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La poesía en la encrucijada del presente

Fotografía tomada de www.fcedu.uner.ar

Por: Arturo Borra

Nuestra época sufre terribles pandemias, desde la plaga de las desigualdades sociales a la destrucción irreversible de la naturaleza, pasando por el crecimiento descontrolado de la pobreza y la exclusión social a la proliferación de violencias y discriminaciones de todo tipo, sin olvidar en un plano psicosocial la pandemia del miedo o la depresión como estados de ánimo habituales, relacionados en primer término a la sobreinformación mediática como relación paralizante con el mundo. En nuestra indigencia vital, pedimos a la poesía algo más que un simple bálsamo para sobrellevar la crisis de sentido que afrontamos en nuestras sociedades contemporáneas. No es de extrañar que se nos pregunte sobre la posibilidad de contribuir, mediante lo que llamamos poesía, en la solución de algunas irresoluciones centrales de nuestra época, como si la pregunta de Horderlin retornara una vez más, pero esta vez ya no centrada en los poetas sino en la poesía: ¿para qué la poesía en tiempos de penuria?

La respuesta a ese interrogante dista de ser trivial. La poesía, por sí sola, no parece ser suficiente para transformar nuestra sociedad. Nuestros dramas individuales y colectivos –de los que forman parte esos obreros del lenguaje que llamamos poetas- resultan demasiado difíciles como para pretender que la poesía los resuelva. Por más que insistamos en que la poesía contribuye a cambiar la subjetividad de sus participantes -comenzando por sus autores pero también por las comunidades de lectores que la sostienen- también es cierto que la misma experiencia poética está acorralada dentro de la cultura masiva en la que nos movemos. Así, aunque la poesía ha cambiado la vida de muchos seres humanos, es innegable de que no ha cambiado a la humanidad.

Semejante observación, sin embargo, sólo podría convertirse en un reproche si alguien hablara desde no sé qué omnipotencia. Como cualquier otro campo de acción humana, la poesía es una práctica discursiva que nace de nuestra finitud y nuestra vulnerabilidad. Admite sin ambivalencia nuestros límites. No pretende salvar a nadie y esa es su primera aportación. Por lo dicho, el punto de partida no puede ser otro que reconocer que la potencia de lo poético es limitada, que su alcance está ligado a unas comunidades de afinidad más o menos localizadas. La poesía no cambia la humanidad porque, como advierte el filósofo Cornelius Castoriadis, sólo la propia humanidad puede cambiarse a sí misma.

No bien insistimos en esa potencia poética nos topamos, de forma simultánea, con cierta impotencia ante problemas tan endémicos como amenazantes, comenzando por las guerras que asolan nuestro presente. No hace falta insistir demasiado en que la poesía en su conjunto –y no digo ya un poema- no puede detener la masacre convertida en ley. La impotencia poética ante la guerra es manifiesta: aunque la poesía puede cambiar nuestras conciencias e incluso nuestras sensibilidades, sabemos que quienes son responsables de esas guerras no actúan por falta de conciencia, aunque sí por una in-sensibilización que los hace actuar de forma psicopática: saben del daño que imparten y no se detendrán a pesar de saberlo, ante todo, porque hay una lógica del interés que opera en decisiones semejantes. Difícilmente un poema podría conmoverlos al punto de hacerlos desistir. Así que hay que admitir que aunque un discurso poético cuestione la guerra, no detendrá su curso atroz (como tampoco lo detienen las incontables manifestaciones por la paz que se producen cada año en el mundo).

Contra esos poderes instituidos, la poesía constituye en el mejor de los casos un acto de resistencia, insuficiente por donde se lo mire. Del mismo modo en que un poema no puede acabar con el hambre, la destrucción o la injusticia en el mundo, tampoco puede acabar con una guerra (movida por una trama compleja de intereses económicos, geopolíticos, militares e ideológicos). Aun si toda poesía se alzara al unísono contra la guerra eso no equivaldría a conseguir siquiera un armisticio. La eficacia política de lo poético, en el contexto actual, es irrisoriamente restringida y tampoco ensancharía necesariamente nuestro saber al respecto.

