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La gran visión de Alce Negro

Alce Negro. Fotografía tomada de la web firstpeople.us

Por: Esteban Ierardo

En 1931, un poeta de Nebraska, John Neihardt, visitó la reserva india de Pine Ridge. Allí se encontró con Alce Negro. Un anciano sioux que participó de la célebre batalla de Little Big Horn (la gran victoria de los guerreros indios sobre el general Custer y su séptimo regimiento de caballería); presenció la muerte de Caballo Loco y la matanza de los Dakotas en Wounded Knee en 1891. Alce Negro quiza percibió en la visita del poeta blanco una señal de sus antepasados, el signo de un último acto trascendente que debía consumar en su vida. Un acto que consistió en trasmitir a su visitante las tradiciones más esenciales de su pueblo, sus creencias ancestrales, sus ritos y los avatares de la heroica y desesperada resistencia contra el poder blanco. Pero quizá la extraordinaria evocación de Alce Negro fue su Gran Visión. Siendo joven, abandonó su cuerpo y contempló el mundo secreto de los Seis Antepasados, la montaña más alta del mundo, un círculo sagrado en cuyo centro se erguía un árbol poderoso. Poco después de concluida la cascada de sus recuerdos, acaso montado en un caballo invisible, Alce Negro recorrió las praderas en las que ardió alguna vez el sol de su pueblo y se alejó de este mundo. Pero no definitivamente, pues la voz de Alce Negro, que es la voz de la ancestral cosmovisión de los indios norteamericanos, aún exhala un universo mágico y divino para los oídos capaces de escuchar en el viento voces de antiguos símbolos y poesía.

Lo que pasé hasta el verano en que cumplí nueve años no merece ser narrado. Hubo inviernos y estíos, y fueron buenos porque los Wasichus habían trazado su camino de hierro e iban por él. Ciertamente, habían cortado en dos la manada de bisontes, pero los que quedaban en nuestras tierras no tenían número. Ademas, recorríamos sin estorbos nuestro país.

De vez en cuando, estando a solas, resurgían las voces como si alguien me llamase, aunque ignoraba qué deseaban que hiciera. No las oía a menudo, y si no nadaban, me olvidaba de ellas, pues crecía y montaba a caballo y asaeteaba, con mi arco, gallinas de las praderas y conejos. Los muchachos de mi pueblo empezaban a imitar en tierna edad los actos de los varones, sin que nadie los adiestrase: aprendíamos haciendo lo que veíamos, y éramos guerreros en un tiempo de la vida en que los chicos son ahora como doncellas.

Sucedió durante el verano en que tuve nueve años. Nuestra gente avanzaba poco a poco hacia las Montañas Rocosas. Acampamos una tarde en un valle, junto a un arroyuelo, cerca del sitio en que desembocaba en el Hierba Grasa. Un individuo llamado Hombre Cadera, que me estimaba, me invitó a comer en su tipi.

Entonces, una voz me dijo:

-Ha llegado el momento. Ahora te llaman.

Sonó tan recia y clara, que le presté crédito, y me dispuse a ir a donde ella quisiera. Me levanté y eché a andar. Los muslos comenzaron a dolerme, y de pronto fue como si me despertara de un sueño, y no se oía la voz. Volví al tipi, pero había perdido el apetito. Hombre Cadera me miró de modo extraño y me preguntó qué me pasaba. Le respondí que me dolían las piernas.

El campamento se levantó al día siguiente. Cabalgué en compañía de varios muchachos. Nos detuvimos a beber en un arroyo. Se me doblaron las piernas al desmontar y no pude dar un paso. Mis camaradas me ayudaron a levantarme y me sentaron en el caballo; estaba enfermo aquella tarde cuando acampamos. Al día siguiente nos encaminamos al lugar en que las diferentes partidas de nuestro pueblo se reunirían. Me transportaban en una narria, tan malo estaba. Tenía hinchados las piernas y los brazos, y asimismo la cara.

