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El arte de formular preguntas

Por: Melissa Sauma Vaca

¿Quién soy?

Quizás ésta sea la pregunta más repetida en la historia de la humanidad y para la cual —afortunadamente— no hemos encontrado aún una respuesta definitiva.

Si miro en mi historia personal, puedo percibir que ya no soy quien creía ser. Han caído, como ropas antiguas, versiones pasadas de mi personalidad, derramándose por el camino, disolviéndose en capas sucesivas.

Y al observar el mundo percibo, en distintos niveles, un esfuerzo —consciente o inconsciente, caótico o intencionalmente ordenado— por convencer al ser humano de asumir una identidad; de adoptar un sentido de pertenencia prefabricado y, a través de él, un propósito artificial para su vida.

Esta alienación —la palabra es curiosa porque viene de alien: ajeno, extraño, extranjero, y evoca criaturas extraterrestres como si la Tierra fuera el centro del universo y todo lo que está “fuera” de ella se considerara “ajeno” —nos ha fragmentado internamente, provocando polarizaciones entre diversos grupos humanos. Hemos sido también extranjeros de nosotros mismos.

En tiempos de hiperconectividad, sobreestimulación y acceso “ilimitado” a la información, —entre comillas porque, aunque pareciera que tenemos infinitas opciones de contenido entre las cuales elegir, esas opciones se concentran en temas predeterminados por una agenda arbitraria— ¿qué significa realmente estar conectados? ¿a qué nos hemos conectado? y eso, ¿qué desconexiones ha implicado?

El olvido de quiénes somos, quizás ha sido una de la causas primordiales del estado actual de la humanidad. El olvido de nuestro poder creador, del valor de nuestras palabras, del amor que nos habita. La renuncia a la autenticidad para seguir moldes impuestos por sistemas familiares, educativos, políticos, religiosos y culturales que validaron ciertas conductas y formas de vida y rechazaron otras, nos ha llevado a reprimir, suprimir u olvidar partes de nosotros que ahora piden ser escuchadas, tanto a nivel individual como colectivo.

¿Qué partes nuestras fueron silenciadas porque no convenían al entorno, al estado familiar o la búsqueda de supervivencia? ¿Qué partes de la humanidad fueron negadas, reducidas o sometidas por no servir a los intereses de ciertos grupos? ¿Qué partes fueron puestas al servicio de causas perversas, en vez de permitir su libre desarrollo? Son preguntas que podemos revisar para integrar, primero en nuestro interior, todas nuestras facetas y, desde esa unidad interna, conectarnos en plenitud con el entorno. Son preguntas que la poesía —que abre sentidos en vez de encasillarnos en definiciones— nos anima a realizar.

Este olvido, sustentado en la negación del tejido de la vida, en el espejismo del individuo aislado, ha derivado en la búsqueda desenfrenada del beneficio egoísta, en el materialismo extremo y la aceleración voraz de la productividad y el consumo —negando los ciclos naturales de la tierra, de la vida y de la muerte— en un extractivismo salvaje: con la tierra, con todos los seres, con la vida misma.

En esa mentalidad de lucro la premisa era extraer el máximo provecho del otro, incluso de nosotros mismos, reduciendo la existencia a objetos o a cifras, nombrando a la naturaleza y a los seres humanos —formas de conciencia y de vida—como recursos, como medios para alcanzar un fin. Hemos creado sistemas diseñados para extraer valor a corto plazo, ignorando las consecuencias futuras y el equilibrio natural entre dar y recibir que sostiene la vida. Los árboles nos los muestran: toman nutrientes de la tierra y entregan frutos; transmutan el aire con cada respiración.

Al percibirnos extraños hemos alimentado la violencia, guerra y competencia, entre distintos grupos y también, entre distintos aspectos de nuestro ser, en nuestro interior. La falta de amor y paz, tiene su origen en el olvido. Y la poesía,  presente desde los albores de la humanidad, resplandece como un destello de reminiscencia. Nos acerca a nuestra verdad más íntima: la de no saber, y aun así: amar, confiar, vivir.

La poesía, generosa en sus dones, nos invita a reconectar en todos los niveles en los que nos hemos olvidado de nosotros mismos. Opera en lo simbólico, sortea las barreras del intelecto —que, siendo un gran instrumento de discernimiento, hemos convertido en dique para nuestros miedos más antiguos; en un muro construido de seguridades prestadas— y libre, viaja a las distintas esferas de nuestro ser, despertando ideas, emociones, sensaciones y hallazgos que sacuden nuestras raíces más profundas mientras nos anclan en la única certeza: el misterio.

