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Fundación de la Revista Prometeo

Por: Fernando Rendón

             El Coro: -¿Y no llegaste aún más adelanter en tus propósitos?
             Prometeo: -Sí: liberé a los hombres de la obsesión de la muerte.
             El Coro: -¿Qué remedio has descubierto, pues, para este mal?
             Prometeo: He hecho nacer entre ellos la ciega esperanza.

                                                                                    (Esquilo)

 

A comienzos de los años ochentas sentíamos la profunda necesidad de decir, expresar, reflejar, difundir, promover, exaltar, comunicar, abrazar, propugnar, batallar, ser, resistir con las palabras, crear nuestra propia vida con el lenguaje. Nos dolía esta ciudad cuyo horizonte se oscurecía gradual, inconteniblemente.

En  1982, Julio Domínguez y Héctor Vásquez, dos obreros cultos, dirigentes del Sindicato de Trabajadores de Polímeros, y yo, fraguamos en las escaleras del Barrio Tricentenario, la publicación del primer número de la Revista Prometeo, en primitivo formato mimeografiado de 16 páginas, que digité en mi oficina. Ahí comenzó la épica de una época. Para la segunda edición de la revista (28 páginas), que subtitulábamos “revista de poesía, arte y cultura del movimiento obrero”, con estremecedores poemas de Nazim Hikmet, diagramada por el pintor y boxeador Dick Harold, producida litográficamente el mismo año, obtuvimos el apoyo adicional del Sindicato de Trabajadores de la Industria del Tabaco.

Prometeo, dios griego del fuego, de las artes y de la adivinación, había sustraído la llama sagrada del cielo para proporcionarla a los humanos, que habitaban una perpetua noche. Una versión refería que Prometeo (el Previsor), perseguido implacablemente por Zeus, había ocultado el fuego sagrado en la misma savia de las plantas. Había sido celebrado por Esquilo, Hesíodo, Luciano de Samosata, luego por Rubens, Shelley, Byron, Beethoven, Liszt, y en tiempos recientes por Kafka, Scriabin, Orozco, Orff, Nono, Ruck y Char. Como un talismán adopté para la revista su nombre, a fin de desplegar el trabajo futuro.

En abril de ese año se celebraría en la ciudad un desbordante desfile de carnaval, para conmemorar el Día Internacional del Teatro, miles de jóvenes enmascarados, tatuados, disfrazados, asaltaron las calles del centro, poetas, actores sobre altos zancos, artistas y estudiantes. Escribí:

Cuando la ciudad tiembla de gozo ante el desfile de la locura: / El payaso mayor ondea en medio de la danza la bandera del amor loco. / El niño escondido en nosotros ve pasar al viejo vendedor de minisicuí. / Puede verse el baile ceremonial de bellas pieles rojas. / Pasa el mapalé prohibido por las calles. / Pasan el árabe y su dulce palestina. / El anciano que profetiza la mañana por la tarde. / Una madre con pasamontañas. / La juventud en su guerra, disfrazada de sí misma, con el sol en sus ojos. / Pasa la eternidad en una hora. / Cuando la ciudad tiembla de gozo ante el desfile de la locura: / Con un arsenal imposible el amor embosca nuestras dudas. / Tu amor, luz en mi pecho, vino en mis labios, siglo de agua, estrenando tierra. /

John Sosa hizo parte de quienes prepararon febrilmente la escena. Estuvieron también otros poetas: Juan Guillermo Rúa, Chucho Peña (cruelmente torturado y asesinado cuatro años después, en Bucaramanga), Jesús Rubén Pasos, Sebastián Palá, Fernando Cuartas, Jairo Guzmán, Mario Pussicoit y Gabriel Jaime Franco, quien escribió la declaración que selló el final del acto, y que leyó a todos desde las gradas de la Catedral Metropolitana, en el Parque de Bolívar, donde terminó la comparsa.

