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Diana Araujo Pereira (Brasil)

Por: Diana Araujo Pereira

 


Julio 8-15, 2017

POETS INVITADOS

 

 

La poesía cura la palabra

 

 

Por Diana Araujo Pereira
Especial para Prometeo

 

(Para Lena Reza García)

La poesía, hecha poema, es un objeto mágico y también político, y cura la palabra de la aguda violencia que, en América Latina, gana tintes de genocidio a partir de la llegada europea. Desde hace siglos el proceso de conquista y colonización  intenta ordenarnos el pensamiento y la imaginación. Desde hace siglos resistimos con la memoria y el cuerpo, con las lenguas nativas, las hierbas, los brebajes, las ropas, el paladar, y un largo etctera que nos mantiene al hilo de una subjetividad propia y original.

Un poema es mágico pues engendra  reflexiones y sentires donde no los había; provee valor y fuerza, sensibilidad o esperanza e interfiere en el actuar de aquellos que se animan a tirarse al vértigo de esta experiencia.

Es también objeto político, pues el poema comunica, hace circular ideas y crea tácticas de resistencias muy variadas, elaboradas desde el ensimismado proceso de la lectura privada hasta el ritual colectivo de su lectura pública. El lenguaje cotidiano y racionalista se doblega a otras perspectivas y las palabras se vuelven aliento y alas.

Y si la paz tiene que empezar por uno mismo, si tiene que construirse desde adentro y proyectarse hacia fuera, ahí es donde actúa la palabra poética, creando los puentes de transición entre los mundos individual y colectivo. Laborando los dolores, traumas, alegrías y esperanzas, el poema da voz a estos sentimientos que dan vueltas entre el corazón y el estómago sin lograr encontrar la salida del laberinto interno, sin lograr tenderse hacia fuera para diluirse o incrementarse colectivamente.  La palabra poética se hace puente y medicina, oxigena la sangre, las ideas, el cuerpo - según la “hemapoiética” del cubano Lezama Lima.

Por otro lado, la construcción de la paz requiere, fuertemente, re-conciliación con el ser que somos y con el contexto en donde estamos. Como dijo Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias, si no les salvo a ellas no me salvo yo.” Pero las circunstancias, en nuestro caso latinoamericano, nos remiten directamente a períodos históricos anteriores al presente y que, sin embargo, alimentan y condicionan nuestro estar contemporáneo en este espacio definido por el juego colonial desde hace cinco siglos.
De este lado del Atlántico, para deshacernos de capas de silencio y encubrimiento que a lo largo de tantos siglos nos enmarcan el sentir, el pensar y la mirada, hay que arriesgarse por rutas poco pisadas. Hay que sumergirse en estratos profundos de una subjetividad colectiva ninguneada por los dueños de la palabra y la escritura.

El imperio colonial, introyectado en nuestras propias elites, creando lo que el mexicano Pablo González Casanova llama el “colonialismo interno”, seguido por sus tentáculos posteriores – llámese capitalismo o globalización – provee las imágenes fijas en los espejos en los cuales nos miramos... pero no nos vemos. Y el no vernos fragiliza el ser que pudiéramos alcanzar y el estar que pudiéramos vivir.

¿Cómo romper el espejo que nos fija una imagen exterior y superficial de nosotros mismos? ¿Cómo rebelarse en contra de unos condicionantes que sólo sirven para atrapar la creatividad e imaginación colectivas que nos desborda por los poros pero no alcanza a conducir el rumbo de nuestras sociedades? ¿Cómo explicarles, definitivamente, a los políticos su compromiso con nuestra vida objetiva y material, pero también con nuestra subjetividad, performance, autoconocimiento? ¿Cómo impregnarles de esta lucidez?

Para llegar a la paz, antes hay que tender puentes de palabras que hagan emerger sistemas y estructuras que valoren las capas más profundas de nuestra memoria histórica e imaginería compartidas. También es ineludible valorar el cuerpo y la voz, el gesto y la mirada, haciendo caer la jerarquía tan impuesta por occidente que define la superioridad de la mente y la escritura, como si la sensibilidad y la inteligencia fueran partes autónomas que solo residen en la cabeza, desconociendo que el hombre y la mujer somos también entrañas y corazón, manos y pies caminantes y bailantes, bocas cantantes y vientres amorosos.

