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Danielle Boodoo-Fortune, Trinidad y Tobago

Por: Danielle Boodoo-Fortune
Traductor: Sebastián Dominguez

Ninguna palabra para la luz


No hay palabra para la luz
en tu idioma. 

Esta isla lo sabe,
cada grano ciego de arena, cada brizna de hierba
impregnada del verde esmeralda propio de Dios.

La montaña no será pintada,
ni el río guardará silencio para que el poeta 
encuentre las palabras precisas. 

Pero así encuentre las palabras o no,
la luz entrará en la habitación cada mañana
como un brazo extendido, 
llenará las grietas entre los tablones del piso
y las hebras grises de cabello.

Aprendí a orar en el idioma
de la luz y el agua que corre
antes que el anhelo y los poemas
y los lomos rajados de los libros,

porque esta isla tiene su propia lengua,
susurro sagrado de bambú en el valle,
siseo del agua a través de los dientes
apretados de la roca en Galera.

Entonces, ¿qué significa ir a casa
cuando el afluente colmado de flores
tañe las campanas de mi cuerpo,
cuando el aroma del Atlántico
escurre la sal de mis ojos
y me llama hija?

Aquí ha estado siempre el hogar,
el hogar de mi madre,
la tierra de mi madre,
madre.

No hay palabra para esta luz.

Sólo el canto de alabanza de los loros
en la lluvia dorada de septiembre,

sólo la sombra de alguna casa olvidada
desgastada hasta el hueso por años de pisadas y sol

sólo nombres de plantas y árboles
nombres verdaderos, los que responden en lo oscuro,
en el secreto calor feroz de las cosas crecientes.

 

El mundo no termina por temblar 


La vieja casa emite su estertor de muerte,
una aguja de humo sale sin rumbo por la ventana del dormitorio.
Nuestro padre baja la escalera retrocediendo
por el agua verde, un cigarrillo húmedo en su boca.
La habitación de cristal se estremece, chilla silenciosamente.
Peces koi durmientes se levantan de su pecera sin ahogarse.

No tememos a nuestro padre, 
tú en tu pecera y yo en la mía.
Ahora miramos afuera, la tierra ha cesado de moverse.

Pequeña, he vivido tras la cortina
de lo que no debemos contar. Retírala ya.
¿Ves? El mundo no termina por temblar.

Radiante lirio, amada hermana, querida desconocida,
sobrevivirás a esta larga noche submarina.
Al alba vendré por ti
con plata en mi cabello y aceite en mis manos. 
Hasta entonces, aférrate a mi memoria

Porque cuando los temblores terminen, y los años
extiendan sus aletas en el agua oscura entre nosotros,
me conocerás por mis pasos,
por la coronilla en mi cabeza y el chasquear de mi mandíbula, 
la luna astillada de la sonrisa de mi pródigo.

Pero ahora, un gallo solitario bate su cola a través de la noche.
La colina oscura termina en la punta de un filo oxidado. 
Aquí está tu pequeña porción de tierra,
aquí está tu ramillete de estrellas condenadas.
El cristal se quiebra, el tiempo se derrama por la escalera.
Una de nosotras toma su mano extendida.

 

De peces y hombres


Sigo volviendo,
la escindida carne azul de mi cola
se cierra una y otra vez
como heridas que cortan el agua.

Nunca permanezco asesinada por mucho tiempo
sin importar cuán filoso el alfanje
sin importar cuán roto el hueso.
La boca del río en su canto siempre
me llevará a casa.

El agua del manglar corre, obsidiana,
cuando la marea del ocaso se apresura
corrientes en remolinos que ningún hombre puede resistir
hunden mi cuerpo.

Mil peces diminutos me recomponen
con sus bocas, un millón de invertebrados
en palpitante ceguera bioluminiscente.

El río es mi madre, el dios frío
que no necesita música sino electricidad
y oscuridad. Mi dios no exige belleza.
Mi dios no exige perdón.

Con los años he abandonado mi rostro,
Restregándolo contra las rocas,
He recomenzado demasiadas veces para contarlas.

Me han enterrado rota en barro poco profundo.
He dormido por vidas
pero no he terminado aquí.
Ni cuchillo para deshuesar, ni lanza, ni cuchilla de motor
pueden cercenar mi memoria.