La revista logró nuevos apoyos del Sindicato de Trabajadores de Empresas Públicas de Medellín y de la pequeña Cooperativa de Trabajadores de Sofasa, dirigida por Oswaldo Gómez, cuya cooperación sería estimulante y fraterna en los años futuros, no solo para la Revista Prometeo sino para el desarrollo del Festival Internacional de Poesía de Medellín. La Cooperativa se convertiría luego en un sólido banco, Confiar Cooperativa Financiera, una alternativa crediticia y solidaria para los trabajadores del país, y una fuente de apoyo generoso e incondicional para los proyectos artísticos de la ciudad.

En 1984 edité dos nuevos números: uno, ilustrado por Leonel Góngora, con el lúcido ensayo de Albert Camus Prometeo en los Infiernos, acercado por Gabriel Jaime Franco; y otro, con grabados de Goya, de su serie Los desastres de la guerra, que contuvo poemas de  René Char, Robert Graves y Leopold Sedar Senghor. Agregué una premonitoria canción de Dylan Thomas: Y es dura, es dura, es dura la lluvia que va  a caer, versos que presagiaban la matanza que estaba a las puertas de Colombia.

Gabriel Jaime, cuyo último empleo había sido el de panadero, estaba sin trabajo, después de mudarse cerca a mi casa en el campo, en la vereda Cabeceras de Rionegro. Preocupado por su situación económica, me reprochaba que yo dedicara mi tiempo al trabajo persistente con la revista, teniendo hijos pequeños. Una tarde él estaba sentado, muy contemplativo, en una banca del parque de Comfama en Rionegro. Dos personas que hablaban en la banca de enfrente necesitaban con urgencia un panadero. Gabriel los abordó.

Nos visitábamos, nos visitaban poetas amigos, celebrábamos la vida y la hermandad, llegaban Juan Manuel Roca, Javier Naranjo, Gustavo Garcés, Alberto Vélez, Rafael Patiño. Unos más optimistas, otros más escépticos, se hablaba de la utopia, un mar de esperanza inasible. Y de una revista incipiente que teníamos entre manos.

En 1985 edité dos números más de Prometeo (5 y 6): el más importante conteniendo la acabada traducción de La Guerra Santa, de René Daumal, hecha por Rafael Patiño, y el discurso de Saint John Perse al recibir el Nobel en Estocolmo: Destino y dignidad de la poesía, entre varios textos, incluyendo nuestros poemas. A partir de la séptima edición, en 1986, las juntas directivas de los sindicatos retiraron su apoyo a la publicación por relevos en sus juntas directivas. Los nuevos dirigentes de aquellos sindicatos no consideraron importante la continuidad de la cooperación, definiendo nuevas prioridades en sus gastos según sus metas.

Sin el auspicio de los sindicatos, yo asumí la responsabilidad del sostenimiento y desarrollo ulterior de la Revista Prometeo, con la colaboración de Ángela, iniciando un trabajo de divulgación de la escritura creadora en la ciudad, para irradiar la obra de autores relevantes.

Presenté otro número, con poemas contra la guerra, en la Biblioteca Pública Piloto el 29 de septiembre de 1986, ante una enorme audiencia, en el contexto del ciclo de lecturas de poemas Poetas por la paz, organizado por Juvenal Herrera, en el que tomaron parte 22 poetas nacionales, entre ellos Luis Vidales, Jorge Artel,  Carlos Castro Saavedra, Juan Manuel Roca, José Manuel Arango, Raúl Henao,  Julián Malatesta, poetas muy cercanos como Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique Ortiz y John Sossa. La masacre contra la Unión Patriótiuca había comenzado. Los organizadores manifestaron a los medios: “La vida es más que un desangre. Es necesario que la gente pensante ataje esta barbarie”. Y agregaban: “Los poetas siempre han vivido entre dos mundos: el lacerante y real sobre el que están parados, y el que sueñan y sobre el que se debe construir toda utopía”.