Formado ya el campo, permanecí acostado en nuestro tipi, y mi madre y mi padre se sentaron a mi lado. Podía ver a través de la abertura. Y, he aquí, dos hombres descendieron de las nubes cabeza abajo como flechas que caen, y supe que eran los mismos que había visto con anterioridad. Llevaban entonces sendas lanzas largas, y de las moharras partía un rayo mellado. Llegaron al suelo esta vez y se quedaron algo apartados; me observaron y dijeron:
- ¡Apresúrate! ¡Ven! ¡Te llaman tus Antepasados! 

Volvieron sobre sus talones y se separaron del suelo como flechas que parten del arco hacia lo alto. Las piernas no me dolían al levantarme para seguirlos y era mucha mi agilidad. Abandoné el tipi. A lo lejos, adonde los hombres de lanzas flameantes iban, una nubecilla avanzaba muy de prisa. Llegó y se enarcó, me arrebató y retrocedió al lugar de donde procedía. Y cuando miré abajo, vi a mi madre y a mi padre a la distancia, y sentí la pena de dejarlos.

Después no hubo más que el aire y la rapidez de la nubecilla que me transportaba, y los dos hombres que nos precedían hasta las alturas, en las que nubes blancas se acumulaban como montes en un vasto llano azul, y en ellas los seres del trueno vivían y bullían y destellaban.

No hubo de pronto más que un mundo nuboso, y los tres nos hallamos en una amplia llanura alba, con colinas y montañas que nos contemplaban; y reinaba una gran quietud; pero se oían susurros.

Y los dos hombres hablaron a la vez y dijeron:

-¡He ahí al ser de cuatro patas!

Miré y vi un corcel bayo, que rompió a hablar.

-Aquí me tienes! -exclamó-. Verás mi historia.

Giró hacia donde el sol se pone y dijo:

 -Helos! Sabrás su historia.

Miré. Y había doce caballos negros alineados de frente con collares de pezuñas de bisonte, y eran bellos; pero yo sentía miedo, porque sus crines relampagueaban y el trueno anidaba en sus ollares.

El bayo giró hacia donde vive el gran gigante blanco (el norte) y dijo: -Helos!

Y había doce caballos blancos alineados de frente. Sus crines se agitaban como la ventisca, y sus ollares despedían un rugido, y alrededor de ellos se cernían y volteaban gansos albos.

El bayo giró hacia donde el sol luce siempre (el este), y me impelió a mirar. Y doce alazanes, con collares de dientes de alce, estaban alineados de frente, y sus ojos destellaban como el lucero del alba y sus crines brillaban como la aurora.

El bayo giró hacia el lugar al que siempre se mira (el sur). Y había doce rucios alineados de frente, con astas en la cabeza y crines que vivían y crecían como árboles y hierbas. Y cuando los hube visto, el bayo dijo: -Tus Antepasados celebran consejo. Te acogerán, así que te de ánimo.

Y los caballos, de cuatro en fondo -negros, blancos, alazanes y rucios-, se colocaron detrás del bayo, que viró hacia el oeste y relinchó. Y allí, inesperadamente, el firmamento se trocó en tempestad de precipitados corceles de todos los pelajes, tempestad que sacudió el mundo con su trueno y que relinchó en respuesta.

El bayo viró entonces hacia el norte, mientras exhalaba un quejido, y allí el firmamento rugió en viento poderoso de caballos de todos los pelajes, que relinchó en respuesta.

Y cuando el bayo relinchó hacia el este, el firmamento se llenó de ígneas nubes de crines y colas de caballos de todos los pelajes que le respondían. Llamó luego al sur, y se pobló de corceles multicolores, alegres, que relinchaban entrecortadamente. 

El bayo me habló una vez más. -¡Mira cómo danzan tus caballos!

Miré, y había corceles, corceles en todas partes, un firmamento de corceles danzando a mi alrededor. -Apresúrate! -me ordenó el bayo.

Y anduvimos uno junto a otro, seguidos de los negros, blancos, alazanes y rucios, de cuatro en fondo.

Miré de nuevo,  y de pronto los innúmeros caballos danzantes se convirtieron en animales de toda especie y en todas las aves que existen, y éstas huyeron a las cuatro regiones del mundo de las que habían salido los caballos, y desaparecieron.