Las primeras cicatrices son más antiguas que la caliza,
más antiguas que la isla,
más antiguas que todas tus tediosas palabras para el dolor.
He sanado y sanado
hasta ser una cosa áspera, sin rostro.

Es cierto lo que dicen. 
Soy más azul en el hueso.
Hundo barcos todo el trayecto
hasta el comienzo 

de peces y hombres.
Canto para sus maridos. 
¡Que intenten atraparme!
Ningún ojo me ha visto. Corto 
el agua quieta en silencio sagrado.

 


La hija del jaguar


Antes de partir,
él me trajo un cráneo de pájaro
más pequeño que mi pata,
blanco y húmedo como el corazón de una palmera.

Era el año del Huracán,
del hambre de gatos salvajes y polluelos 
ahogados vivos en sus nidos

El mismo año en que mis primeros dientes empujaban
por encías ensangrentadas, reluciendo,
sin probar, nuevos. 

Por meses vivíamos sólo
de cáscaras de huevo e ira.
Mamá se volvió delgada y salvaje,
caminaba de un lado a otro de la casa hasta que sus garras
se volvieron muñones. En la ausencia de él
aprendí a vivir con necesidad, 
a compartir la cama con años de huesos.

Mi padre me enseñó a estar vacía.
En su ausencia, comí semillas de pimienta para la valentía, 
hice caldo de alas de langostas,
cartuchos de escopeta y diminutos picos
de colibríes. 

Para sobrevivir a él, aprendí 
a ingeniármelas con tierra y cielo solamente.

Para sobrevivir a él, crecí alta
como el cerro, demasiado salvaje para que ni
hombre ni bestia me criaran.

Ahora estoy a un bosque de distancia del lugar 
donde lo alzaron alto, con flores,  
y le prendieron fuego. 

Ah padre jaguar, inolvidable en mi médula,
bestia de mineral de oro y trueno,
tu reino se torna más pequeño cada día. 

Aquí yace tu memoria.
Aquí está tu hija, 
de dientes filosos y hambrienta.

 


Cierva
El cazador recuerda la cierva


¿Ves? sus ojos dijeron
pero no escuché.
Sucedió así:
Los perros saltaron,
agarrándola por la garganta.

Apreté el gatillo,
volteé su cara hacia
la tierra húmeda
para no ver sus ojos
mientras hacía mi trabajo.

Pero una vez desenfundé el cuchillo
contra su costado, lo supe.

Aún estaba cálida, respirando
profundo dentro de la media luna
de su vientre abierto.
“Déjala”, alguien dijo,
Pero no pude. Temí que
que la oscuridad me tragase,
que los árboles suspirantes
recordaran mi rostro.
Parpadeó dos veces bajo
su membrana de seda húmeda, miró
justo en mi ceguera
con ojos que hablaban
el mismo idioma
de su madre.

 

La mujer del cazador recuerda al cervatillo 


Cuando él me trajo el cervatillo
ese domingo por la tarde,
su peso en mis brazos
se sintió como una plegaria.

Sus ojos eran como los tuyos,
complejos, hambrientos,
pesados con el recuerdo
del cuerpo inservible de su madre.

Pero la verdad es 
que fuiste tú quien rompió mi corazón
aquella noche, tú, con tus pequeñas manos
hechas para aferrarte demasiado tiempo.

Ni siquiera hiciste un ruido
cuando, asustado por su soledad,
el cervatillo arrojó y rajó 
su cráneo sobre el piso de la cocina.


Danielle Boodoo-Fortune nació en 1986 y es una poeta y artista de Trinidad y Tobago. Su escritura y arte han aparecido en varias revistas locales e internacionales como Bim: Artes para el Siglo 21, The Caribbean Writer, Small Axe Literary Salon, Poui: Cave Hill, revista de escritura creativa, Anthurium: A Caribbean Studies Journal, Dirtcakes Journal, Revista Room, Poetry London, The Rialto, Prairie Schooner, entre otras. En 2015 ganó el premio Hollick Arvon de escritores caribeños y una selección de su poesía se publicó en Coming Up Hot: Ocho nuevos poetas del Caribe (Peekash Press, 2015). En 2016, ganó el premio Wasafiri a la Nueva Escritura de Poesía. Su primer libro, Canciones de la cierva, fue publicada por Peepal Tree Press en 2018 y recibió el Premio OCM Bocas de Poesía en 2019.

Publicado el 03.05.2022

Última actualización: 28/07/2022