos beber la leche". Él sonrió
como si ya estuviese harto. Pero, ¿harto de verdad?
 

 
Gris y blanco

Por la tarde, el café estaba vacío. Se sentó solo y esperó,
exactamente detrás del vaso de agua, sintiendo
las sillas vacías, y los cristales que se oscurecían,
los ruidos pequeños que se detenían en el primer escalón
de la puerta, sin pasar adentro: una espera que había estado tan clara,
ahora indefinida, incumplida, boca abajo. Enfrente de él,
sobre los árboles del parque, se levantó la luna grande,
profunda, oscura, detrás de los cristales; una luna también de cristal,
que puso una mancha cárdena en la frente de la mujer,
que se había sentado en silencio en el asiento contiguo.
Levantó el vaso. El agua estaba tibia. La luna, tibia también.
Tendría que vaciar las dos. La mano de la mujer estaba totalmente blanca.

 

Sin confirmar

Siempre creyó en aquella gran luz.
La toco – dice -, no sólo la veo, no la veo,
sólo la toco, la tengo, la soy. Y como anochecía,
y en la habitación ya no se distinguían las mesas, las bandejas,
las marinas, el reloj, nuestras formas,
él, realmente resplandecía todo entero sobre su silla,
y su silla también lucía con sus cuatro patas,
como fijas en una nube. Quisimos
tocarle para estar seguros. Pero no nos atrevimos
a levantarnos de nuestro sitio, porque estábamos agazapados
en lo más alto de una escalera sin escalones,
en una escalera altísima que no habíamos subido.

 

Retraso

Todavía le quedaba una hora; alcanzaría.
Podía, pues, observar el florero vacío,
parecido a una mano de cristal como esperando, parecido a un...

Cuando se acordó de irse
los otros habían acabado ya su jornada. Y él ni siquiera
había terminado sus observaciones, con la idea
de que le sobraría tiempo. Así pues, lo único que podía hacer
era coger dos flores de las coronas grandes
que estaban en la entrada -dos lirios, y nada más-
muy altos, muy blancos, para el florero vacío.

 

La subida

Estuvo largo tiempo en el ajeno huerto, y sólo pensaba
en subir a escondidas a la higuera desnuda, para mirar
desde lo alto al mundo, como si fuera una hoja
o un pájaro; pero siempre pasaba alguien
y siempre lo dejaba para luego.
                Una tarde,
miró en derredor suyo - todo desierto -, trepó
a la rama más alta; entonces se oyeron
voces de entre las matas: "¿Qué haces, allí arriba?"
- grandes voces -, y contestó: "Un higo,
quedaba un  higo". La rama se quebró.
Lo levantaron. Tenía la mano derecha agarrotada.
Cuando abrieron sus dedos, no había nada dentro.

 
 
Piedras

Llegan y se van los días, sin plan y sin sorpresas.
Las piedras se empapan de luz y de memoria.
Hay uno que coloca una piedra por almohada.
Otro que, antes de bañarse, deja su ropa debajo de una piedra,
que no la lleve el aire. Otro que usa una piedra por escaño
o mojón en su huerto, el cementerio, el establo, el bosque.

Tarde, tras la puesta del sol, al volver a casa,
cualquier piedra de la playa que pongas en tu mesa
es una estatuilla - una pequeña Niki, o el perro de Artemisa -,
y esa piedra en que a mediodía un joven posó sus pies mojados,
es un Patroclo, con pestañas cerradas y sombrías.

 

Chiflado

No, no, dice; todo lo demás sí, la luz no,
la luz libre no, dice, no lo soporto,
la cojo con mis manos, la tiro de la cola,
bajo la cortina, rompo el cristal,
pongo patas arriba los bancos del jardín,
veo una mancha pequeña en tu chaqueta,
veo un poco de polvo en las uñas de tus pies,
escondo la llave en tu sobaco sudoroso,
te digo que soy un hombre, subo de dos en dos los escalones,
salgo al balcón y cuelgo la bandera.

Última actualización: 08/03/2019