Aun así, ¿qué moriría en nosotros si cerráramos los ojos ante el abismo del mundo? Aunque ciertamente no toda poesía se mueva ahí, ¿cómo podríamos construir una disposición colectiva para abrirnos a la experiencia del mundo si no es apelando al reservorio imaginario de lo poético (y del arte en general)? ¿Cómo podríamos forjar una sensibilidad nueva si no contamos con ese ejercicio lúcido de asombro que es la poesía? ¿De qué fuente social podría brotar algún cambio si no es extrañándonos de lo cotidiano, si no somos capaces de sostener la mirada ante la fragilidad que nos constituye, de incursionar en lo desconocido e incluso de recordar nuestras añoranzas humanas más profundas?

Es cierto que la poesía se dice de muchas maneras. No todo poema se sumerge en esas aguas turbias. Pero que no toda poética se interne en una exploración semejante no significa que la experiencia poética, en la medida en que logra conmovernos, no interrumpa esa indiferencia mortal que se extiende como otra plaga contemporánea, cómplice de males persistentes pero evitables como la guerra o el hambre. De hecho, el arte más resistente de nuestra época se mueve en esa región fronteriza que los discursos hegemónicos retacean, incluyendo la idea de que otro mundo es posible, tal como insisten los altermundistas o, si se prefiere, la apuesta por inventar, como los argonautas, “[u]n mundo, en suma, para vivir fuera del mundo” como dice María Negroni (1). Así que la pregunta que hacíamos al principio tendría que asumir cierta imposibilidad. Aún si da cauce a nuestra rabia legítima, la poesía jamás ha detenido ninguna bala. Una verdad semejante no tranquiliza a nadie. Entonces, un mínimo de lucidez previene del intento de hacer de la poesía un descargo del sujeto (poético) de su responsabilidad (política). Pero la rabia, el dolor, la tristeza, lo que podría llamarse la negatividad de nuestros afectos, que inevitablemente atraviesa lo que escribimos, también dice algo sobre nosotros: que la poesía nace cuando nos dejamos herir por el mundo, cuando bajamos nuestras defensas y nos mostramos inermes frente a tanto dolor anónimo.

No vamos a detener el curso homicida de la historia, pero un poema puede desnaturalizar ese curso, recordar que la catástrofe de la guerra no sólo no es inevitable, sino que puede evitarse creando otros mundos imaginados. No se me ocurre mejor forma de contribuir a imaginar esos mundos que no sea abriéndonos a lo que la poesía nos aporta: un espacio de producción de sentidos que hace estallar los discursos dominantes, desmontando nuestra impotencia inducida. Porque ¿no es la poesía más relevante una experiencia de apertura? Al mostrar la contingencia del presente, la escritura poética crea una revuelta íntima, contribuye a elaborar una promesa utópica en la que una sociedad diferente, una sociedad sin guerra, es posible. No es que los poetas sean especialmente soñadores, rebeldes e imaginativos: es la poesía como creación colectiva la que nos hace soñar, rebelarnos de la jaula de lo cotidiano, ayudarnos a imaginar otras realidades posibles.

En una sociedad utilitarista, que instrumentaliza todo, contar con esa promesa es tan valioso como el aire: nos recuerda que lo que más vale en nuestras vidas escapa de la exigencia de utilidad. A la poesía le pedimos belleza e incluso un contenido de verdad. Esa es su inútil utilidad: la de permitirnos asomar al abismo del mundo, desde una desnudez radical que nos trae a primer plano lo que en nuestra cotidianeidad apartamos de forma violenta. Es cierto que esa promesa utópica, urdida con nuestras añoranzas comunes, no es todavía la utopía realizada o el propio mundo instituido. Pero no habría posibilidad de imaginar otro mundo deseable sin esa promesa. Es su condición de existencia. Sin un horizonte de lejanía, en vez de realidades históricamente transformables, nos toparíamos con una supuesta fatalidad a la que estaríamos eternamente condenados, como una especie de infierno que se repite. La poesía, por fortuna, no sólo es contestataria: también puede convertirse en una forma de abrazar a los otros, de declarar su amor al mundo, incluso a lo que hay de alteridad en nosotros mismos, a condición de aceptar su extranjería, su estar fuera de lugar, exiliada de las certezas cotidianas, arrojada al enigma de lo existente.

