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Kamal Sabti

Kamal Sabti


Conclusión a modo de prólogo

Salud para todo ser vivo, salud para mí. Comparto el arrepentimiento de pueblos hambrientos como yo. Empiezo este himno, solo, para que unas ciudades lo repitan después de un frío día; no había coronado sus palabras con palabras. En un tiempo extraño salgo hacia unos pueblos que no conocen la escritura de derecha a izquierda. Salgo hacia otro aire que me debe unos recuerdos.

Yo no era otro que tú, ¿por qué me cambiaste entonces en esa noche?

Varias ciudades que no dicen nada. Quizá fuera esto lo que olvidé recordar en la última estación... desde la derecha a la izquierda. No es más que una broma. Bien, tenía prisa; diré: eran los muertos ejércitos. En un tiempo extraño me detengo en una selva. Veo un cadáver atado a un árbol. Digo: es un árbol que crece en el fondo de la gehena, con frutos como cabezas de vencedores. Me detengo solo, atado a un cadáver, le digo a un anciano que trae palabras de las palabras: ¡oh edad otra!, ¿podrías explicarme tu enigma? Pueblos hambrientos como yo, pueblos yerran el cálculo habitualmente enumeran conmigo una sangre montaraz en cuya cima construyeron los pastores un lugar de veraneo. Avala 649 - 262 . He traído todo el país al frío.

Ajenos a un frío que no es para nosotros; ajenos a estos ladrillos; ajenos a este sueño; ajenos a los ajenos que nos han cambiado la escarcha por el canto; de la derecha a la izquierda. Los árabes están ahítos de canto, y yo sólo estoy ahíto de la herencia del arrepentimiento. No vienen las palabras de las palabras. Diversos pueblos duermen a mi lado, digo: acercaos a mí, ahora, todos los linajes, y otorgadme su aniquilación, si lo deseara. Borraré la denominación, enmudeciendo. Me trasladaré de un pueblo a otro con la huérfana edad y el insulto. Volvimos la espalda juntos a una pregunta que se repite en las casas. ¿Cuándo nos matarán? Volvimos la espalda al vetusto fuego, a un dios que da la muerte pero no la vida y a unos mentirosos poetas que no dijeron un día: del oeste viene la muerte. Quiero decir: se le atribuyó la índole del agua a la sangre. ¡Salgamos!, ¡salgamos!... con el insulto y la huérfana dad. Para ellos el tawil y el basit, y para mí un delirio de ciego y un alfabeto que tiembla junto a mí en el lecho. Me detengo solo, atado a un cadáver. Una nube se me aproxima con un guiño de Averroes, en un café abarrotado de engaños... ¿Volviste la espalda con nosotros? Estaba Averroes ocupado con los recuerdos de la cárcel. Dijo: no tengo respuesta, preguntemos a Algacel. Me desperté de un río rebosante de engaños. Vi a Algacel como a un mentiroso; vi un país que, cuello contra cuello, se redondeaba. ¿Quién denominará mis panegíricos este año? Arden los mapas esta noche, y yo ardo solo en dos preguntas: ¿qué les dejamos?, ¿qué nos dejaron?... Me atrapó el engaño en la orfandad de todo final, crucificado. Mi padre me contaba su historia favorita acerca de un rey que pasó una vez junto a su ciudad. Dijo: encendíamos fuego en el invierno, hasta que prendía cerca del río, y salía de él una sosegada voz. Yo soy el rey del país, hace años que fui destronado, ¿lo sabéis?... Decía mi padre: todos temíamos esta muerte, y no digo la voz. Si bien uno de nosotros se deslizó para preguntar al rey: ¿cómo te llamas? Dijo el rey: mi nombre es el tuyo. Dijo el que se había deslizado: ¿cómo va a ser tu nombre el mío si yo no tengo nombre? La voz se rió de nosotros y desapareció. En casa, tu madre me pedía un nombre para ti. No le respondí entonces. Dije que por la mañana tendría un nombre, no como los nombres. Y marché al fuego del río, solo, a esperar a un rey que me comunicara su nombre. Esperé largo rato y ya me disponía a volver cuando salió el rey a mi encuentro y me comunicó su nombre. Me alegré de tu nombre, pero dijo algo que no entendí. Dijo: recuerda que la gente de mi tiempo no llamó a nadie con mi nombre.