La fertilidad de la palabra poética nuestra se tiene que derramar sobre la tierra y proveerla de nuevas perspectivas que nos abran nuevos senderos. Por ellos caminará la paz de la mano de la autoconfianza y la responsibilidad ante nuestra historia real (y no la que nos hacen tragar en las escuelas), ante nuestra memoria ancestral, ante nuestro paisaje humano y natural.

Las palabras que caen sobre los caminos crean eslabones y redes, ramas y rizomas de sentidos inaugurales, de posibilidades nuevas, de racionalidades otras, para que seamos capaces de afrontar el sentido común hecho de olvidos y traumas que todavía nos paralizan.

Como diría Octavio Paz, “la poesía no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador.” La poesía dinamiza, trae movimiento a la percepción de uno mismo y de su historia, recobra el tiempo que duerme en la palabra sobrecogida por las “ciudades letradas” de cuantos magistrados y políticos, escritores y doctores encargados de someternos a los corsets importados por la máquina colonial.

Pero la poesía es también espacio, territorio ampliado desde la cabeza hasta los pies, y de los pies a la tierra y el cielo. La poesía escribe mapas de deseos y cartografías de reconexión para volver a “inventar”América, para reinaugurar el rumbo, la geopolítica y la geopoética.  Pero también para estrechar la distancia tan abismal que hoy nos define, a los seres humanos, como hombres o mujeres, oponiendo las sexualidades y los géneros, sometiéndonos a duras jerarquías que lo único que hacen es atraparnos aún más en este sistema mundo machista, patriarcal y racista.

Buscando otra lógica que no se doblegue a las dicotomías excluyentes que nos impone la razón y la moral de occidente, la poesía es “la otra voz” (Octavio Paz) que entreteje hilos de distintos colores, creando ricas texturas, expandiendo los entramados para que en este mundo quepan todos los mundos posibles.

La paz, por tanto, es textura abigarrada, es entramado intercultural, es vida hecha y compartida bajo la lógica del mosaico. La poesía, como el hilo de Ariadne, es uno de los más hermosos cables capaces de conducirnos por tal laberinto,  guiándonos cuando el miedo intente, una vez más, paralizarnos.

Susy Delgado, la poeta paraguaya, nos diría que la palabra es “útero del principio/y del final/memoria del regazo/soporte de mis pies/inaugurando el mundo/utopía del regreso.”

El poema es lengua tejida y abigarramiento de mundos.  Si accedemos a la experiencia poética, vemos/oímos/probamos/tocamos realidades mucho más promisoras.  Volvemos a nacer en cada palabra que salte los siglos hacia adelante o hacia atrás, que nos conecte al origen, a las genealogías nuestras, y a la potencia que, subterraneamente, serpea en nuestro entorno. Es cuestión de oírla, de olerla, de vaciarse para volver a llenarse. La poesía salva la palabra para que alcancemos, finalmente, la paz.

*

 

 

 

 

De Otras palabras

 

Escribo desde la orilla de un nombre que no es el mío.  Con la pretensión y la soberbia de quien tiene ya puesto un nombre propio y suyo y se encuentra a gusto, y se ve en cada letra o sonido.  Así de simple, no tengo uno mío, por eso escribo desde otro cualquiera, que incluso puedo cambiarme cuando me de la gana, o según le apetezca a él, porque no se vayan a equivocar, los nombres son los que nos eligen a nosotros.  Alguna vez pensé imponerme uno, y resultó todo un fracaso.  Es inútil.  Mejor acercarse a un nombre despacio, dedicarle una mueca sonriente, tocarle con mucho cuidado, porque si no luego se retrae o vuela, lo que da lo mismo.
Pero como decía, aún así escribo.  Escribo mis líneas saltadas sobre el vacío.  Escribo con la parte que alcanza atrapar algún atisbo de verbo, o de sustantivo.  Escribo mis cuentos de amor, mis sonetos de invierno, mis tertulias más trágicas.  Y desde uno u otro nombre me defiendo mejor o peor, pero escribo.
Juego con las trampas que ellos me hacen cuando me despisto o me encojo de hombros.  A veces me divierten pero otras veces me enfado.  Es que deambular entre las sílabas causa mareos indelebles.  Mayormente sufro abocada a una letra, y estremezco cuando la puedo tener entre mis manos.  Porque no se olviden que las manos sí son mías, aunque de nada me sirven si no puedo escribir, si los nombres me fallan.