Frente a una crisis que amenaza todos los órdenes de nuestra existencia, compartir la poesía como experiencia de comunidad con el otro, es una forma fecunda de afrontar la desesperación, de dialogar con el abismo para evitar hacer de la guerra nuestra forma primordial de relacionarnos a los demás. Hay diferentes caminos, caminos que, porque nos interrogan desde nuestra libertad, evitan respuestas fáciles, como aquella que sostiene que las guerras son inevitables. Caminos que no recusan del diálogo, que nacen de un acto de escucha atenta, de un poner el cuerpo en la palabra, tan precisos en estos tiempos de penuria. Una aportación así, incluso si en términos estéticos fracasara, es de inestimable valor. Nos recuerda que no estamos completamente derrotados si somos capaces de seguir arriesgándonos a imaginar otros mundos, a escribir a contracorriente. Porque como dice Galeano en El libro de los abrazos “(…) el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca”.

Frente a cierto optimismo que no quiere saber nada de la negatividad del mundo, no se me ocurre mejor aportación de lo poético que su capacidad para revertir nuestra resignación, invitándonos a recorrer las mesetas de nuestras vidas dañadas para poder escuchar nuestros anhelos. Puede que esa aventura no detenga ninguna guerra, pero quizás sí pueda interrumpir nuestra complicidad con la guerra en su curso indiferente. Entre la crítica y la ensoñación, la poesía lanza el recordatorio irrenunciable de un mundo sin guerra. Aunque nos pese, escribir un poema contra la guerra no va evitar que los seres humanos sigan matándose entre sí. No persuadirá a quienes dan las órdenes ni permitirá cerrar una sola fábrica de misiles. Ni siquiera perturbará a los que lucran con la masacre ni consolará a los desdichados que sobreviven a ese crimen institucionalizado que es la guerra. La soberana inutilidad de un poema contra la guerra tampoco supone mérito estético o ético alguno. Corre el riesgo de recaer en lugares comunes, de no ser suficientemente extranjero e incluso de incurrir en soluciones mágicas, propias de quien todavía se siente algo omnipotente como para pretender detener una guerra.

Pero cuando la impotencia es la moneda de cambio, el recordatorio de nuestra potencia humana podría ser imprescindible: la guerra o el arrase -pero también el hambre, el desconsuelo, la asfixia- no son hechos inexorables. Somos nosotros, como humanidad, quienes creamos nuestra realidad histórica, hecha de horror pero también de belleza. Puesto que esa realidad es nuestra responsabilidad colectiva, contribuir a imaginar otra morada común, por más insuficiente que sea, es una aportación decisiva. Algo así sugiere la raíz de la poesía como poiesis: no como

«técnica lingüística» sino como «creación» que habitamos. En esa casa de la poesía no todo son declaraciones de amor, aun cuando un poema de amor pueda iluminar algunas de nuestros vínculos más significativos. En esta encrucijada, la poesía no sólo contribuye a dar sentido a nuestras vidas sino que también nutre nuestras luchas contra lo probable.

