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Julieta Dobles (Costa Rica)

Fotografía tomada de Anchor

Por: Julieta Dobles

Música en la caricia

La caricia requiere su vientre musical,
su gestación de asombro bajo el tacto sediento.
Es como si de pronto descubriéramos
el continente de sus venas traslúcidas
palpitando en el oro transparente del músculo,
bajo el mapa fragante de la piel
y su vello finísimo
que alarga surcos, ríos diminutos
y espejos olvidados en sus pliegues recónditos.

En el amor el cuerpo
es el rotundo mediodía,
sin una sola sombra,
identidad perfecta
de nacimiento y transfiguración,
playa donde la eternidad
por un segundo esplende
en toda su remota desnudez.

La caricia es un mar
que se apaga extendiéndose
en oleadas mortales,
evocación y término
en la fugaz frontera del delirio.

Sin más sombra que la piel que deseamos,
sin más certeza
que el hueso adivinado y recogido
que nos separa y nos mantiene,
cada uno en su esfera llameante y silenciosa,
intentando, forzando el éxtasis
más allá de su origen,
como una música que fuese
demasiado sonora
para que el aire que habita,
como una música
que anhelando el vacío,
callara para siempre en el vacío.

 

Una viajera demasiado azul

Tengo, bajo mis senos,
entre mi cuerpo donde
todo moreno gesto palidece
en eterna tensión de danza y beatitudes,
una impaciente huésped que palpita de ansia
ante paisajes nuevos y ríos qué inaugurar,
una viajera demasiado azul,
niña que fui, saltando
en la espuma de gozo de los mares,
mujer que soy, amando
paisajes recién creados
con todo el entusiasmo de los advenimientos.

Ella hace zozobrar mi corazón
en cada muelle abierto que convida,
con su salobre gusto a lejanías.
En cada andén sin nombre,
donde el silbido largo de los trenes del mundo
crea ventanillas que pasan velocísimas
y nos llaman y ofrecen los dones de la tierra.
Desde cada aeropuerto y su viento impuntual,
pie del aire profundo e infinito
que nos recogerá en su mano abierta,
traspasando latitudes, horarios,
diminutas señales del hombre y sus cuidados
para intentar asir el universo.
Así, pasajeros de la noche al día,
en un sólo segundo de asombro y altitudes
nos sorprende allá abajo
la curva luminosa de la Tierra,
perfil de la alborada en el total silencio
de la noche y su música inconclusa.

Una viajera demasiado azul
que discurre parajes y caminos
y que va recogiendo voces,
afectos, músicas humanas
en su mochila de eterna caminante
que no se detendrá,
ni ante al puerta inmóvil de la muerte
y su gozne secreto, inevitable
como la misma vida,
móvil, atónito, incesante río
del que somos apenas viva espuma.

 

Compañero

 

a Laureano

Juntos en la noche profunda
de los pulsos del fuego,
en la palabra que detiene la tiniebla
o que la precipita,
en tu rostro,
donde bebo las luces y las sombras,
donde es mío el temblor de cada surco,
donde sé lo que duele y lo que callas.

Como el olor del mar,
respiro y me respira
el olor de tu piel,
y sé que puedo
apoyarme en la luz de tus dos manos
cuando las mías
buscando, se oscurecen.

En las mañanas
compartimos el nombre de las cosas
y el grito de los niños tras el sol.
Entonces,
es nuestro árbol
donde viven los sueños
y donde cada día se forja
con la luz del día siguiente.

Cuando buscas
la sombra descansada de mi sueño,
no hay suavidad mayor que la aspereza
de tu piel,
aquietando en mi aliento
sus latidos discordes.

Sé que entonces me nombras
más allá de los sueños,
y por eso, solamente por eso,
la arcilla dolorosa que me cubre
se hace suave y ligera.

Vamos, como una sola herida
perdonando y besando,
y seguiremos,
porque la vida es una larga transparencia
donde la claridad es necesaria,
besando y perdonando.

 

Para descifrar enigmas

 

 

No hay pasado. Digo que no hay pasado
porque todo es ahora y rige
y lanza pequeñas mariposas, y está vivo,
tronco que no sabe,
habitado de tanta savia inexplicable
que nos va sosteniendo,
sosteniendo,
desde que alguien, amor y piel,
pezón suavísimo,
cúspide de alimentos y premuras terrestres,
nos sumergió en el mundo,
y comenzamos a remontar sus móviles
claroscuros, sus susurros tenaces,
sus sólidos aromas,
a tientas, ávidamente,
confundiendo saciedad con caricia,
adormecidos siempre por el ritmo
abovedado y diáfano
de nuestro corazón recién venido.

Se crece.
¿No es crecer otra cosa
que erigir piedra a piedra
nuestra urgente pirámide de sueños?
Todos nacemos amos
del fruto y su presencia
de pequeño sol vivo.
Pero ¿qué golpe, qué minuto
clausuran para siempre
el portón de la infancia?
¿Qué pasos abandonan
ese repiqueteo de campanas agrestes?
¿Qué cerrojo condena
su esplendor malherido,
la caricia en que el mundo
redime sus criaturas?

Se diluye en la diaria lucha con la ceniza
la pirámide muda.

 

 


Julieta Dobles nació en San José de Costa Rica en 1943, es poeta, escritora y educadora. Algunos de sus libros publicados son: Reloj de siempre (1965); El peso vivo (1968); Los pasos terrestres (1976); Hora de lejanías (1979-1981); Los delitos de Pandora (1987); Una viajera demasiado azul (1990) y Amar en Jerusalem, Hojas furtivas, 2007; Cartas a Camila, (junto con Laureano Albán) 2007; Trampas al tiempo, 2015; Poemas del esplendor, 2016. Recibió varios reconocimientos, entre ellos: Primer Accésit del Premio Adonais (Madrid, 1981); Premio Nacional de Cultura Magón 2013.

Ha sido incluida en diversas antologías de la poesía centroamericana y costarricense, entre ellas, la Antología Crítica de la Poesía de Costa Rica, de Carlos Francisco Monje, 1992. 

Última actualización: 06/11/2021