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Ester Naomi Perquin, Países Bajos

Fotografía de Tzum

Por: Ester Naomi Perquin
Traductor: Micaela van Muylem

Vuelo 


Un hombre deposita un antiguo avioncito en la ventana,
quien pase por la calle podrá ver que ha sido piloto. 

Una noche de invierno, cuando con esfuerzo y una lupa 
lee diarios viejos de repente alza vuelo el avioncito, 
da una vuelta grande por la sala (pasa delante de la foto 
de su mujer, muerta hace ya diez años, con una copa en la mano
en una playa de Francia, delante del cuadro que había
comprado en Chile, la muñeca de porcelana, el candelabro 
que fue de la abuela, el enorme planisferio,
la agenda de teléfono con los nombres tachados, 
la iluminación navideña en las ventanas) y aterriza, 
zumbando bajito, justo en su mano, 
y eso lo hizo muy feliz. 

Y así lo encuentran, después. Un inmóvil 
milagro, aferrado entre los dedos negros.


Experticia 


Extrañarte es un trabajo de relojería y no es asunto para almas delicadas. Requiere 
la capacidad de saber dónde, cuándo y cuándo no, y la diferencia,
sopesar el por qué, y la medida de lo previsible. 

Extrañarte con descuido, a ciegas, solidariamente, extrañarte a pesar de todo, 
extrañarte al igual que una planta olvidada anhela el agua, un extrañarte que pasa 
casual, permanece impronunciado, o de pronto aflora de nuevo: 
todo eso es extrañar, lo admito. 
Pero es extrañar para aficionados. 

El extrañarte con precisión, ese extrañar profesional, incluso ahora que se prolonga 
tanto, extrañarte como una reina y, a la vez, actuar con gran 
modestia al respecto, extrañarte con ambos brazos 
rodeando el mayor vacío…

En eso, por ahora, estoy completamente sola. 



Madre

Así, como te habla desde adentro y encuentra cosas, resonando a través 
de tus propias palabras, a menudo sin permiso: córrete el pelo, para qué 
tienes ojos, por qué abres tanto, las mangas esas te quedan 
raro y ponte la bufanda si hay viento.

Así como suspira en tu pecho cuando estás a punto de comprarte algo superfluo, 
te dice que el azúcar, la grasa son malas para la sangre, el corazón, el hígado 
resentido por el alcohol y el tabaco, cuando cruzas la calle sin mirar 
o pasas en rojo, es que no quiere que te mueras, 
que sufras un golpe, ni rasguño siquiera.

Como en una escena de persecución que se proyecta toda tu vida
en cámara lenta. Te persigue. Avanza, 
uno, dos, la misma toma. 

Tantas veces la decepcionás, tantas veces no tanto. Te rescata, siempre
sin permiso. Te arrebata del perro, la vereda, la verja y la desgracia.
La miras. Sin saber quién es. 


Noticiero


Un miércoles a fines de diciembre el locutor J. van K., del turno noche, sentado en la sala 
de grabación acolchada (con esa ventanita redonda en la puerta, como en un barco) 
leyó lo siguiente: “Al hombre se le vetó el ingreso al estadio a causa 
de las ofensas que había nevado”.

No era la primera vez que el locutor J. van K se confundía. Pero en esta oportunidad, 
en la profundidad de la noche, la frase le siguió resonando. Durante el tiempo que tuvo 
hasta el próximo segmento siguió pensando en ese hombre 
que había nevado ofensas.

Pensó en el año en que el mundo estuvo tan blanco tanto tiempo y desaparecieron todas 
las formas. La navidad en la escuela, el aroma casi imperceptible de un parque 
cubierto con una manta, como un cuerpo que respira.

Pensó en las nevadas de auxilio, a los cuatro vientos. La gente que se nieva 
en la calle. Luego corrigió sus textos y cerró la puerta. 
El error no se cometió por segunda vez. 

