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Necesidad de abrazar al árbol

Por: Giselle Lucía Navarro

 

Si los árboles son los esfuerzos de la tierra para hablar con el cielo que escucha [1] , qué es un niño caminando descalzo sobre los ojos de una tierra baldía, vestida con las huellas de todas las generaciones humanas que caminaron sobre ella. Estamos aquí, con el milagro de nuestro nacimiento, en el silogismo de todas las sensaciones y creaciones que nos impulsan y permitieron al sapiens salir de la cueva, enamorarse de la forma que tiene la Tierra contemplada desde la Luna.

¿Qué extraño poder el de nuestra especie, gravitando siempre al límite de todos los pronósticos, pero tropezando con la misma piedra, a veces sin preguntarse el verdadero propósito de esta? ¿Qué poder tendrán mis manos sobre el rostro de una tierra que sangra? Nuestras manos, compleja arquitectura de un arte apenas conocido, siguen portando el misterio. Una mano en el centro de todas las cosas que nos hicieron evolucionar o retroceder hasta el momento exacto en que nos encontramos. ¿Qué poder tendrán nuestras ciudades grises y lumínicas ante la dilatación de un mar y una tierra que nos superan? Seguimos siendo insoportablemente breves, tratando de perpetuar aquello que deberá nombrarnos cuando el tiempo nos lleve. Más allá de la inagotable búsqueda de la belleza o el poder, continuamos tratando de encontrarnos.

Tengo 26 años, desciendo de emigrantes que llegaron a Cuba huyendo de la guerra, afortunadamente no conozco el olor de las bombas, en mi infancia hay un rumor de mar y campo amanecido, pero una mujer no es solo lo que lleva en el recuerdo. Los conflictos bélicos no solo castran al mundo de territorios, patrimonios y vidas, también amputan la esperanza y alteran el ritmo de toda una especie. ¿Puede un hombre estar en paz mientras masacran el pueblo del vecino, sin temer por un instante que sea su casa la próxima que destruyan? Quizás ya no se trate solamente de sentir nuestro el dolor ajeno y ser portavoces de campañas pro paz. Quizás retener la memoria no nos alcance para evitar el derramamiento. No se enseña a sembrar instruyéndonos en las malas consecuencias del ejercicio de podar.  

Pertenezco a una generación que creció con el alcance de las bondades del desarrollo tecnológico, pero por fortuna la llegada a mis manos de estos artefactos no fue precoz. Ya mi costumbre era la del libro y la palabra mirando a los ojos, ya mis sueños llevaban lugares y circunstancias palpables. La tecnología no vino a ocupar esos espacios que necesitan los niños para socializar y ejercitarse, más bien se convirtió en una herramienta útil en el sentido de mis inquietudes. Estudié Diseño, quizás porque fue uno de los caminos donde vi que el arte se ponía al servicio de construir una sociedad mejor, más allá de las cuestiones estéticas, pero para hacer cambios en una sociedad bulímica y camaleónica como la actual son necesarios rompimientos acertados. La globalización y el desarrollo digital nos trae otros peligros, modos de colonización silenciosos que alcanzan el subconsciente sin liberar un solo armamento. No confundir jamás nuestro planeta con el ciberespacio. La mente crea universos, pero somos seres vivos, nuestros cuerpos siguen siendo los templos sagrados para habitar este planeta. El planeta sigue siendo nuestra casa. Ninguna realidad virtual superará jamás la sensación de mis manos sobre el tronco de un árbol. Ninguna fotografía superará mis ojos contemplando el paisaje.

Mucho se ha hablado de paz y medio ambiente, los políticos e imperios económicos seguramente tienen maestrías en eso de comprender la necesidad eminente de extender la tregua, pero hay treguas que no son rentables al instinto. Mucho se ha hablado de la cultura, la memoria de los pueblos, el deber de las nuevas generaciones en esta, a veces reduciéndola al plano artístico, a veces cometiendo el error de esquematizarla, globalizarla, exportarla, fragmentarla. Mientras más complejicemos nuestra civilización, mientras más etiquetas y moldes construyamos, las diferencias se harán más insondables.

La cultura como el bien más preciado de nuestras naciones, el estandarte quizás más plausible, en cada gesto inconsciente, nos recuerda que hemos sido domesticados durante siglos, que esos ciclos interminables por obtener el poder también nos construyeron. Sostenemos con orgullo el manojo de enseñanzas que nos ofreció la familia, acumulamos diplomas, méritos escolares, emprendemos una carrera desesperada hacia el éxito, atesoramos objetos, billetes, lenguajes, sostenemos con firmeza que esta es nuestra familia, nuestra casa, nuestra religión y asumimos que todo lo demás no nos pertenece o es menos importante. La cultura mucho tiene que ver con el acto de posesión, incluso dentro de una familia, comunidad o país cada hombre tiene en sí diversidades culturales, y ese es también el milagro de la vida, su parte más sugestiva, lograr convivir en armonía con la pluralidad, adaptarnos y evolucionar en un acto de aprehensión o resistencia.