Y andábamos cuando el cúmulo nuboso que nos precedía se transformó en un tipi, cuya entrada abierta era un arco iris; y a través de ella entreví a seis

Los dos hombres de las lanzas me escoltaron a uno y otro lado, y los caballos ocuparon puestos en sus regiones mirando al interior, de cuatro en fondo. Y el Antepasado más viejo me habló con dulzura.

-Ea, ven y no temas.

Y mientras lo decía, todos los caballos relincharon en sus regiones para esforzarme. Entré, pues, y me paré en presencia de los seis. Y eran mucho más viejos que lo que jamás el hombre alcanzará a ser, viejos como montes, como estrellas. El más anciano habló nuevamente... 

«Te daré el centro vivo de una Nación»

Y al Antepasado (del oeste) le dijo que de los seres del trueno recibiría el poder de llegar al alto y solitario centro de la tierra. Y un segundo Antepasado le entregó una hierba de poder. Y se convirtió en ganso. Y los corceles del oeste se convirtieron en truenos, y  los corceles del norte en gansos. Y entonces un tercer Antepasado habló:

- Ánimo, joven hermano -dijo-, puesto que te llevarán a través de la Tierra. Señaló al lugar en que el lucero del alba titilaba, y debajo de él volaban dos hombres.

-De ellos recibirás poder - afirmó-, de ellos que han despertado a todos los seres de la Tierra, dótalos de raíces y patas y alas. 

Mientras tales cosas decía, tenía en la mano una pipa de la paz, en la boquilla de la cual se desplegaba un águila moteada; y el águila parecía viva, porque estaba posada y aleteaba, y sus ojos se fijaban en mí. -Con esta pipa recorrerás la tierra -dijo el Antepasado-, y sanarás todo lo que enferme en ella.

Señaló luego a un hombre por completo rojo brillante, color de lo bueno y de la abundancia, y mientras lo señalaba, el hombre rojo se tumbó y se revolcó y se cambió en un bisonte, que, levantándose, galopó hacia los alazanes del este, los cuales se volvieron asimismo en bisontes, rollizos y numerosos.

Y el cuarto Antepasado (el del sur), habló:

- Joven hermano, con los poderes de las cuatro regiones irás como pariente. He aquí que te daré el centro vivo de una Nación, y con él salvarás a muchos. 

Y vi que tenía en la mano una vara encarnada que vivía, y mientras la contemplaba echó pimpollos en lo alto y produjo ramas, y de las ramas brotaron muchas hojas y susurraron, y en las hojas los pájaros empezaron a cantar. Y por un instante se me antojó ver debajo de él, a su amparo, las aldeas circulares de gentes y todas las cosas vivas con raíces o patas o alas, y eran dichosas sin excepción.

-Estará en el centro del aro de la nación -dijo el Antepasado-, y será bastón con que andar y el corazón del pueblo; y con tus poderes lograrás que florezca.

Y habiendo callado un rato para escuchar el canto de los pájaros, agregó: -¡Mira la tierra!

Y así lo hice. Y vi a lo lejos como un aro de pueblos, y en el centro floreció la vara sacra que era árbol, y donde se erguía se cruzaban dos caminos, encarnado y negro.

- Desde el lugar en que el gigante vive (el norte) hasta el sitio al que siempre se mira (el sur), se extiende el camino encarnado, el camino del bien -explicó el Antepasado-. El negro va desde el sitio en que viven los seres del trueno (el oeste) hasta donde el sol brilla de continuo (el este), camino espantoso, camino de turbulencias y guerra. Por él irás también, y recibirás de él el poder de destruir a los enemigos del pueblo. Recorrerás la tierra henchido de potencia durante cuatro ascensos.

Imagino que se proponía revelarme que yo vería cuatro generaciones, incluida la mía, y ahora estoy viendo la tercera.

Se puso en pie, altísimo, y se precipitó en carrera hacia el sur, y era un alce; y mientras se confundía con los rucios, éstos se convirtieron en alces.

Entonces habló el quinto Antepasado, el más anciano de ellos, el Espíritu del Cielo.