En 1987 circularon dos nuevos números de la revista (uno de ellos, una feliz antología humorística), igual que en 1988, viabilizando la perspectiva de la circulación cíclica de una revista que era parte indivisible de nuestra sangre, que cuidábamos como a nosotros, germen del trabajo futuro. La décima edición de la revista, en el espíritu prometeico, manifestaba en su presentación:

No seremos los humanos de un mito subyugado. Los pueblos levantarán sus leyendas de resurrección y retorno a la condición original. Y Prometeo desde el Jardín de las Hespérides, lejos del cepo de Zeus y Hefestos, volverá de nuevo amorosamente el rostro a su obra, de la que "¿quién podría decir que la mitad está bajo la tierra y que la otra se halla encadenada?".

Por todos se espera. La hora repica violenta para grilleros y cautivos, pues no habrá victoria contra el ser humano. Pero en esta latitud encarna ya la generación gradual la poesía. Como las nueve olas oceánicas se releva para alcanzar en el instante blanco la orilla. La cuestión radiante. Tañido de lira de resurrección que renueva la promesa primaveral.

Y si la confesada angustia pisotea errante las vías hay "algo más" en la irreductible firmeza que ama y llama a la senda propia para seguirse a sí, flechando al buitre que nos devora, horadando el peñasco de la inercia fatal.

La muerte violenta nos asediaba en proporciones gigantescas. Durante 1988 en Medellín hubo más asesinatos que en toda Europa Occidental ese mismo año. En medio de todo eso Prometeo se fue perfilando como una publicación nacional. Se desgranaron impresiones orgánicas con cuerpo y calidad creciente, sobre variados argumentos: correspondencia de poetas y artistas; escrituras sobre el porvenir; antologías de poetas de Medellín; universo poético indígena; el poeta niño: textos sobre la infancia; poetas africanos –con traducciones de Rafael Patiño-; literatura y poemas sobre la locura; y una amplia muestra de artes poéticas.  

En algunos de estos números aportaban textos importantes el premiado poeta colombiano Juan Manuel Roca, siempre dispuesto a enviarnos nuevos textos maravillosos; y Samuel Vásquez (director del Taller de Artes de Medellín), quien durante años ayudó a la revista, sugiriendo textos, e intermediando para que destacados pintores y grabadores colombianos accedieran a prestar sus obras para ilustrar, e incluso introduciendo patronos para la futura diagramación. José Manuel Arango cedió sus versiones sobre Emily Dickinson, Tony Harrison y Roger McGough.

En 1990 estructuramos el primer Consejo Editorial de la Revista Prometeo: Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique Ortiz, Javier Naranjo, Alberto Vélez, Rafael Patiño, Jairo Ruiz, J. Arturo Sánchez, Rubén Vivas, Luis Eduardo Rendón, Ángela García y yo. Nos reuníamos a planear contenidos y actividades, distribuyendo responsabilidades y tareas.

Ese año regularizamos su circulación trimestral, cada número fue una pequeña victoria y un festejo, para nosotros, para los poetas y lectores de la ciudad. Pronto otros bardos del país fueron colaboradores. Cada día era más sólida la hermandad alrededor, que preparaba y abonaba un terreno subjetivo.

La ardua resistencia de la Revista Prometeo no se acumulaba en vano; se consideraba después de 20 ediciones, una de las principales publicaciones del país, al lado de Golpe de Dados, Puesto de Combate y Ulrika (dirigidas por Milcíades Arévalo, Mario Rivero y Rafael del Castillo, en su orden), entre otras, que circulaban poemas y ensayos de la nueva generación de poetas y escritores colombianos. Se alumbraban nuevos espacios para la imaginación urbana.

Nosotros queríamos inyectar un espíritu de vida en una ciudad de muerte. No obstante, dedicar a este cometido todo nuestro tiempo era difícil. Investigábamos, buscábamos el material impreso y visual; yo editaba, diagramaba a mano –con tijeras, bisturí y pegante- y cuidaba el proceso de impresión; Ángela se ocupaba de la financiación. Ambos abordábamos el difícil asunto de la distribución. Cada edición fue defendida en las duras calles de Medellín con la propia vida. Vendíamos pocos ejemplares y suscripciones en la calle, oficina por oficina, persona por persona, para sobrevivir penosamente día a día. Entre tanto la publicación era financiada con pequeñas pautas publicitarias y con las precarias ventas en librerías.