Pero en alguna parte de la verdad que, como sabemos, consiste en oscilaciones y partículas, 
había despertado un hombre. Se levantó, con el ceño fruncido, resuelto, 
para dirigirse al estadio. 

Allí, en nombre de todos los lectores, todos los lapsus, en nombre del mismísimo invierno 
y el anhelo de un paisaje desolado en que sólo somos huella, 
rastro, en nombre de los noticieros que no escuchamos, de palabras que desaparecen, 
aire desapercibido: allí, nevaría ofensas. 

Durante tanto tiempo y tan alto que la lenta caída sobre las cabezas de otros,  
revoloteando en la noche, penetrando tan maravillosamente en todo,
se seguirá recordando durante años. 


Definiciones reunidas de poesía 


Que es un ombligo, un ombligo terrenal, un hueco de setecientos 
kilómetros de diámetro. Que es un perro, un lobo,
un remanente. Un esqueleto atado a un árbol, 
muerto de hambre por la ausencia, carcomido.

Que es una forma de consuelo, un paraíso cerrado 
por falta de visitas. Un corte transversal del arcoíris. 
Que es un cordero, un débil, un mojado cordero 
temblando en la paja. 

Que es un dios. Una errata. Puro grito y disparates. 
Un asunto espantoso, una mano sobre la olla llena 
de agua, una mano sujetando una langosta, encima 
del ignoto calor de la muerte. 

Que es una viga. Argamasa. Una soga. Anchos surcos en los campos de otoño. 
Que puede doblegarse, chirriar, meterse al horno, que huele a pan. 

Que es un gato que se mueve, desenvuelto, por una ciudad 
en que no vive nadie, por un entramado de calles vacías 
y allí, ni siquiera la cabeza, pero a menudo la cola, 
de la que a veces apenas vemos la punta, justo antes 
de doblar a la esquina. 

 


Consejo no solicitado


Dale el país a quien sabe dónde queda: maravilloso, 
bajo el nivel el mar, en medio del paraíso.

Dáselo a los mancos, a los ciegos, a los tartamudos 
y ceceosos. A los que callan. 

Dáselo al anciano que se va a pescar temprano en la mañana, 
sólo para escapar de la mujer. Nosotros también somos 
ese hombre, esa mujer, también somos esos peces. 

Dáselo a la mujer que les enseña a los niños: crucen siempre por la senda, 
devuelvan el golpe si les pegan, cuiden siempre bien a su perro.

Dáselo a quien quiera irse, pero no pueda. 
A quien se quede. A quien conoce las fronteras, las fachadas torcidas 
y la tierra. A quien no sepa nada de precios ajustados 
pero sí del valor actual. No temas.

Abre el grito, mira: también ahí estamos, 
hombro con hombro en torno al fuego, gruñendo 
y esperanzados. A la espera. Mirando fijo.

Dale el país a quien lo sostendrá, apenas, pero radiante 
dáselo a quien casi no le quepa.

Mira más allá de la abundancia de carteles, ignora 
las palabras más delicadas, las la ilusión, la risa…  
Cédele tu país, tu ciudad, tu tiempo.

Pero dale sólo un voto.
Nunca el poder.


Ester Naomi Perquin nació en Utrecht, Países Bajos, el 16 de enero de 1980. Trabajó en el servicio penitenciario para pagar sus estudios en la escuela de escritura creativa de Ámsterdam. Fue editora de la revista literaria Diatriba y escribió una columna para el semanario De Groene Amsterdammer. También fue nombrada «poeta de la ciudad de Róterdam» por dos años. Su primera colección de poemas, Servetten Halfstok, se publicó en 2007, seguida por Namens de ander en 2009 por la que recibió el Premio de Poesía Jo Peters y el Premio J.C. Bloem. Por sus dos primeras colecciones, también recibió el Premio Lucy B. Y C.W. van der Hoogt. Por su tercera colección publicada en 2012, Celinspecties, obtuvo el Premio de Poesía VSB Premio de Poesía.

Última actualización: 04/07/2022