- Muchacho, he enviado por ti y has venido. ¡Verás mi poder!-dijo y, abriendo los brazos, se trocó en águila moteada que se cierne-. Mira, todas las alas del aire irán a ti, y ellas y los vientos y las estrellas serán como parientes tuyos. Cruzarás la tierra con mi poder.

El águila se remontó por encima de mi cabeza y aleteó; y de súbito el firmamento se llenó de alas amistosas que acudían hacia mí.

Sabía yo que el sexto Antepasado se disponía a hablar, él que era el Espíritu de la Tierra, y vi que era muy viejo, mucho más viejo de lo que alcanzan a serlo los hombres. Tenía el pelo largo y blanco, su rostro parecía un amasijo de arrugas y sus ojos estaban hundidos y apagados. Le examiné con atención, porque creía conocerle, no sé por qué; y mientras le examinaba, se mudó poco a poco, retrocediendo hacia la juventud, y cuando fue muchacho comprendí que era yo mismo con todos los años que se acumularían en mí. Volvió a la ancianidad y dijo:

-Muchacho, sé valiente, porque mi poder será tuyo y lo necesitarás, puesto que tu pueblo terreno sufrirá calamidades. Ven conmigo.

Se levantó y pasó con cansino andar por debajo de la puerta del arco iris y, al seguirle, yo cabalgaba el bayo que me había hablado en primer término y conducido hasta allí. El corcel se paró y se encaró con los caballos negros del oeste, y una voz anunció:

-Te han concedido la copa de agua para que viva el día del reverdecer, y asimismo el arco y la flecha para destruir.

El bayo relinchó, y los doce caballos negros se colocaron detrás de mí y se alinearon de cuatro en fondo. El bayo se volvió hacia los alazanes del este, y vi que tenían luceros del alba en las frentes y que brillaban mucho. Y una voz dijo:

- Te han concedido la pipa sagrada y el poder que es paz, y el buen día rojo. 

El bayo relinchó, y los doce alazanes se pusieron detrás de mí de cuatro en fondo. Mi montura se enfrentó entonces con los rucios del sur, y una voz dijo:

- Te han concedido la vara sagrada y el aro de tu nación, y el día amarillo; y en el centro del aro verás fija la vara, y la harás crecer en árbol acogedor, y florecerá. 

El bayo relinchó, y los doce rucios se colocaron detrás de mí, de cuatro en fondo. Supe entonces que los corceles puestos detrás de mí llevaban jinetes, y una voz dijo:

-Recorrerás ahora el camino negro con éstos; y mientras avances, te temerán cuantas naciones poseen raíces o patas o alas.

Por tanto, me dirigí hacia el este por el espantoso camino, y detrás de mí iban los caballos de cuatro en fondo -negros, blancos, alazanes y rucios-, y en lontananza, sobre el espantoso camino, la estrella del amanecer apenas brillaba. Dirigí los ojos a mis pies, donde la tierra callaba en una mortecina luz verde, y me percaté de que las colinas miraban con miedo a lo alto, lo mismo que sus hierbas y todos los animales; y me rodeaban por doquier chillidos de pájaros aterrados y golpeteo de alas agitadas. Era yo el jefe de todos los firmamentos mientras cabalgaba, y cuando volví la vista atrás, los doce caballos negros se encabritaron y patearon y atronaron, y sus crines y colas eran torbellinos de granizo y sus ollares resoplaban rayos. Y cuando miré de nuevo hacia el suelo, advertí la caída sesgada del granizo y la lluvia larga, azotadora, y en los sitios por los que íbamos, los árboles se humillaban y las colinas resultaban casi indiscernibles.

La tierra recobró su esplendor mientras cabalgábamos. Podía yo ver los montes y valles y arroyos y ríos debajo de nosotros. Llegamos a un punto en que tres corrientes de agua se suman en una enorme hontanar de aguas poderosas, y allí había algo terrible. De la corriente se alzaban llamas, y en las llamas vivía un hombre azul. El polvo flotaba alrededor de él en el aire, la corta hierba se agostaba, los árboles se  marchitaban, los seres bípedos y cuadrúpedos estaban flacos y jadeaban, y las alas carecían de fuerza para volar. 