Arden los mapas esta noche. Escucho a los magos que me gritan: cambia tu aspecto, en esta tierra no caben dos, ¿qué estás haciendo? Los oigo que llaman a la tierra donde no caben dos: ábrete para que pase un cadáver. Nadie la había llamado antes, tal vez sea nuestro otro tiempo. Oigo a los hechiceros que me llaman el día en que te pusieron tu nombre. Recurren a ti los huérfanos, los locos y los enfermos; recurren a ti las madres que han perdido a sus hijos. Dijo un demente: me curaré. Una mujer se desnudó para jadear en presencia de tu hambre. Dijo el de la única pierna: me fue arrebatada mi pierna y fui arrastrado hacia ti. Dijo un ciego: te veo. Dijo un muerto: me han matado, hermano.

Varias ciudades que no dicen nada me muestran incendios de animales extinguidos, saliendo a mi encuentro en este momento desde unas cuevas heladas. Los escucho mientras mueren pronunciándose. ¿Qué dicen esos hielos? Ciudades... Salimos hacia ellas desnudos y al volvernos a derecha e izquierda nos ensalza un olvidado significado. ¿Qué se ensalza en nosotros? En soledad ofrecemos una herencia a unos países disueltos en nuestra sangre. Oigo a un espectro otoñal: entérate de que en tu sangre hay un secreto que no recuerdas ahora. Di: es un país que no sale ni de día ni de noche.

Ciudades. Salimos hacia ellas con un pasado que se desvanece si se pronuncia su nombre. Vinimos a sus puertas prisioneros de nuestro origen, mientras olvidaban lo que en él había, escondiéndonos las palabras. No vienen las palabras de las palabras. Pueblos desconocidos para mí; tribus de prisioneros que duermen a mi lado en una noche que no es la suya. ¿Qué ven aquellas cuevas en su sueño? Les hago oír mi carraspeo, y se apresuran hacia mí con unas mujeres degolladas que me interrogan sobre mis hombros. ¿Qué acarrean? Digo: lo que no se sabe, un país que no sale ni de día ni de noche, que nos justifica cuando nos hacinamos con el tiempo. Es una conclusión, palabras y larga muerte. La denominamos cuando nos aislamos en el sueño: sangre de Dios. La explicamos como una tumba que nos precede en la marcha o en las palabras. Y puesto que es una visión en medio de un parpadeo, la insultó quien pretendía la soberanía, alzó cruces para sus soldados y no durmió. Nos era penoso que la viera, entornamos los párpados y le construimos un mausoleo cerca de su almohada. Es un país.

Vuelven las tribus a una noche que no es la suya. ¿Qué tienes para mí en esta hora, que soy el corazón de una casa expulsada de la tierra? Derrumbémonos juntos. Hay entre nosotros un cadáver innombrable, que cayó sobre el pavimento próximo al café. Dijo un anciano ciego que pasaba entonces: no lo mires, es un espejo. Lloraron los transeúntes por mí, y me apercibí de la presencia de una mujer frente a mí. Me observaba fijamente mientras se peinaba el cabello. Un cadáver. No me dejó tiempo este ciego - cerca del umbral, donde el rebaño festejaba su olvido - de ver que mi sangre se derramaba en una dirección desconocida. Dije: ¡oh rebaño conducido al umbral!, este momento no es comparable a una vida, desciende, aunque sólo sea una vez, hacia ti, llámate como desees, lo aprobaremos; pero, desciende, aunque sólo sea una vez, hacia ti. Te llamaron como quisieron, y cuando abundaron las denominaciones, dijeron: ¡qué hermoso eres sin nombre! Durante todo tu tiempo contemplabas un dedo, observabas su aspecto. Si se inclinaba, te inclinabas; si se erguía, te erguías; si se cansaba, te lo ocultaban. Dijeron: tus ojos, un dedo. Desciende, aunque sólo sea una vez, en cualquier dirección contraria. No desciendas hacia ti. Estoy equivocado, hermoso. No desciendas hacia ti, pues así te pegarás al umbral como él quiera.