Somos artistas, poetas, obreros, humanos, estamos constantemente estudiando cómo la cultura nos ha transformado y nos transformará, cómo rescatar lo que hemos perdido en el bregar, embalsamamos todo lo que nos legaron, porque tenemos la costumbre de creer que en el pasado estuvo la respuesta. Podríamos ser esclavo de la herencia, pero es natural la creación, intentar resolver dilemas ancestrales y apuntalar conquistas adquiridas. De poco servirían los museos y la historias si no nos impusiéramos sobre ese peso antiguo, los códigos heredados, para continuar con la espiral, el ciclo eterno hacia la evolución.

Duele morir y no tener memoria [2], como dice el poeta, pero la memoria no puede ser un trofeo taxidérmico creciendo al margen del hombre. La memoria es la huella sobre la cual los que vendrán erigirán sus casas. Lo que nuestra generación decida conservar u olvidar amparará al futuro. La cultura es el espejo de esa resolución y los fragmentos que persisten propician la transformación. Es importante entender que el cambio debe ser un acto del presente orientado hacia el mañana, no una manipulación de la historia o esas sombras del pasado que deberían avergonzarnos. Es importante que nuestros hijos conozcan a tiempo la agonía que provocó el holocausto, la esclavitud, la ignorancia, el machismo, la xenofobia, el clasismo, la violencia, el racismo, la codicia y todo la que lucha por el poder le hizo a nuestra especie. Es cardinal que no olvidemos esas piedras que también conforman las pilastras de la sociedad actual. Al alterar esa memoria estamos falsificando la historia y volvemos a colocarnos en la peligrosa posición del tropiezo. No permitamos que el olvido vuelva a condimentar la ignorancia.

Hay una fila donde nos sembraron a crecer, una fila que viene a nombrarnos desde antes de nacer. Esta será tu tierra, tu patria sagrada, deberás defenderla a cualquier precio, pero qué cosa es la patria ante los ojos de los hombres que han aprendido que el poder da al hombre casi todo lo necesario. ¿Qué es la patria ante los ojos de un niño que aprende a reconocer amigos y enemigos, que debe elegir con qué religión, con qué profesión, con qué productos ha de identificarse, un niño que debe elegir las etiquetas que pondrá a sí mismo, los grupos que contendrá su existencia? ¿Qué es la patria si defendemos como bárbaros nuestros intereses y volvemos a inscribirnos en el papel más animal de todos cuando algo o alguien amenaza aquello que conocemos? ¿Qué es la cultura ante los ojos de un indígena analfabeto o el niño que ha crecido en un túnel con el sonido que las bombas tatúan en sus oídos? Cuando la naturaleza deja de ser un estado de poder y se convierte en instrumento para el poder, volvemos a fracasar como especie.

Va el ciudadano orgulloso de su pasaporte, las pertenencias acumuladas, el techo que ha construido, la familia que ha concebido, los méritos ganados, dichoso siempre de tener una memoria entrenada en el sentido de resistir al dolor y perpetuar el éxtasis. Es más culto el individuo que pueda navegar entre diversas aguas y adquirir los modos de otras tierras, y es más querido por los suyos el que se resiste al defender sus genuinas herencias. Muchos jóvenes de mi generación miran a otro lugar, se preparan para el desgaje y el injerto. Es derecho y deber de todos conocer las grandes obras de la humanidad, pero hay cierta ignorancia compartida en el acto de someter los orígenes sobre la cultura del otro a conveniencia.

Hay modelos de éxito que nos persiguen de forma inconsciente, esquema que debemos contemplar con cautela antes de dejarles penetrarnos. En nombre de ese éxito a veces destruimos lo que nos alumbra.

