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Carlos Palacio "Pala", Colombia

Por: Carlos Palacio "Pala"

Matriushka

Hay un momento sólido, cristal irrepetible,
en el que el tiempo es nuestro y nada más que nuestro.

Sea cual sea tu pueblo,
tu recuerdo en el ojo, tu paisaje,
ha existido un instante,
casi siempre en la infancia,
en el que no hay más tiempo, más rocas o más mundo
que tu tiempo y tu mundo con su olor y sus rocas.

Tallador de madera,
mi abuelo, que era un hombre cristiano, pero bueno,
construyó mi escritorio.

El escritorio rústico al centro de mi pieza
fue el centro de mi casa.
La casa que era el centro del barrio ingobernable.

Barrio que fuera el centro de un pueblo limpiecito,
hipócrita y cristiano,
podrido de homenajes y anémico de sexo.

Un pueblo también centro
de mi único universo concebible
entre azules siluetas de montañas estáticas,
hermosas y asfixiantes.

Un día, cualquier día,
—los días de la infancia son todos tan iguales
en su delicadeza de golpe y de milagro—
con los ojos heridos de madera y en la cocina espesa,
vestida de un olor a maíz nuevo,
mi madre dijo, lento, pero con voz de adulto,
“han herido a tu padre”.

Y el tiempo, que era mío, dejó de ser mi tiempo.
Se diluyó la soga que iba de mundo a pueblo,
de pueblo a barrio y, claro, de barrio a dormitorio,
por la que me lanzaba, libre, como bombero.

Esa noche de vuelta a mi universo,
que ya era un mapamundi no mío sino ajeno,
tapizado de abismos y ruidos extranjeros,
en el viejo escritorio que modeló mi abuelo,
sobre la pasta dura de un bloc cuadriculado
escribí debo irme, me iré, ya me estoy yendo. 

 

 

Recuerdo de mi padre en el durazno

El amor pasa como pasa el tiempo.

Tumbado en el solar, bajo el durazno, mi padre repetía esas palabras
con una convicción de buen maestro y un timbre de abogado.
Lo puedo recordar, es decir, verlo,
con esa nitidez que da a los muertos la suma atroz de navidades lejos.

Me veía llegar, adolescente,
partido por el rayo de mis primeros besos,
árido como todo niño roto, esperanzado como todo pájaro.

Sentate, me decía,
y yo me imaginaba la esperanza como sus manos largas,
como su tono lento,
como su forma pálida de presentarme el cielo.
Sentate, me decía. No llorés. No hagás eso.
El amor pasa como pasa el tiempo.

Decía cosas bellas mi viejo bajo el árbol.
Cosas bellas, decía.
Cosas bellas y falsas.
Mentía y no lo culpo.

¿Cómo podía saber que tu amor vencería la miseria del tiempo
si no te conocía, si yo estaba pequeño
y vos eras apenas la más remota espina del más lejano espejo?

 

 

Me brilla, corazón, todo muy todo

Me brilla, corazón, todo muy todo
cada vez que me mucho, besas, danzas
y tan cariciamente me descansas
la vida que me piedra, astilla, lodo.

Vuelvo a de maravilla y acomodo
cada cuánta alegría, voz, sonido,
desde que tu cariño desdormido
me brilla, corazón, todo muy todo.

Hoy van opacaciones y brillanzas
desmaremotamente, codo a codo,
sin rastro de cobardes esperanzas.

Soy quien pudor aquieto y miedo podo
y cada que me mucho, besas, danzas,
me brilla, corazón, todo muy todo.

 

 

Caracolas

En una esquina sucia del D.F.
hay una placa vieja, tiznada y algo tímida:
Aquí vivió el Marqués Juan de Altamira.

En la contraportada del libro de poesía de un tal Aurelio Pozo
que me vendió el librero de la Plaza de Armas de La Habana
hay una firma en lápiz, ya casi diluida:
Familia Macías Muguercia, mil novecientos sesenta y nueve.

En Medellín, Colombia,
a igual distancia del amor y de la herida,
en el Café Bastilla,
don Ismael González, con ademán de prócer,
saca del mueble en la pared
un estuche tatuado hace tres vidas:
Colección de tangos de don Marcos Aguinaga.

Creemos en la huella y en la rúbrica,
persistentes e ingenuos,
pero no somos más que caracolas
vencidas por la paz de los relojes.