Pagaba con mucho gusto el precio de hambre que mi padre, dos décadas antes, me había advertido severamente que tendría que pagar. Él temía por mi futuro. Mi madre Ilse me había enseñado a leer cuando yo tenía cinco años. Y tres años después, yo leía oculto bajo las cobijas, con una linterna, en prohibidas altas horas de la noche, libros asaltados a la misteriosa biblioteca de mi padre.

Yo era un desertor de las aulas. Siendo estudiante de 7° grado, me evadía del salón de clase. Subrepticiamente me deslizaba en la penumbra hacia la biblioteca del colegio, regida por Gloria Bermúdez, para abordar lecturas durante prolongadas horas. Me esperaban también libros bajo la alzada tapa del pupitre.  Yo aprendí en los libros, no en las aulas. Pero perdía muchas asignaturas.

Eduardo Rendón, un sabio de voz grave, profunda, un hombre de firme carácter, un agente de viajes que estudió turismo en Londres y viajó varias veces en la ruta trasatlántica, recibía periódicamente de mis profesores malos informes sobre mi condición de alumno disipado. Mi padre, que no practicaba con sus hijos la “propulsión a fuete”, que hablaba con las piedras y los árboles, me aconsejaba: -Hijo, debes saber que todos necesitamos un guía. La humanidad tiene guías. Sigue a los grandes guías. Me hablaba de Cristo, Buda, Teilhard de Chardin, de Mahatma Gandhi, de Charles Chaplin, pero también de Vladimir Lenin. Mi adolescencia replicaba, a manera de respuesta algo soberbia: - ¿A los guías, quién los guía? 

No obstante, mi progenitor fue siempre un lector asiduo de historia, filosofía, economía, derecho, literatura y poesía, que decía de memoria poemas de León de Greiff (a quien me presentó en una fiesta en nuestra casa) y de Porfirio Barbajacob. De cuando en vez nos hacía escuchar una grabación de El Sueño de las Escalinatas, de Jorge Zalamea, poema del que repetía grandes trozos de memoria.

Él comprendió y protegió mi impulso temprano. Cuando cumplí 17 años, se ocupó de que no me faltara nada, durante seis meses en los que estuve leyendo cada día en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá, desde que abrían las puertas, hasta que el vigilante advertía a los lectores rezagados, que en breve cerraría la sala.

*

La muerte es el mal. La vida, el supremo gozo. Todos teníamos miedo en Medellín. Se la bautizó Metrallo y Miedellín. No se hablaba ya del medio ambiente envenenado en esta “ciudad industrial de Colombia” –plomo en el aire y en los pulmones, y plomo en las calles- sino del “miedo ambiente” reinante. Con talante macabro, una organización de “limpieza social”, que asesinaba indigentes, se hacía llamar Amor por Medellín. Todos los días había un mayor número de  muertos. El anfiteatro permanecía colmado de cadáveres hinchados sin reclamar. A las autoridades de medicina legal se les prohibía suministrar las cifras reales de asesinados. Prevalecía un toque de queda virtual, que se tornaba real y pesadilla. Cualquier persona podía ser ultimada, en cualquier momento, en cualquier lugar, por la dictadura “democrática”. El instinto arrasador fundó la siniestra lotería de explosiones y demoliciones. ¡Cuidado! Se dinamitaban plazas de toros, negocios de chance, edificios, casas, bares, cafeterías, buses, automóviles, radiopatrullas, personas, caballos, perros, gatos. Por donde quiera que caminaras podía estallar una bomba. Alguien hacía una broma, con el proverbial humor negro que nos defendía de la parálisis: explotaba una bolsa de plástico en un lugar público y los peatones corrían espantados.