Cada cosa con su nombre, cada cosa para él. ¡Oh giro de la tierra que es su giro! Van los poetas hacia él; tú vas hacia él; va el invierno hacia él, y el verano. Ese que nos ha podido va hacia él. Derrumbémonos juntos. Le dijo el rebaño: perece aquí, perece allí; tú me aplaudes y el rebaño también. Tú eres nuestro padre. Grita una voz: padre nuestro, guíanos, hijo nuestro y padre nuestro... Escucho a Epícteto que desciende hacia mí espantado. Digo: tú, todo nuestro ser, ¿qué te ha traído a mí?... He cometido el pecado de eliminar todo pecado. Digo: tú, que no tienes pecado, ¿me saludarás en paz? No tengo más que lo que se cuenta de ti. Un verano pasó y un invierno pasará. No se ha manifestado ante mí más que un secreto inmencionable. Digo: tú, que no has sido llamado, nos hemos salvado de tu ausencia. Nos persiguió quien pretendió la soberanía de mil años. Nos crucificó y comparecimos por segunda vez en sus ojos. Nos enterró en un lejano polvo, volvió los ojos al lecho de su mujer y nos olfateó en sus inciensos. Nos salvamos de tu ausencia. Un verano pasó y un invierno pasará. Yo soy el corazón de Sócrates. Me rodearon los jueces con preguntas: que no dijera lo que no veían. No dije nada de lo que veían. Escuchó un reloj tardío de la noche cuyas tabernas desconozco. Y de pronto las cuevas de hielo repiten conmigo este himno. Digo: cambiemos su comienzo.

Salud para mis muertos,

salud para mí. No recuerdo ningún secreto en mi sangre. No recuerdo lo que no se llama. Salud para mí. Oigo una voz ronca que me despierta cada mañana. Es un país... que no sale ni de noche... ni de día...

1

Un papagayo ciego recibe mi legado al alba, unas cartas que no han llegado todavía: mis ojos. Es el fin de las ciudades sagradas. Todavía no ha llegado tu hora, dijeron los aguadores. Aún no se ha derramado mi sangre, repuse. Una mano para el ciego y un beso en tu mejilla. Este pavimento es de pan y vino. Mi tiempo son dos manos y dos ojos, y mi hora, un corazón. Una vez te perdí en el bullicio de la ciudad. Estábamos juntos una vez; estábamos juntos y te perdí. Una mano al ciego, que pasa de una acera a otra, para que me guíe a sus ojos, y así te vea en una casa de campo, encadenada a la cama, desnuda de todo excepto de Dios. ¿Cómo te perdí entonces?

Un papagayo ciego repite lo que olvidé junto a un lecho abandonado, para que evoque mis recuerdos. ¿Quién me ha despertado al alba, papagayo? Un río con una sola orilla: mis recuerdos. Bien, un grupo de poetas se te acerca. Di: unas ciudades han pasado entre nosotros, recuerdo de una anciana en una estación de trenes, donde nada guía a la palabra. Calla, pues los poetas han dicho: no hay en nuestra palabra nada que nos conduzca a ella. Refúgiate en una antigua farmacia; quizá te cuente la muchacha griega que yo te ofrezco el oro como se ofrece a los reyes. Espera a que te pregunte algo sobre una ciudad bajo cuya almohada no duermes. Dile que yo conozco esa ciudad, pues allí nací... cuéntaselo todo. Después de la única historia que conoces, verás que algo de ti se ha perdido en ella. No busques demasiado lo que has extraviado, pues tal vez ella te lo haya hurtado sin que te percataras. Recuerda que estás reconstruyendo una ciudad en una antigua farmacia. O refúgiate en un lago, quizá veas a un pescador pétreo, encogido junto a su orilla, desde que intentó pronunciarse sobre la suerte. Tal vez veas que sus labios dibujan unas palabras. Acércate un poco a él y muéveselos; explotará de rabia y te maldecirá ese pescador. Después se calmará poco a poco hasta deshacerse en el lago. ¿Qué dices? Estamos aquí ahora, ante dos preguntas. ¿Te has percatado de ellas?