En la poesía accedemos a rincones ocultos de nuestro ser —velados por el intelecto o por expectativas ajenas— que ahora se develan y con ello, revelan nuestro poder creativo —poiesis: la creación en acto que es la poesía—. Cada lectura nos invita a escuchar cómo resuenan en nuestro cuerpo las imágenes, los sonidos, los silencios. Nos invita a honrar el poder de la palabra, que funda mundos; de la imaginación, que forja culturas; y de las emociones, como puertas a lo inefable, al infinito. Así, la poesía nos guía a través de capas de memoria, cuerpos, mente, emociones y espíritu, para vislumbrar nuestra esencia. Aquello que no alcanzamos a nombrar con las palabras y que la poesía, con gran generosidad, nos hace entrever a través de las palabras.

La poesía trasciende la mera expresión —valiosa en sí misma— y emana la naturaleza única de cada ser: singular y a la vez parte del todo. Nos vemos desnudos, prístinos, como por primera vez: con pudor, espanto, amor y asombro. Y es desde esa verdad que podemos abrir nuestra sensibilidad para ver al otro en su verdadera esencia —tan distante de nuestras proyecciones— y abrazar y celebrar su singularidad, tanto como celebramos los puntos de encuentro.

Ocurre entonces otra magia: nos reconocemos en todo lo observado, en todos los seres. No como reflejos de nosotros mismos —como lo sería un juego de espejos paralelos— sino como puertas al vacío, a lo desconocido. Nos damos cuenta de que, más allá de las fronteras inventadas, de épocas y culturas, mapas y geografías, todos hemos mirado a las estrellas con pasmo y maravilla; nos hemos preguntado ¿quiénes somos?

Desde esta mirada asombrada podemos ver, escuchar y amar genuinamente. La poesía —en la escritura y en la vida— es el espacio en que el alma se revela entre líneas. Aprender a percibir esa luz es un don que ella nos enseña a cultivar, junto a la observación y la escucha. Desde esa sensibilidad, conectamos también con la Tierra, apreciando la verdad y belleza que hay en el tejido sutil que nos une.

Al experimentar esta conexión, el egoísmo se disuelve: somos parte de la existencia. Y esto no es solo un silogismo, es el pulso mismo de la vida. Estamos vivos, creando con cada palabra la urdimbre del mundo. La dicha, la paz y el amor dejan de ser metas para revelarse como nuestra naturaleza esencial, cubierta con miles de distracciones.

La sobreestimulación digital parece haber mermado nuestra capacidad de concentración, reflexión y disfrute del presente y dispersando nuestra atención en la banalidad.  El ensimismamiento y las realidades virtuales —que no son solo las que vemos en pantallas, sino también las máscaras que construimos—, nos llevaron a distanciarnos de la tierra, el cuerpo, los abrazos, la voz. Quizás hemos vivido demasiado tiempo en piloto automático, persiguiendo resultados que prometen seguridad, en lugar de abrazar el viaje de la vida en su luminosa incertidumbre.

La poesía aparece entonces como una fisura que abre un camino a lo imposible en lo conocido. Nos invita a sumergirnos en la profundidad de los infinitos sentidos que hay en cada palabra y cada imagen, para emerger nuevos y crear lo nuevo; nos invita a escuchar con atención y deleite, la música del alma de cada ser; a sembrar sin buscar los frutos, impulsados por el amor y por el puro goce de crear. Ese cambio de perspectiva —de la lucha por la supervivencia al acto de creación— nos lleva al espacio del corazón, donde descubrimos lo sutil: aquello invisible que origina todo lo visible.

Y tal vez, desde esta reconexión con nuestra esencia —con las multitudes que nos habitan—, podamos tejer vínculos más amorosos con el mundo. Recordar, como los antiguos, el lenguaje de la tierra, las plantas y las nubes—que nos hablan en poesía.

¿Quién soy?, seguiremos preguntando. La poesía —afortunadamente— no dará respuestas definitivas. Nos iniciará en el arte de formular preguntas. Nos invitará al silencio, en el que todas las palabras refulgen.


Melissa Sauma Vaca (Nació en Santa Cruz - Bolivia, en 1987) Explora distintas artes y realiza múltiples oficios. Entre sus favoritos están la poesía y la fotografía.  Recibió el Premio Nacional Noveles Escritores de la Cámara del Libro de Santa Cruz, el año 2017, por su libro Luminiscencia. Ha publicado Luminiscencia (2017, Editorial 3600 y 2017, Editorial Llamarada Verde) y Maneras de parar el mundo (2021, El Ángel Editor y 2022, Editorial Llamarada Verde). Cursó el Diplomado de Escritura Creativa de la UPSA y, desde el año 2010 participa en el Taller y Editorial de Poesía Llamarada Verde.

Última actualización: 04/05/2025