Fuerzas militares y policiales realizaban barridos en las calles, requisando a los ciudadanos. Ángela y yo vivíamos en una pequeña casa campesina que arrendamos en Copacabana. Una patrulla del ejército allanó nuestra casa, sin exhibir una orden. Leíamos en ese momento. Un pasacalle con el verso indígena araucano TODA LA TIERRA ES UNA SOLA ALMA, estaba desplegado sobre los muros de la habitación. Los militares leyeron el texto sagrado que presidía la pared, a continuación pidieron excusas y se retiraron, sin revisar nuestras precarias pertenencias y los libros de poemas. La vigilancia era estrecha. Todos los teléfonos estaban intervenidos. Tú levantabas el auricular para llamar a un amigo, pero te respondían desde la Cuarta Brigada.

Vivíamos en medio de una enorme pobreza. Un día no tuvimos realmente nada que comer ni nada para ofrecer a nuestros cuatro hijos. Escuchamos un golpe seco sobre el tejado de zinc de nuestra casa. Un pequeño pájaro se había estrellado. Lo miramos con tristeza, inerte, caído en el suelo. El pequeño pájaro fue nuestra salvación. Esa mañana temprano, bebimos el caldo de su vida sacrificada. Era tan pequeño, pero había alimentado a seis personas, contribuyendo a continuar un trabajo de extrema supervivencia. 

Nuestra pequeña casa rural, para fortuna, poseía árboles frutales: naranjos, aguacates, nísperos, mandarinos; nos alimentábamos, en tiempo de escasez, de sus frutos. Carecíamos de acueducto. Bebíamos agua que caía de la montaña. En sequía, el pequeño arroyo se secaba. Apenas fluía una gota tras otra. Así llenábamos pequeños recipientes para beber, cocinar y mantenernos limpios. Vivíamos para el sueño del imposible. Un sueño que un día tal vez ayudaría a alimentar al mundo.

*

Todo lo que nos une es una voz, que nos permite vernos aunque estemos lejos. Somos esta voz. Nuestras voces de abrazan y viajan a la velocidad de la luz. Nuestros labios pronuncian palabras de aire contra el olvido.

En abril de 1990 el poeta Guillermo Martínez González, director del Instituto Huilense de Cultura, convocó en Neiva, entre el 23 y 25 de abril, a un encuentro de poetas nacidos a partir de 1950. Abordé un avión a Bogoté en medio de una tempestad. Un bus esperaba a varios invitados para viajar, en medio de una larga sesión de rones, a la capital huilense. Allí intercambiamos opiniones y leímos poemas, entre otros invitados, Rómulo Bustos, Fernando Linero, Gustavo Garcés, Julio Daniel Chaparro, Antonio Correa, Rafael del Castillo y yo. Nos acompañaban los venezolanos Yolanda Pantin, Rafael Castillo e Igor Barreto. Guillermo Martínez González, un poeta ilustrado, en el camino de la sabiduría, con lecturas, traducciones y publicaciones de poetas chinos, desde el inglés, había aventurado una intuición certera sobre nuestra generación. Poemas de los participantes fueron incluidos en la publicación huilense Pretextos.

Ese año Prometeo adelantó  un amplio trabajo de talleres para la estimulación de la lectura y la escritura creativa, en la juventud de las comunas nororiental y noroccidental de Medellín. Esta labor propició que el lenguaje unitivo enriqueciera el imaginario de un importante número de jóvenes en riesgo social, expuestos a diversas formas de violencia.

¿Qué miedos y esperanzas agitaba en nosotros la ciudad? Queríamos una vida más fuerte que la muerte. Alentar a los jóvenes a escribir qué ciudad anhelaban, mientras el mundo pudiera vivir y transformarse dentro de cada uno, precisar aquello que querríamos añadir al mundo antes de morir. En medio de aquella conflagración que nos abrasaba, una muchacha del barrio 12 de Octubre escribió un ejercicio de taller, empleando la técnica de Cut-Up: “En el desierto de la guerra, se recibieron señales radiales de Júpiter”.

Extracto del libro El Imposible Realizado, Editorial Hipnos, 2015.

Última actualización: 21/01/2024