Los jinetes de los caballos negros gritaron «¡Hola hey!» y cargaron contra el hombre azul, pero fueron rechazados. Y el blanco tropel gritó, cargó y quedó vencido; y también el tropel rojo y el amarillo.

Y cuando todos hubieron fracasado, gritaron al unísono:

- Pronto, ¡Ala de Águila se despliega!

Y el mundo se llenó de todo género de voces que me vitoreaban, y ataqué. Llevaba la copa de agua en una mano y, en la otra, el arco que se convirtió en lanza cuando el bayo y yo descendíamos, y en la punta de la lanza destellaban con fuerza los bayos. Acerté al hombre azul en el corazón, y al herirlo oí el retumbo del trueno y muchas voces que gritaban «¡Un-hi!», para indicar que yo le había matado. Se apagaron las llamas. Los árboles y hierbas perdieron su agostamiento y murmuraron llenos de alegría, y todos los seres chillaron alborozados con toda su fuerza. Entonces los cuatro escuadrones de guerreros cargaron y embistieron con vigor el cadáver del hombre azul. Y de pronto se convirtió en inofensiva tortuga.

Entiende. Había cabalgado en compañía de las nubes tormentosas, y había bajado a la tierra como lluvia, y lo que había matado, gracias al poder concedido por los Seis Antepasados, era la sequía. Íbamos ahora por la tierra, a lo largo del río crecido desde el manantial, y no tardé en ver la aldea circular de una nación en el valle. Y una voz dijo: -He aquí un pueblo; tuyo es. ¡Apresúrate, Ala de Águila se despliega!

Entré en la aldea a caballo, con los cuatro escuadrones en pos de mí -negros, blancos, alazanes y rucios-, y los gemidos y el llanto por los muertos estremecían el lugar. El viento soplaba del sur como una fiebre, y cuando miré alrededor vi que en casi todos los tipis las mujeres y los niños y los varones agonizaban junto a los cadáveres. Por tanto, cabalgué en torno del aro de la aldea, contemplando a enfermos y difuntos, y sentí ansias de llorar. Pero al mirar atrás, todas las mujeres y los niños y los varones se levantaron y salieron con risueña expresión.

Y una voz dijo: -He aquí que te han dado el centro del aro de la nación para que lo hagas vivir. Fui al centro de la aldea, con los jinetes, en sus regiones, alrededor de mí, y la gente se congregó.

-Entrégales ahora -dijo la voz- la vara floreciente a fin de que florezcan, y la pipa sagrada a fin de que sepan el poder que es la paz, y el ala del gigante blanco a fin de que sean resistentes y arrostren los vientos con bravura.

Cogí la brillante vara roja y la clavé en el suelo en el centro del aro de la nación. Cuando tocó la tierra, saltó con sumo vigor en mí mano y fue un waga chun, un árbol susurrante (un álamo), muy alto y plétórico de ramas frondosas y de todos los pájaros canoros. Y debajo de él animales de toda especie se confundían con la gente como parientes y chillaban alegremente.

En la cumbre de la montaña más alta

Y todo el pueblo se puso en marcha por un camino rojo. Integraban la gran procesión los jefes de la tribu, niños, jóvenes y viejos. Y detrás avanzaba Ala de Aguila que se despliega (Alce Negro). Y aún más retrasada se desplazaba una niebla interminable donde palpitaban “fantasmas de gente”, que eran los “abuelos de abuelos y abuelas de abuelas innumerables”.

Frente al pueblo en marcha, se alzaban cuatro ascensos. Al llegar al final del primero, los viajeros acamparon en torno al círculo sagrado en cuyo centro se levantaba el árbol santo. La tierra comenzaba a perder su radiante tonalidad verduzca. Luego, vino un segundo ascenso; y, al llegar a la cumbre de la tercera subida, el aro de la nación se quebró y el árbol  parecía morir. El árbol desapareció. Se hizo presente entonces un hombre celestial, pintado de rojo. Se paró en el centro del pueblo, donde antes se levantaba el árbol. Se tumbó luego. Se transformó en bisonte. Y del animal brotó hierba divina. Cuando esta hierba creció, el pueblo y los caballos se reanimaron y Ala de Aguila que se Despliega (Alce Negro) era todavía un águila que planeaba en el aire. Y entonces llegó una gran nube tempestuosa, negra. Y desde el oeste, emergieron nubes de polvo que vomitaron caballos veloces, lustrosos, orgullosos y bellos. Y entonces los corceles...