Un río con una sola orilla me anunció una vez la muerte de una ciudad. No me alegró lo que me ocultó tanto tiempo. Grité con la fuerza del viento: no te enfades conmigo. Sin darse cuenta de mi presencia, marchó con su añeja valentía para aislarse detrás de una colina como un chacal. Estamos aquí ahora. Me alcanza con el pregonero, y entonces extraigo de mi desmayo hechiceros, boticarios y ciegos, que, sentados a mi mesa, me hablan de unas serpientes más próximas a nosotros que los huérfanos. Digo: ¿y los zorros también?

Ella era lo único que me quedaba, aquella ciudad sagrada. Le dije a la leña que se hermanara con el barro, y de ellos extraje algo con que mitigar mi ansia de destrucción. No pregunté la hora a un transeúnte en sus calles; y sólo le he dicho al vendedor de incienso que me recuerdas al hombre degollado. Ella era lo último que me quedaba y desde su superficie inclinada expulsó a una mujer a mi cama. Dije: estoy celoso de tu sueño. Me desperté, no vi su manto arrojado en el diván, sólo a Taalibi arrinconado. Bebí un vaso de agua fría y aparté mis ojos de Yatimat al-Dahr. Había cerrado la puerta. Y ello no se considera una locura.

Un espectro otoñal me anunció lo que le había sucedido a ella, - y ello no se considera una locura -. Dijo: anduve sobre cúpulas doradas que se habían desplomado sobre el pavimento. No vi al vendedor de incienso. Las gentes no decían lo que sabemos; eran mitades. Reconocí medio rostro de una mano amputada que no veía nada. Dije: ¡hermano!, ¿hablas conmigo? Lo asusté, oí el maullido de un gato. Me alegré de este sonido que comprendía. Caminé en su dirección entre las ruinas, por si me indicaba una vida como la vida. No disfruté demasiado de mi ilusión, pues la voz era el último suspiro de medio cadáver. Me aproximé al polvo que se amontonaba en ese instante; creía que iba a cubrir toda la tierra. Grité sin darme cuenta: ¿qué es todo esto? Se derrumbó un madero quemado que estaba colgado de los restos de unas chozas. Empecé a alejarme para verlo rodar hasta el polvo. Se abrieron unas grietas y se lo tragaron; y no vi más que el humo que ascendía con fuerza a lo alto, lanzando huesos sin color. Supe que en ese momento se empezaban a excavar unas sepulturas, y ello no se considera una locura. Vi una ancha frente en la que dormitaban cuarenta mares, un sarcófago y una flauta. La vi a punto de caer al suelo y maldije mi tiempo. Me lancé de corazón hacia no sé dónde, enmudeciendo. No podía ocultarlo. Choqué con un violento viento que me envolvía, mientras lo resistía como un antiguo héroe, hasta que me desmayé. Dijo el espectro: cuando me desperté, vi mis manos colgadas de una pared y mi pie derecho de una puerta. No vi sangre; vi humo en un rincón lejano. Oí el sonido de una mecedora y grité: ¡eh, tú, señor! ¿qué me estás haciendo? ¡devuélveme mi pie y mis manos! Entonces me llovieron del tejado polvo, risas, ojos arrancados y huesos de manos y de pies. Cerré los ojos de miedo a la visión y entregué mi alma a lo desconocido. Entonces pensé que había muerto. Se me acercó un rostro que no poseía más que una boca negra. Dijo: no saldrás de aquí más que si lo olvidas todo. Pregunté: ¿qué sabía antes para poder olvidarlo ahora? Habló el espectro y luego callaron las palabras.