El arte es un instrumento sanador, pero también otro espejo. ¿Qué caminos transita el arte en ese reflejo de nuestras sociedades consumistas? ¿Acaso no seguimos reproduciendo relaciones coloniales, principios de dominación, formas de administrar el territorio, paradigmas que reproducen los mismos errores que criticamos? ¿Realmente tenemos una cultura orientada en el camino de la paz? ¿Son pacíficas nuestras ciudades con sus enormes construcciones, esas pirámides y templos que admiramos con devoción, los monumentos, las obras de arte, nuestras creencias, las normas, religiones, los partidos políticos, los idiomas, las simbologías? ¿Son pacíficas esos grupos y diferenciaciones, esas etiquetas que aprendemos y ejercitamos en cada instante? ¿Son pacíficas las nacionalidades? ¿Es pacífico tener que aprender la lengua del otro y cambiar nuestra identidad para pertenecer a un sitio donde se vive mejor, como los sistemas de comunicación masivos nos han enseñado que se debe vivir? ¿Es pacífico el bucle de nuestra carrera hacia la superación intelectual, hacia el éxito? ¿Qué cosa es el éxito? ¿Son pacíficas nuestras vestimentas, medios de transporte, una buena parte de nuestros libros, costumbres alimenticias, los hábitos que portamos? ¿Realmente son reflejos de una sabiduría ancestral o más que rastros de una cultura rica y desarrollada llevan en sí las huellas del desconocimiento de lo que realmente es la paz? Los vestigios de siglos acostumbrados a inmortalizar el poder que vamos conquistando, o más bien, todo lo que nos ha conquistado. ¿La guerra es solo un enfrentamiento entre naciones, una granada que explota en suelo enemigo? ¿Quién puede asegurarme que la guerra no inicia también en las escuelas, en nuestros modos estancados de educar, de esquematizar, de querer concebir hombres integrales, cuando esa supuesta integralidad consiste en la anulación u omisión de las peculiaridades que nos identifican en la masa? ¿Realmente la patria es solo un pedazo de tierra definido por una geopolítica inventada en el sentido del poder adquirido, o toda la tierra, el planeta todo, viene a ser la patria y la humanidad nuestra única nacionalidad? ¿Qué significa ser un individuo culto? ¿Realmente la cultura nos libera o a veces también se instala en nosotros como un instrumento de dominación instintivo? ¿Es un arma contra la ignorancia u otra jaula íntima? ¿Qué vicios trae esa criatura que acaba de nacer, que enseñamos a reproducir lo que no le es natural? ¿Qué sentido tiene imaginar la paz si seguimos educando a nuestros niños en el pulso de nacionalismos, religiones, pertenencias, peligrosas diferencias que nos hacen más que nada vulnerables, si son las balas las palabras de los que ya no encuentran nada útil que decir? ¿Cuál es el privilegio de un cerebro humano que entrenamos en el sentido de la poda? ¿Qué paz encontraremos si no somos capaces de encontrarla en nosotros mismos, si seguimos creyendo que esas cosas que nos faltan nos harán felices, si nos hemos adaptado a hacer del cerebro un órgano acumulativo más que un órgano pensante?

La cultura es parte de esa sangre que portamos como herencia, y aunque nos resistamos seguirá palpitando en el interior del brazo. Es la crisálida donde aprendemos a volar y, como es sabido su papel transformador sobre nuestra sociedad, debemos lograr que esa transformación no lleve hacia un lugar fértil. Por tanto, nuestra cultura no debería ser pro paz. Una cultura pacifista solo nos indica la fragilidad de ese apaciguamiento. Nuestra cultura debería ser la paz. La paz no vista como una utopía, un ideal para las generaciones futuras, sino como un estado de armonía. En esa armonía la naturaleza, que es nuestra verdadera casa, debe ser siempre el epicentro. La paz debe ser tan natural al futuro, como el oxígeno que llena nuestros pulmones al respirar. Ninguna lucha nos dará un fruto perdurable si no hacemos de la educación nuestro campo de combate. La paz solo se hará posible cuando no necesitemos nombrarla.

Paz es equilibrio, es amor, es poesía. La poesía es eso que nos salva de la nulidad, del automatismo. La poesía es mi conversación con el árbol, mi abrazo con el árbol, mis manos sembrando otro árbol al lado de este. La poesía es mi pulmón inundado de oxígeno gracias a ese árbol.

[1] Rabindranah Tagore.
[2] Jesús Orta Ruiz.


Giselle Lucía Navarro nació en Alquízar, Cuba, en 1995. Es poeta, escritora, diseñadora, gestora cultural y artista multidisciplinar. Ha obtenido, entre otros, los premios José Viera y Clavijo de ciencias sociales, Benito Pérez Galdós de ensayo, Edad de Oro de poesía infantil, Pinos Nuevos de narrativa juvenil y el David de Poesía que otorga la UNEAC, además de menciones en los premios Calendario, Félix Pita Rodríguez, Ángel Gavinet (Finlandia), Poemas al Mar (Puerto Rico) y Nósside (Italia). Ha publicado Contrapeso (Colección Sur, 2019), El circo de los asombros y la novela infantil ¿Qué nombre tiene tu casa? (Gente Nueva, 2019), Criogenia (Ensemble Edizioni, Italia, edición bilingüe, 2021), La Comarca Silvestre (Ediciones Loynaz, 2022) y La Habana me pide una misa (Extramuros, 2022). Su obra se ha traducido al italiano, inglés, francés, turco, griego y ruso, publicada en antologías y revistas de una veintena de países. Licenciada en Diseño Industrial por la Universidad de La Habana y egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Es miembro del Comité Organizador del Festival Internacional de Poesía de La Habana. Co-dirige el proyecto Poeti in parallelo, que organiza la Casa della Poesia di Milano y el Instituto Cervantes.

Última actualización: 05/09/2022