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Hablar de la paz

Fotografía de Margo Berdeshevsky, tomada de livreshebdo.fr

Por: Alexis Bernaut

Hablar de la paz implica casi sistemáticamente, por oposición, hablar de la guerra. El novelista francés Jérôme Leroy escribió: “La guerra no conoce metáfora”. Del mismo modo que una tierra bombardeada e irradiada ya no será fértil antes de haber tenido tiempo de regenerarse, el hecho bélico es demasiado crudo, demasiado árido y demasiado brutal para generar metáforas. El acero pulido, cepillado de un arma de fuego no refleja nada sino la forma de los dedos, la piel de la mano que, inquieta, espera no tener que sacarla de la funda.

Podemos notar cada vez más, entre los que tienen la palabra en Occidente, una fascinación enferma por la guerra. De creerle al presidente francés –que nunca en su vida cogió un arma pero se destacó durante una visita a una base aérea disfrazado de piloto de caza, sin duda la fantasía tipo “Top Gun”–, “nosotros” estaríamos constantemente en guerra. Contra el covid, contra esto, contra aquello. En cuanto a él, está claro que entró en guerra contra el pueblo que supuestamente representa.

Un filósofo-ensayista-cineasta francés de triste notoriedad escribió un libro titulado La guerra sin amarla, aunque todo, en su polimorfa obra, sólo habla y se alimenta de las guerras que él promueve, cuando no las provoca él mismo. Esta gente habla de la guerra como un virgen pataleando habla de manera grosera del cuerpo de las mujeres.

Escribí en un poema que la palabra “guerra” era un “significante con sabor a azufre/para quienes no sufrió su significado”. El divorcio entre significante y significado que permite la distorsión del lenguaje y las mentiras en las que Occidente, específicamente, está enredado, quizá tenga aquí sus raíces.

La poesía cantó, sigue cantando, a la paz. La paz, por breve que sea, permite la poesía; permite, precisamente, el despliegue de la metáfora y el enriquecimiento de la conciencia humana y de la relación del hombre con el mundo a través de la metáfora. Los escasos y fugaces momentos de calma entre dos batallas son propicios para la lectura de poesía más que ningún otro género literario – recordemos al comandante Massoud leyendo poesía en la película de Christophe de Ponfilly, Massoud el Afgano. Algunos de los más grandes poemas o escritos de la humanidad fueron, también, cantos de victoria militar, celebraciones de batallas o campañas – La Ilíada, La Epopeya de Gilgamesh, El Mahabharata… Es cómodo imaginar, por la gloria, que los combatientes de la época eran valientes, de palabra fiable y que se jugaban la vida (por supuesto no lo sabemos). Quizá los combatientes sigan siendo valientes, cuando no son carniceros; pero los belicistas, los instigadores del crimen de hoy son cobardes que ya no encarnan su palabra.

Algunos poetas cantan a la guerra porque seguramente creen que es capaz –el virilismo obliga– de dar una erección a sus versos cuando ninguna otra cosa lo podría lograr. En el plano ecológico, el lenguaje sería una tierra que no cesamos de querer fertilizar a fuerza de potentes abonos, un océano en el que hubiéramos practicado la sobrepesca, una y otra vez. Nos vamos a quedar sin palabras pesadas, habitadas, como nos estamos quedando sin petróleo, como nos estamos quedando corto con todo. Estamos corriendo hacia el agotamiento. Retorcemos el lenguaje para que diga otra cosa, en la misma carrera hacia adelante que no lo es y que rompe el curso de la conciencia como detiene o seca los ríos. No hay aquí el enriquecimiento de la realidad que permite la metáfora: al contrario, las palabras son hámsters agotados en ruedas que siempre giran.

La situación no es nueva. Ya decía Confucio –y Albert Camus mucho después de él– que nombrar mal las cosas era aumentar la desgracia del mundo. Dante colocó a los corruptores del lenguaje en el séptimo círculo del Infierno. Algunos poetas, a los que la poesía no cambia, pueden pasarse toda una vida cuidando de no rasguñar sus versos en el filo de la realidad.

Mi amigo Baptiste Pizzinat notó: “Así se dice a menudo/ “escribir para dar armas”/como si escribir para desarmar/ya no fuera una opción.” Hablamos de “guerra” para designar cualquier cosa. Pero nada salvo la guerra misma debería tener este nombre.

Hay poetas que erigen su propia estatua, como generales, soñándose en Byron o Hemingway. La guerra, al parecer, excita y vende más que la paz – sobre todo en países como el mío, que no conocen desde hace tiempo una guerra en su tierra. “Peace Sells… But Who’s Buying”, cantaba la banda estadounidense de thrash metal Megadeth en 1986, en la época del reaganismo triunfante. La guerra vende armas, papel, materiales de construcción y muchas otras cosas. Vende también el aire que sirve para inflar los egos deficientes. La paz no incita a comprar nada. La guerra excita a los tontos, sobre todo cuando no sangran, cuando no tienen nada que temer. La paz se parece al viento, de algún modo inasible.

Es fácil definir la paz por la ausencia de guerra, como definimos la salud por la ausencia de enfermedad. Esto equivale a dejar a la guerra la precedencia en la definición de la paz. El principio de la medicina china siendo no caer enfermo, se cuida el equilibrio de las energías del cuerpo durante toda la vida. No se espera a que aparezca la enfermedad para tratarla. Del mismo modo, la paz es un asunto cotidiano que, como hemos visto, implica llamar a las cosas por su nombre. No se trata de esperar a que se declare la guerra para hablar de paz. Hemos hablado de “operaciones de mantenimiento de la paz” para nombrar estados de guerra. La guerra es, creo, una enfermedad enraizada en el lenguaje. No hay guerra sin propaganda, sin mentiras, sin adoctrinamiento. Si algo hay que hacer, a lo largo de toda la vida y empezando, por supuesto, desde la infancia, pero también en la edad adulta gracias a talleres de escritura, es aprender a expresarse, acompañar hacia la expresión. Nombrar las cosas por su nombre. Sin miedo, sin vergüenza. 

            No importa cuántas imágenes chocantes de guerras, hambre y epidemias que se difundan aquí y allá en los medios de comunicación oficiales o no. Eso no hará nada por la paz mientras el lenguaje sea esa cosa inerte que sólo reacciona a impulsos eléctricos en laboratorio. El mundo corre hacia la guerra, como sonámbulo, siempre. Este sonambulismo permite la guerra. Hablar de paz o de guerra a los sonámbulos no los despierta. El poema, por su relación libre y renovada con el lenguaje, sin duda es capaz de irrumpir en estas frases hechas, en estas ruedas que giran para nada. Estamos atrapados en un sueño despierto. Si la poesía puede hacer algo por la paz, es despertar las almas, una a una, con suavidad. Nunca hay que despertar bruscamente a un sonámbulo.


Alexis Bernaut nació en París en 1977, es poeta, traductor, músico y director de la colección Miniaturas, de Ediciones Magellan & Cie. Publica sus poemas en revistas y antologías, en Francia y en el extranjero. Su poesía ha sido traducida al inglés, turco, mandarín, hebreo, rumano y coreano, entre otros. Es, en particular, el traductor de los poetas estadounidenses Sam Hamill, Jack Hirschman, Margo Berdeshevsky e Ian Boyden, del poeta canadiense Robert Bringhurst y del novelista trinitense Earl Lovelace. Acostumbrado a las performances transdisciplinares, es autor, entre otros libros, De mañana suspendido, 2012 y de Un espejo en el corazón del brasero, 2020.

Última actualización: 02/01/2024