...Se pararon de golpe, encabritándose, en forma de amplio anillo en torno a su jefe negro, su centro, y permanecieron inmóviles. Y estando ellos así, cuatro vírgenes, vestidas de escarlata, más hermosas que todas las mujeres terrenas, atravesaron el círculo partiendo desde cada una de las cuatro regiones, y se colocaron en sus puestos alrededor del gran semental negro y una tenía la copa de madera, y otra el ala blanca, y otra la pipa, y otra el aro de la nación. Todo el universo guardó silencio, escuchó; y el enorme garañón negro levantó la voz y cantó.

Su voz era fuerte, pero cruzaba el universo entero y lo henchía. Nada dejaba de oírla, y era más bella que todo lo existente. Era tan bella, que todo y todos comenzaron a bailar de manera irresistible. Danzaron las vírgenes y los corceles apiñados en círculo. Las hojas de los árboles, las hierbas de los montes y valles, las aguas de arroyos y ríos y lagos, los bípedos, y los cuadrúpedos y las alas del aire danzaron a la música del canto del semental. Y cuando miré desde arriba a mi gente distante, la nube pasó sobre ella, la bendijo con lluvia y se detuvo en el este, enmarcada por el arco iris. Después los corceles regresaron cantando a su lugar, allende la cima del cuarto ascenso, y todas las cosas acompañaron su canción en tanto que se retiraban.

-En el universo se ha cumplido un día de dicha -dijo una voz.

Y desde lo alto observé que el amplio círculo del día era
perfectamente hermoso y verde, que todos los frutos medraban y que todas las cosas eran amables y felices.

-Contempla este día pues tú haz de realizarlo -dijo una voz-. Ahora te conducirán  al centro de la tierra para que mires desde él.

Seguía yo a lomos del bayo, y una vez más sentí que los jinetes del oeste, el norte, el este y el sur se hallaban en formación de séquito detrás de mí, como antes, y que íbamos hacia el levante. Miré ante mí y percibí que los montes tenían peñas y bosques, y que de las alturas partía todo género de colores hacia el firmamento. De súbito estuve en la montaña más alta, y  alrededor de mí, a mis pies, se dilataba el cerco total del mundo. Y estando así, vi más de lo que puedo enumerar y entendí más de lo que vi; pues veía de modo sagrado, con el espíritu, las formas de las cosas, y la forma de todas las formas que deben vivir juntas como un solo ser. Y advertí que el aro sacro de mi pueblo era uno de los muchos aros que constituían un círculo, amplio como la luz del día y el resplandor de las estrellas, y en el centro había un poderoso árbol florido que cobijaba a todos los hijos de madre y padre. Y observé que era santo.

Y, estando así, dos hombres acudieron del este, cabeza abajo como flechas disparadas, y entre ellos se levantó el lucero del alba. Me dieron una hierba. -Con esto en la tierra puedes emprender lo que se te antoje y llevarlo a cabo-me dijeron. 

Era la hierba del lucero del alba, la hierba del entendimiento, y me encomendaron que la dejara caer al suelo. La vi bajar durante largo tiempo, y cuando chocó con la gleba arraigó y creció y floreció, cuatro corolas en un tallo, azul, blanca, encarnada y amarilla; y sus rayos saltaron al firmamento para que todas las criaturas los viesen y en parte alguna hubo oscuridad.

-Ahora volverás junto a tus Seis Antepasados -dijo la voz.

No había notado hasta entonces cómo iba yo arreglado. Vi que estaba pintado por completo de rojo, salvo el negro que cubría mis articulaciones y las bandas blancas que había entre ellas. Mi bayo tenía tiras relampagueantes en todo su ser, y su crin era nube. Y cuando yo respiraba, mi aliento brotaba como el rayo.