 

 

La sombra de la silla

La sombra de la silla no es la silla
y esa verdad inmensa no siempre es suficiente.
Hay quien sostiene -créeme-
que la silla no es más que su doblada sombra
y el árbol su reguero de hojas en el parque
y el pizarrón la mancha de tiza sobre el suelo.

Hay quién insiste, terco, - ¿puedes creerlo, acaso? -
que solo existe aquello que deja alguna estela.
Y que la estela - ¡casi no puedo repetirlo! -
es el objeto mismo que la crea y la escupe.

Esas bocas susurran que la nieve es invierno,
que la arena es la roca y la basura fiesta.

Hay tantos que no han visto
la forma en que del vino puede nacer la llama
y otros tantos que ignoran el canto de los niños, del que nacen guitarras.

Pobres ellos, tan pobres.
Los que detrás de un cuerpo no ven el universo.

 

 

Papá

I

Papá nacía todas las mañanas.
Iba como su pueblo: largo y lento.
Trajo su mano el sol, el alimento
y el regalo inmortal de tres hermanas.

Coleccionaba alarmas cotidianas
en ausencia de guerras y sobrinos,
y entre Caperucitas y Aladinos
aprendió el pasodoble de las canas.

Pisó los Andes con un argumento
de palidez mortal y mediodía,
y me salvó de cada sufrimiento
con sonatas de beso y librería.
Con su dios de tumor y mandamiento,
era de pan mi padre y lo quería.

 

II

Algo dejó su mano en la herramienta,
algo de su ceniza entró a mis ojos;
los clavos de su adiós quedaron flojos
como firmes las haches de su imprenta.

Si el ángel de la muerte no escarmienta
hay que romperle a versos la quijada:
no se borra un halcón como si nada
ni se tala una ceiba a los sesenta.

Me aturde su silencio con sordinasy vuelvo a que su barba me taladre;
si excavo es para hallar entre sus ruinas
alguna enciclopedia que me ladre.
Se transparenta un niño entre neblinas.
Es junio y otra vez me falta un padre.

 

 

Tiempo

A veces cuesta verlo,
pero llega un momento en el que cada uno,
cubierto de un dolor que casi pesa,
se descubre al final del escritorio
harto del tenedor y de los huesos,
rogando a cualquier dios, al más ingenuo,
al que acepte canciones por ofrenda,
que le regale, al menos otra noche,
otro amarillo ocaso, otra noticia.

Tan pordioseros somos frente al tiempo.
Tan desacomodados.
Tan incapaces de aceptar el fósil.

Suplicamos por horas, juramos que esta vez será distinto,
que no malgastaremos el obsequio,
que besaremos mucho,
que haremos del otoño una persiana,
que seremos felices.

Pero el hombre no es eso.
Nacimos con lunares y no entendemos nada.

Doblamos las esquinas y en lugar de muchachos o de pájaros
reparamos en las alcantarillas.

En lugar de aferrarnos a los cráteres buscamos funcionarios.

En vez de sonreír hacemos cuentas.

Y por eso los dioses nos ignoran
y regalan el tiempo a las tortugas.


Carlos Palacio (Pala), nació en Yarumal, Antioquia, Colombia, el 22 de mayo de 1969. Es poeta, cantante, compositor, guitarrista y exmédico. Ha sido considerado uno de los mejores letristas de su género en el país. Ganó el Premio Nacional de Música del Ministerio de Cultura de Colombia.

Es autor de los libros de poesía: Pasacintas, 2014; Así se besa un cactus, 2017; Abajo había nubes, 2020 (Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández), y El pasado impredecible (ganador del Premio Libro de Poemas Inédito – Alcaldía de Medellín 2020). Es autor de los álbumes de Estudio: Amnesialand, 2001; Colombianito, 2004; Palabras, 2007; Socios ociosos, -con Andrés Correa-, 2008; Yo y ya, 2010; El origen de las especias, 2012; Maleviaje, 2014; Alamar, 2016; y El siglo del loro, 2020.

Links a Carlos Palacio (Pala):

-Página de Pala
-Carlos Palacio "Pala" en #Facetas -Vídeo-
-Pala, el escritor de canciones. Literariedad
-Entrevista exclusiva con Carlos Palacio “PALA”. Por Leonardo Prada. Sindicato del Ocio
-La poesía cantada de Carlos Pala. Por Juan Carlos Piedrahíta B. El Espectador
-Pala encarna en su arte el valor poético de la canción. Por Giselle Tatiana Rojas Pérez. El Mundo

Publicado el 18.03.2021

Última actualización: 14/03/2023