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Esquirlas de guerra: Juan Maniel Roca

Cultura y Globalización


Por Juan Manuel Roca

      “No presto servicios como soldado, sino como prófugo
                                                                              Bob Dylan

Ocurre que la guerra también se da a nuestras espaldas. Quizá por eso es que hay más movimientos a favor de la paz, no pocas veces asumida esta como una entelequia, que movimientos en contra de la guerra en Colombia, un país donde hace 100 años ocurrió la guerra de los mil días y se desmembró Panamá, pero que de nuevo bordea una guerra civil. Aún en estos momentos la visión atrasada de los más atrasados guerreristas que funjen de pacifistas, los hace enarbolar banderas blancas a la hora del simulacro. No es poco el filisteísmo que ronda al tema de la paz, algo a lo que se suma lo que Max Horkheimer llamaba la minoría de edad de las masas. De cualquier manera estas siguen -con más vehemencia-, el anuncio estrepitoso y errático de que la guerra sólo se termina con más guerra. De allí se desprende una práctica funesta: todo individuo que de una o de otra manera favorezca lo que se supone las intenciones del enemigo, debe ser considerado como traidor y tratado como tal. Toda verdad que no sea la de cuño personal y sobre todo grupal, es ignorada, y por eso los bandos en contienda sólo se miran, como en el viejo mito, en el espejo de Narciso. Así el miedo, o la duda sembrada en la desconfianza del otro, se vuelven formas espurias de lucha. De tal manera la cultura, que además de muchas otras cosas es confianza o diálogo con el otro, y en esa medida intento de tolerancia, se ve excluida de esa esfera de la realidad que es la guerra, como si fuera algo periférico, algo que solo habitara en los linderos del lenguaje.

Basta con ver los múltiples asesinatos de indígenas, a diestra y siniestra, solo porque su neutralidad y su deseo de no participar de una degollina implacable los hace enemigos, para saber de qué hablamos. Basta con recordar el dato espantoso del número de maestros de escuela asesinados o desplazados en Colombia ante la mirada ciega del Estado. El mismo Horkheimer decía que en medio de un estado autoritario, más que a través de las medidas de tipo económico o jurídico, la forma de democratizar la administración se debe dar a partir de la férrea voluntad de los gobernados. “El circulo vicioso e pobreza, dominación, guerra y pobreza los encerrara hasta que ellos mismos lo rompan”, enfatizaba el pensador alemán. A ese círculo dantesco, en el caso colombiano habría que agregar otro círculo, el del revanchismo. La espiral de venganzas que, nacidas de la violencia, se toman en cadena. Hijos de la violencia. Hijos de padres asesinados que no descansan hasta asesinar, como en unas siniestras muñecas rusas que dentro de sí tienen otras muñecas, esto es, con odio y resquemor como único habitante de sus memorias.

Pero lo cierto es que la pregonada y comprobable minoría de edad de las masas -sumada a la mayoría de edad de un estado belicista como el actual- ha creado un refuerzo al círculo vicioso de la guerra, en el que entra la población civil cada vez más como víctima, aunque no pocas veces también como victimada: son las legiones de colombianos a los que la guerra toca en su puerta.

Alguien me recordaba no hace mucho que en los tiempos de la Guerra Mundial moría solamente un civil por cada nueve militares. Y que ahora la proporción se ha invertido y por cada soldado mueren siete u ocho civiles. Como dato aleatorio y no menos pérfido habría que agregar que casi privativamente esos militares muertos son hombres, mientras que las víctimas civiles, casi siempre resultan ser mujeres y niños, campesinos y trabajadores, gente desarmada en mitad del conflicto. A esa fúnebre estadística Colombia contribuye con una altísima proporción.

Resulta imposible no recordar a Simone Weil, la formidable escritora que centró buena parte de su obra en los temas de la opresión y de la libertad, cuando decía que “hay una alianza natural entre la verdad y la desgracia, porque una y otra son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz entre nosotros”. Que la verdad y la desgracia se emparenten -y que las dos instancias sean solo sombras de unos hechos de guerra-, explican solo en parte el aturdimiento intelectual del país, la anomia y la falta de un debate a fondo sobre y en contra de la guerra. La verdad resulta conculcada en un carrusel de miedos y de tergiversaciones, y la desgracia sólo es vista como espectáculo o como estadística. Preguntarse por un destino colectivo no es un asunto programático, ni de alinderamientos, ni siquiera de banderas, tan falseados o distorsionados como están los motivos del conflicto en Colombia, cuyo meridiano pasa ya no tanto por la tenencia de la tierra como por la tenencia de la droga. Ese, que es otro problema del que se desprende el fenómeno de los desplazados, hace que Colombia sea una suerte de mapa móvil, de grandes núcleos humanos en movimiento que al perder sus raíces pierden también el sentido de pertenencia, extranjeros en su país, ciudadanos sin derechos.

Cada vez más vivimos el inxilio, el exilio interior, y con ello la exclusión. Hay paisajes y tierras vedadas para el colombiano en su propio país, en una balcanización casera, y mientras tanto arrecia la guerra, y la invocada “minoría de edad de las masas” completa el panorama de autismo y de exclusión. Uno ve a los corifeos de la guerra, entre los cuales hay gentes en todos las instancias del país, incluido en esto el capítulo vago llamado de los intelectuales, y se alarma de que la educación y la cultura sean dos instancias cada vez más despreciadas por un estado con visos de feroz autoritarismo. A ese poder omnímodo le otorga su escudo el terrorismo de una guerrilla sin centro y sin ideas políticas, lo mismo que el terror paramilitar. Y, por supuesto, la corrupción del propio estado-y de una parte de sus fuerzas armadas. Es una guerra sin heroísmos, una guerra sin épica en la que los verdaderos héroes son los que no participan de ella.

