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Víctor Gaviria, Colombia

Por: Víctor Gaviria

                     De El rey de los espantos

Historia de mi familia

 

Mi abuela vivió hasta los ochenta y tres años creyendo
que el ramo de sus hijos permanecía intacto,
cuando cuatro de ellos habían muerto ya,
y mi tía Estela se encargaba de escondérselo
tramando llamadas y cartas con voces
y frases ficticias en los días de fiesta.
Esta es una tradición como cualquiera...
Mi tío Mario a los veintiocho años perdió su pierna
izquierda por un cáncer,
y nadie le hizo aceptar que la esperada
dispersión había comenzado para él
un poco antes.
Mi hermano mayor decidió hace diez años no salir
de casa para nada útil,
excepto pasear indolente bajo una luz cobriza,
y parece despertar de un extraño letargo
cuando comienza a golpearnos, especialmente
a mi madre.
No hemos obrado en consecuencia, como se dice,
porque al fin él es el único que conserva la pasión
entre nosotros.
Es una tradición de la cual cuento retazos,
una tradición que no inventamos...
En el verano, cuando observamos en el cielo signos,
nubecillas de buen humor,
vamos durante cortos días a una casa cercana.
Los sobrinos crecen con furor sobre los prados,
y son animales tan pequeños e irascibles
que amenazan con hacer añicos la continuidad de la familia.
Pero no es más que un temor,
y a distintas horas,
como guardianes cambiantes,
distraídos,
nos turnamos para celebrar con ellos los vínculos
y enseñarles los incurables sentimientos.

 

A mis amigos adolescentes

Ustedes me hablaban del diciembre como sólo
los adolescentes saben hacerlo.
Ustedes que saben el valor de los meses,
que saben de las alegrías y el sufrimiento
de los meses.
Ustedes que saben de cosas perdidas, de familias rotas
y adultos extraviados por la desgracia.
Ustedes, mi más pura rama
de mi árbol de navidad,
que saben como nadie de regalos y vitrinas,
del minuto y del instante,
de la apariencia de estar bellos,
de la apariencia de estar vivos como una ilusión...
Ustedes que tuvieron por madre una campesina
pobre y coqueta,
que no quiso estar sola en sus brazos,
ustedes fueron su verdadero amor, sus novios
verdaderos,
desprendidos y generosos como ya ningún amante
puede serlo...
Ustedes, que estuvieron afuera, en el mundo
de los aparecidos,
sí saben el sentido de los rostros, las muecas
de los rostros y las máscaras invertidas
que dicen sí cuando es no.
Ustedes sí saben del día de los inocentes,
y del día de los engañados,
y de la noche negra de los adolescentes que se persiguen
a sí mismos como Asesinos.

 

 

Hay hombres que ven a las mujeres
desde tan lejos,
como si estuvieran sentados al fondo de un salón
con un poco de fiebre.
Tan lejos como si fueran
de un país extraño,
y tienen bajo la camisa un vientecillo
de arbustos y herbajos de colinas solas.
Tienen los dientes blancos, las cejas juntas,
el pelo aceitoso, un poco azul,
tienen algún detalle hermoso y nítido,
pero, como en una borrosa fotografía,
no les sirve de nada...
No tienen el aire del que parte mañana,
ni del que hoy mismo acaba de llegar,
no están nerviosos, inseguros,
sino quietos,
transparentes como una rama bajo el agua.
Son las imágenes de los árboles
reflejadas en la alberca del fondo de la casa,
que reverdecen en la tarde,
y darán frutos desnudos algún día.

 

 

Debería escribir mis poemas para los que vienen
después, para que ellos vean mis huellas
inscritas en el humo de la neblina, si así
puede decirse del pensamiento que toca
la cabeza de una persona.
Pero mis poemas me dan sustos en el día, me
sobresaltan como dudas olvidadas que prometí pagar.
Me abordan en cualquier cruce como una manada
de fantasmas chiquillos,
con las caras sin hacer todavía.
Son una masa confusa de niños muertos,
sus ojos, sus matas de pelo,
sus bellas manos delicadas que tienden hacia mí
para llevarme y mostrarme algún lugar.
Sólo que ellos han crecido solos
y el aire ha descompuesto sus cuerpos.
Soy un padre indeciso,
un padre con hijos tenues como el humo,
como fantasmas de una sola mano pequeña
que quiere saludarme.
Levanto mi sombrero para responderles,
y mi cabeza se deslíe como una frase de tinta...

 


Víctor Gaviria nació en Medellín, Colombia, en 1955. Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus 1978, con el libro Alguien en la ciudad también perplejo. Entre 1978 y 1988 publicó los libros de poesía: Con los que viajo sueño; La luna y la ducha fría, El pulso del cartógrafos; y el libro de crónica, El campo al fin de cuentas no es tan verde. También publicó la crónica novelada, El pelaíto que no duró nada, 1990; y entre 1994 a 2003, los libros de poesía El rey de los espantos; Los días del olvidadizo y La mañana del tiempo

De 1979 a 1985 filmó con un grupo de amigos media docena de cortos y mediometrajes de ficción. Su primer largometraje, “Rodrigo D.-No futuro”, rodado en 1986 y finalizado en 1988, fue invitado al Festival de Cine de Cannes, en 1990. Su segundo largometraje, La vendedora de rosas, fue seleccionado para el Festival de Cannes 1998. En 2004 fue a la Selección Oficial del Festival de Cine de San Sebastián con su película Sumas y restas.  La mujer del Animal, asistió a la Competencia Oficial del Festival de Toronto, 2016. Actualmente prepara su quinto largometraje, Sosiego. Creador del Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, que llegó en 2017 a su 18ª versión, dirige el Festival de Cine de Jardín.

Otros poemas

Publicado en julio de 2021

Última actualización: 11/05/2022