Frente a la asfixia que se cierne sobre nosotros, acelerada por operadores de la catástrofe, la poesía ayuda a respirar. Ante todas esas fórmulas de la nulidad presentadas como inevitables, la poesía como hacedora de mundos, trae lo extemporáneo, lo intempestivo, lo que podría ser, incluso si para ello tuviera que apelar a lo anacrónico, quizás con la esperanza de un tiempo nuevo, un porvenir en que no ya no sea necesario siquiera escribir sobre la impotencia que sentimos ante la repetición de la guerra. Esa esperanza, sin embargo, baila en el abismo. No se confunde con cierto optimismo ciego que, al dar por sentado que las cosas serán mejores, alimenta futuros deprimidos. Por el contrario, se trata de asumir que no hay nada asegurado. El propio poema es un espacio inseguro en el que no vamos a salvarnos –a hacer terapia artística- sino a hundirnos en el abismo del mundo con la esperanza agónica, urgente, de abrir una grieta en nosotros mismos. La poesía incluso podría ser la contraparte de esa "psicología positiva" que pretende enterrar la necesaria negatividad del ser humano. Solidaria a la filosofía, la poesía es una forma de inventar una vida que, sin negar nuestra desesperación, la devuelve al movimiento de la historia. Puede que Chung-Han tenga razón al señalar que “La poesía es un lenguaje de esperanza". No porque se ahorre el dolor del mundo, sino porque hace algo con éste. “A diferencia del optimismo, que no carece de nada ni está camino a ningún sitio, la esperanza supone un movimiento de búsqueda. Es un intento de encontrar asidero y rumbo. Quizás sea precisamente por eso que nos lanza hacia lo desconocido, hacia lo intransitado, hacia lo abierto, hacia lo que todavía no es, porque no se queda en lo sido ni en lo que ya es. Sale en busca de lo nuevo, de lo totalmente distinto, de lo que jamás ha existido”. La poesía como horizonte de lejanía nos recuerda esa otra parte negada de la que nace la posibilidad de lo diferente. Sostenerse en una esperanza sin coartada bien podría ser un antídoto contra el derrotismo convertido en credo. De esa esperanza, nacida de la desesperación, podría nacer el tiempo de lo distinto, en el que la pandemia del miedo cede a una apertura hacia lo otro, una fiesta venidera, nunca asegurada, que nos impulsa a seguir soñando. La pregunta reformulada de Hördelin adquiere una fuerza renovada: ¿para qué la poesía en tiempos de penuria? Precisamente para eso: para aprender a soñar renaciendo de los escombros. Es cierto que la poesía no cambiará la humanidad, pero puede invitar a que la humanidad se cambie a sí misma.

1 En Pequeño mundo ilustrado, 2012, Buenos Aires, Caja Negra, pág. 16.


Nació en Santa Fe, Argentina, en 1972. Es licenciado en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Entre Ríos (Argentina) y doctor en Estudios Interdisciplinarios de la Comunicación en la Facultad de Filología, Traducción y Comunicación de la Universidad de Valencia (España). Ha participado en investigación y docencia universitaria durante más de una década y ha colaborado en diferentes instituciones educativas. Ha publicado los libros de prosa poética Anotaciones en el margen (MLRS, Valencia, 2008; Ediciones 4 de Agosto, Logroño, 2014) y El azar de la historia (Espacio Hudson, 2020), las plaquetas Cielo partido (Zahorí, Alzira, 2009), La vigilia del deseo (Editorial Loto, Rosario, 2013), Esplendor saqueado (Ejemplar Único, Alzira, 2015) y Donde nunca (Las hojas del baobab, 2022), el libro de cuentos Casa heredada (Libros del Baal, Valencia, 2022), los poemarios Umbrales del naufragio (Baile del Sol, Tenerife, 2010), Figuras de la asfixiaEl libro de los otros (Germanía, Alzira, 2012; Tigres de Papel, Madrid, 2014), Para trazar lo (im)posible (Amargord, Madrid, 2013), Todo tanto (Tigres de Papel, Madrid, 2016) y Desde Lejos (Eolas, León, 2020) y el libro de ensayos Poesía como exilio. En los límites de la comunicación (Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2017).

También ha participado en diversas publicaciones colectivas, como Cuadernos Caudales de Poesía (2007), Por donde pasa la poesía (2011), Voces del extremo (2013), En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis (2014), Disidentes (2015), Tribu versus Trilce (2017), Árbol de Alejandra (2019), Los que se van (2020), In nomine Auschwitz (2022) o Palabra ya horizonte (2024), entre otras. Desde hace dos décadas, reside en Valencia (España) y colabora en diferentes revistas hispanoamericanas.

Última actualización: 05/06/2025