Siempre es bueno acudir a los poetas a la hora de las miserias, más allá de la equívoca pregunta de Hólderlin sobre el para qué de la poesía en tiempos sombríos. Y recordar, mejor aún, a Gustave Flaubert cuando decía que el arte, como el dios de los judíos, se alimenta de holocaustos. Pero más aún, viene bien recordar a John Donne al expresar que nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo. De una parte, la idea dé Donne nos recuerda que nunca estamos lo suficientemente despiertos, lo cual ya es una cárcel, una forma de aislamiento. Y que al final, tras un viaje imprevisto, nos encontramos, sin damos cuenta cabal, al borde del cadalso, como en el paso kafkiano del sueño a la pesadilla. Asumiendo esto desde la paráfrasis, uno podría decir que en esa carreta que nos lleva a un final casi sin que lo advirtamos, los colombianos practicamos una modorra intelectual, un acomodo en la amplia casona del conformismo. A lo mejor hasta vamos dormidos en esa carreta fabricada por el Bosco.

Si en ese carromato alguien recordara a Simone Weil: “tengo el sentimiento de que cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgar castigo, ni censura, se mata; o por lo menos se rodea de invitación a hacerlo a los queumatan”. Si en esa carreta del aturdimiento sus palabras nos ayudaran a dilucidar la impunidad, la invitación a matar y la falta de normas de nuestra guerra, a lo mejor podríamos volver a dormir en ese paréntesis descrito por el poeta.

Otro poeta, Hans Magnus Enzensberger, recuerda que en las actuales guerras civiles ha desaparecido todo vestigio de legitimación. “La violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones ideológicas”. En el caso colombiano ni la guerrilla, a la que hay que recordarle una y otra vez que todo secuestro es fascista, ni el ejército regular no pocas veces corrompido por los poderes económicos -si la guerrilla no fuera tan autista y brutal y en lugar de ponerle minas al ejército le colocara unas cuantas canecas con dólares en lugares estratégicos, tras los recientes episodios de una picaresca que envidiaría la mejor comedia italiana, a lo mejor causaría más bajas en sus filas que una legión de morteros. Ni el ejército alterno del paramilitarismo decretando la hora y el lugar de la masacre, ni un gobierno que pide la intervención militar extranjera y un paisaje de cascos azules ante su impotencia, tienen unas vagas justificaciones ideológicas, un ideario capaz de crear al menos el espejismo de que esta guerra tiene un mínimo sentido. Se trata de una autofagia, de un devoramos a nosotros mismos en donde el mediador, el que no quiere entrar en la ronda nocturna de la muerte, el que no quiere ir a la guerra ni alistarse en ningún bando, el civil que desobedece, termina convertido en el tiro al blanco, en la diana -diría el mismo autor del Hundimiento del Titanio- de todas las partes implicadas en la guerra.

Alguien manifestaba que no hay nada más arrogante que pedir una causa perfecta para identificarse con ella, o de lo contrario permanecer al margen, en la autoexclusión. Pero, ¿no será igual de arrogante tomar partido abierto por la imperfección, hacerse el tonto a la hora de apoyar alguno de los bandos a sabiendas de su poder destructor, de su carrera frenética hacia su propia destrucción? Otro alguien, un columnista de prensa, nos califica de ilusos a quienes pedimos que descanse en paz la guerra, pero, ¿cómo llamar a quienes se dedican a apoyar un estado de guerra en el que solo existen los vencidos?

Hay quienes ven en esta hora el disenso como un peligro, la desobediencia civil como subvertora y, por lo tanto, condenable desde el amparo de un poder autoritario. Desde un poder que intenta, antes que nada, borrar ese mismo disenso, crear unos pases hipnóticos de unanimidad frente a la agudización de la guerra. La minoría de edad de las masas, que no es un invento de Horkheimer, vuelve a mover lafrabeza de arriba a abajo, en señal de aprobación.

Frente a la guerrilla vale la pena traer, desde otro contexto, la frase de Kropotkin: “nos han enseñado cómo no hacer la revolución”. El valor de una idea no se puede medir por la cantidad de sangre que ha hecho derramar, decía Simone Weil. Frente a un ejército autómata y primitivo y al servicio de tristes causas, no cabe simpatía. Frente a la tercera orilla del paramilitarismo y su altísima cuota de horror y de sangre, nos aterroriza también su aceptación y el olvido de un pasado. Pero al fin y al cabo nuestra historia, no me canso de decirlo, está contada más que por la punta del lápiz, por el lado del borrador. Frente a una clase dirigente y una clase social tan pobres que solo tienen dinero, o frente a gobiernos que apoyan la guerra en otros lugares del planeta por la decisión suprema de Estados Unidos, no cabe otra posición para la poesía, tomándola como hecho genérico de la creación artística en general, que la oposición desde la cultura y la civilidad, que el disenso y la no-participación. Decirle no a la guerra en los actuales momentos de la vida del país es romper también una cadena de silencios amordazados por temor, y ya sabemos que quien no habla por miedo a morir no necesita que lo maten, ya lo está, y en ese caso morir no es más que un pleonasmo. La muerte civil es la muerte del alma.

Cómo no terminar estas palabras con otras de un poeta. En su Cancionero y romancero de ausencias dice Miguel Hernández:

Tristes guerras
Si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
Si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
Si no mueren de amores. Tristes, tristes.

 

Medellín, junio de 2003.

Última actualización: 28/06/2018