Los dos hombres me guiaban, con la cabeza en primer término como saetas que suben: los mismos que me habían traído de la tierra. Y siguiéndolos en el bayo, se convirtieron en cuatro bandadas de gansos que volaban en círculo sobre cada región, emitiendo un sacro chillido en su vuelo: ¡Brrrp, brrrp, brrrp, brrrp!

Distinguí frente a mí el arco iris que flameaba sobre el tipi de los Seis Antepasados, edificado y techado con nubes, y cosido con correhuelas de rayo; y debajo de él había las alas del aire, y debajo de ellas los animales y hombres. Todos se alborozaban y el trueno era como una risa dichosa.

Cuando crucé el portal de arco iris, hubo vítores en el universo, y los Seis Antepasados sentidos en línea, con los brazos tendidos hacía mí, mostraban la palma de las manos; y detrás de ellos, en la nube, pululaban los rostros incontables de las gentes futuras.

-Ha triunfado! -gritaron los Seis, despertando el trueno.

Y en el momento en que pasé por delante de ellos, cada uno me dio el regalo que me había entregado precedentemente: la copa de agua y el arco y las flechas, el poder de hacer vivir y destruir; el ala blanca purificadora y la hierba de la curación; la pipa sagrada; y la vara floreciente. Y cada uno habló por turno desde el oeste al sur, explicándome como antes lo que me había concedido, y mientras lo hacían cada uno se confundió con la tierra y reapareció; y en tanto hablaban, me sentí más próximo a la tierra.

- Nieto, has visto el universo entero -dijo el más anciano-. Ahora volverás dotado de poder al paraje de que viniste, y acontecerá allí que centenares serán sagrados, centenares serán llamas. ¡Observa!

Mire y vi a mi pueblo, y estaba sano y era feliz fuera de uno que yacía como muerto. Y ese uno era yo mismo. Entonces el Antepasado más viejo cantó, y su cántico fue como sigue:

«Alguien yace en la tierra de manera sacra.

Hay alguien. En la tierra descansa.
De manera sacra he hecho que ande».

El tipi, edificado y techado con nubes, comenzó a oscilar como si lo sacudiera el viento, y el portal de arco iris llameante fue apagándose. 0í voces de toda clase que gritaban en el exterior: -Ala de Águila ¡Se despliega, sale! ¡Contempladle!

Cuando atravesé la entrada, la faz del día de la tierra se mostraba con el lucero del alba en la frente; y el sol se alzó y me miró, y yo salí solo. Y mientras andaba a solas, escuché el canto del sol que se elevaba, y su cántico fue el que sigue:

«Con rostro visible aparezco.
De manera sacra aparezco.
Para la tierra verdeante hago lo placentero.
El centro del aro de la nación he hecho grato.
¡Contemplad mi rostro visible!
Hice que anduvieran los bípedos y los cuadrúpedos.
Las alas del aire hice que volaran.
Con rostro visible aparezco.
He hecho santo mi día». 

Me sentí perdido y muy solitario cuando acabó el canto. Entonces una voz me ordenó:

-¡Mira atrás! 

Era un águila moteada que me había hablado al paso que volaba sobre mí. La obedecí. Donde había estado el tipi del arco iris llameante, edificado  y techado con nubes, no vi sino el alto monte peñascoso del centro del mundo.

Estaba yo solo en un vasto llano, con las plantas apoyadas en la tierra; solo salvo el águila moteada que me custodiaba. Mi poblado resultaba visible a lo lejos, y caminé muy aprisa, porque me dominaba la nostalgia. Vi mi tipi, y en su interior, a mi madre y mi padre inclinado sobre un muchacho enfermo que era yo mismo. Y cuando entré, alguien decía:

-El chico se recobra. Conviene que le déis agua.

Y me incorporé. Me apenaba que mi madre y mi padre no parecieran saber que yo había estado a tan gran distancia de ellos.

Publicado el 12.03.2018

Última actualización: 17/10/2018