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El retorno de Croniamantal

Por: Fernando Rendón

 

 

En aquel tiempo se otorgaban a lo largo y ancho de la geografía innumerables premios mundiales, nacionales y provinciales de poesía, en dinero contante y sonante. Una legión de entidades se había creado con ese propósito y sus gestores se daban la gran vida, haciendo cada tanto regalos y homenajes dignos de envidia a los poetas. Incitados por los banqueros y los industriales, un grupo de tarambanas empleando toda clase de argucias innobles, acusaba frecuentemente a los poetas de orates, haraganes e incursos en rebelión, cuyo inútil hacer era no hacer y no dejar hacer.

Lo peor vino luego con la invencible proliferación de los festivales internacionales, nacionales, departamentales, municipales, barriales y escolares de poesía, cuyos escandalosos costos menguaron dramáticamente los inmemoriales presupuestos destinados a la guerra para aterrar y disminuir el ánimo de la población soliviantada por las canciones tribales de los poetas africanos, los conjuros de los poemas sufís, los cantos indígenas que recuerdan a todos que la tierra ya no es nuestra y los haikús que acusan a cierto club trasnacional de querer reducir –combinando todas las formas de aplastamiento- hasta el 10% a la “excesiva” población mundial. 

Cierto día, un poeta venido a menos tras haber sufrido una gran caída y ningún reconocimiento, descendiente de carniceros y aspirante a heredar una venta de huevos de su tío, publicó una declaración contra los laureles con los que se ceñían las nobles frentes de los poetas injustamente desde la antigüedad y contra los poetas que pretendían mellar ingenuamente la pretensión de eterno avasallamiento de la muerte sobre los efímeros, intentando infundirles ilusas ideas acerca de la inmortalidad de los poemas, y para ello atarugaban a todos con sus alegatos metafísicos sobre las invisibles presencias y los viajes, la memoria antigua, negando neciamente la existencia de la realidad y hastiando a todos con el manido argumento de la existencia de otros mundos.

- La gloria legendaria ha abandonado a los poetas, vociferaba Harald Tograth, que malvadamente venía conjeturando sobre cómo apoderarse de la sombra de Borges meses antes de su muerte, aunque estaba advertido que su sombra pertenecía solo a los herederos del poeta. Ustedes no son nadie, les increpaba. NADIE. Sólo sobrevivirán el poder del corrosivo tiempo y mis ácidas palabras para negar tercamente sus falacias. Los poetas solo sirven para echarse al saco un dinero que no ganan, puesto que no trabajan nunca, y ninguno tiene talento ni disculpa.

Oscuros hombres le regalaron a la sazón un lujoso apartamento en el centro de la capital del país, lo colmaron de viajes y aplausos, prometiéndolo una jugosa renta mensual si proseguía adelantando por el buen sendero de perseguir, señalar y calumniar a los poetas, prodigándoles con frecuencia improperios y excrementos verbales, y los periódicos se ocuparon de él para exaltar el pequeño premio de poesía arzobispal que había ganado alguna vez en la aldea de Jején. Unos poetas le temían, otros no. El país estaba en guerra, como siempre, y la voz de los poetas había adquirido un prestigio tal entre la población, que sería ya imposible azuzar a la multitud contra quienes tanto la habían nutrido, esclareciendo a miles, de las más variadas maneras y en las más dulces lenguas, acerca del origen de la invasión de la muerte y de la presunta forma de conjurarla. Se argumentaba incluso que la muerte pudo haber sido evitada y que era imperativo hacer de la tierra el paraíso, en una extraña jerga de plantas secretas.

Fue ya insuficiente acusar a los poetas de holgazanes que azuzaban a la masa para que abandonara el trabajo ("trabajar estanca"), porque el desempleo era ya agudo y la masa comprendía que su destino único estribaba en desactivar la activa relojería de la muerte.

- Es necesario que los poetas desaparezcan, clamaba el gordo Tograth, enfundado en su vestido rosa de pelotitas. Si no lo hacemos ahora, los poetas, que son unos gandules hechos y derechos, se erigirán en los nuevos reyes, para vivir a costa del erario y del sudor de los empresarios. Nos dominarán y se reirán a costillas nuestras. Hay que sacudirse de la tiranía de los poetas. No es sino ver la influencia demente de los festivales y circos, repletos de la fauna poética de todos los continentes, para comprender aunque ya sea tarde de qué manera la perdida juventud de esta nación se cree poeta, se siente poeta, lee poemas y, ay, escribe, desagraciadamente, poesía.

“¡Tograth al poder!” “¡Tres períodos seguidos!” bramaron los medios. Le armaron su tribuna presidencial. La multitud avanzó, convocada abundosamente por los medios y los fines. Tomó en sus manos el micrófono con los “estupendos ademanes histriónicos”  de un esbirro de la poesía. La plaza estaba atestada. La multitud avanzó aún más, rodeando al alocado que gritaba: “Mundo: elige ahora entre tu vida y la de la poesía; si no tomamos ya una medida tajante contra la poesía, el libertinaje de la chusma nos llevará directo al fin de la civilización”.

En ese momento un irresponsable lanzó varios libros de poesía sobre el respetable que toma a veces todo lo que se le arroja, que sin darse cuenta en su eterno movimiento de oleaje marino, pisoteó una y otra vez fatalmente al lenguaraz, en la búsqueda sedienta de libros de poemas que pudiesen acercar más a la verdad.

Última actualización: 28/09/2022