 

*

 

Extenderse a otros cuerpos, a otras almas, a otros corazones.  En la completud añorada de formar mapas humanos, geografías armónicas, complicidad renombrada.  Nombrarse al nombrar al otro, éste que tanta falta nos hace en la escala estrepitosa de vivir en el aire.  Estirarse en otros para completar la frase, para hacerse sentido y sintaxis humana.  Lo humano es salirse para los nombres ajenos, para configurarse un poco más a cada paso.  Embeberse en otras letras y sonidos. 
Tocar al otro, olerlo, vaciarse y volver a llenarse en la amistad o el odio.  Signos contrarios de la misma e intrínseca necesidad angustiante.  Odiar al otro es odiarse a si mismo por la inca,pacidad de ser entero. 
Sonreír la sonrisa ajena, llorar sus mismas lágrimas: grados de composición de un poema común.
Amar al otro es la máxima poesía.

 

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Encajarse ¿a qué luces, a qué tiempos, a qué márgenes?  Salirse de la línea recta, de lo obvio, conjura rumores pero exalta fantasmas.  Abrirse paso en una hierba nunca antes pisada es amanecer del otro lado del río, solo y hambriento. 
De los felices hogares nos llegan lejanas luces y calores sobrentendidos.  Caminar entre los párpados de los días, evocar la mañana huidiza.  A contrapelo la justicia sonríe, pero ¿cómo es posible que sonría? 
Sobre el alambre nos balanceamos entre la hierba y la gente.  Entre la publicidad y la ausencia.
La tristeza de verte despojado de tu misma presencia, transparencia de cristal que se rompe en cada esquina.  ¿Hasta dónde llegará la faz traviesa, la vergüenza y el miedo?
¿Por qué no se puede existir desde la desnudez añorada?  ¿Dónde se ha ido el amor y la claridad entre los dedos de una misma mano?
La tierra bajo los pies son los nombres logrados.

 

*

 

La solidaridad hiriente que de los cuerpos les saca sus nombres sagrados, confraternidad de dioses dormidos, hermandad de silencio en las venas del mundo elegido y soñado; madurez que se asombra de su misma verdad.
Ya verás cómo las máscaras te tranquilizan el llanto, y los hermanos te cunden como frutos en los árboles. Ya sabrás encontrar tus pares en el mundo de abajo; los que escuchan y a la vez callan bajo tu nombre, el silencio que acompaña el compás y la entrega de fuegos y armas. Hermandad de sonidos y luces, arqueros de la memoria añorada.
La sangre globaliza el futuro; América se hace en países y nombres colgados de una misma madre; al final nos rendimos ante el ton y las ganas de encontrar la salida.  Nos decimos en las mismas palabras, nos amamos en el mismo lenguaje.

Publicado en RJ: 7Letras, 2008

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Diana Araujo Pereira nació en Río de Janeiro, Brasil, en 1972. Es poeta, traductora y profesora de literatura latinoamericana. Libros de poemas publicados: Vientreadentro, 2006 y Otras Palabras, 2008. Ha traducido a Antonio Cisneros, Pedro Granados, Juan Gelman, Omar Lara y Marco Lucchesi.
En su poética, Diana Araujo habla de “…Extenderse a otros cuerpos, a otras almas, a otros corazones. En la completitud añorada de formar mapas humanos, geografías armónicas, complicidad renombrada.  Nombrarse al nombrar al otro, éste que tanta falta nos hace en la escala estrepitosa de vivir en el aire…  Sonreír la sonrisa ajena, llorar sus mismas lágrimas: grados de composición de un poema común. Amar al otro es la máxima poesía...”

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Diálogos solidarios entre poetas latinoamericanos Por Diana Araujo Pereira. Pendientedemigracion.ucm.es
Poemas Español, portugués. Antoniomiranda.com.br
Volvió a vestirse con su nombre Poema. Blog.pucp.edu.pe/

 

Actualizado el 24 de marso de 2017
Publicado el 22 de abril de 2016

 

Última actualización: 25/03/2021