Me incorporé para ver mis manos y mi pie derecho. Una voz gritó: ¡detente! ¿cómo te llamas?... Pero, ¿tengo acaso nombre, si me lo han extirpado? Unos fuertes dedos me sujetaron; vi cómo me empequeñecía ante ellos, y entonces me arrojaron a la puerta de una fortaleza. Grité: ¡abrid! La serpiente guardiana me preguntó mi nombre. Dije: ¿cómo voy a tener nombre si me lo han extirpado? Dijo: ¿cuál es tu emblema? Dije: dos manos y un pie derecho. Fui arrastrado a un sótano repleto de seres divididos en mitades. ¿Soy como ellos? ¡Cállate!, se me dijo, y entonces llegó un enorme murciélago escoltado por alacranes; nos presionó con sus alas, y nos hicimos uno; nos arrojó al suelo mientras decía: mi dedo meñique es más fuerte que el torso de mi padre . Vi que los alacranes se ocupaban de limpiar sus alas de sangre. Quise llamar a uno, pero no tenía fuerzas. Me dijo una mitad de sangre: ¡contente!, y lloré.

Un papagayo ciego recibe mi legado al alba. ¿Dónde estás ahora? Ante lo que temí una vez. Unos vértices marmóreos me atraen hacia un alto muro que se llama conciencia. Le digo: ¡oh, tú, que eres yo y que posees mi mismo nombre! ¿Cómo te has alejado tan sola en el desierto? ¡Acércate a la tierra! ¡Desciende a sus profundidades! Es un alto muro; ante su postigo nos inclinamos para cumplir con el rito del espionaje y le cantamos cada vez: ¡oh, destino!, concédenos una fuerza sin parangón con nuestro espejismo. Te enumerábamos, pero el cálculo es un límite. Te enumerábamos una y dos veces, pero no tienes fronteras. Es un alto muro que olvidaron las ciudades en el desierto. Si se lo recordaban, decían: es nuestro dique y, en su soledad, era un espejo. La esfinge pasó a su lado y aborreció su fealdad. Pernoctó junto a él y odió sus días. Nadie pasó junto a él sin llamarlo mi refugio. Lo que se extendía, lo que partía de un punto, o terminaba... adicto al recuerdo de lo que se olvida, resistiéndose a decir algo

¿Qué les hemos dejado? ¿Qué nos han dejado? Dos preguntas; las acompañábamos en su camino hacia él. Esperamos los restos de un viejo puente para que invocaran a la sequía, nuestra canción favorita sobre un río. Seguimos su corriente a través de todos los ancestros, mientras las dos preguntas nos precedían en la marcha como un guía. Llegaban antes que nosotros a cualquier declive en el que bullían los seres que Dios había bautizado en cierta ocasión. Son dos preguntas. Si les fuera penoso hablar, le dirían a cualquier barquichuela: ¡qué sola estás, como nosotras!, ¡oh recuerdo de un río! No esperábamos nada, sólo al puente y a la canción para que nos abran una puerta. El polvo y el viento están cerrados. ¿Qué nos anuncias, destino?

¿Te he perdido realmente? ¡Qué tiempo insomne! Un día como un año, un día como un mes y un día como un viernes. Todavía no ha llegado tu hora. Dije: he salido con mi destrucción y no he podido más que exclamar: adiós, no he podido contigo. No he oído la lluvia que ha descendido sobre un cadáver en el día de una calle. Estábamos juntos. El puente nos alcanzó sin ninguna canción, estábamos juntos. Dijimos: allí, en la lejana orilla, nos basta una barca para huir en la noche. El puente no nos delatará, y te he perdido. ¿Cómo te has deslizado entre mis manos? Diversas noches nos han hecho girar. Tu anillo de plata lo tengo yo y también el amuleto del hombre degollado. No temas, esta noche pasará rápidamente.

Es el último de nuestros recuerdos. Quizá me agrade la destrucción en soledad. Soy testigo de lo que se ha amontonado en el tren descendente y en el ascendente. Quizá me agrade la destrucción en soledad, pues los poetas son los astrólogos del oro del regreso. Un campo que nos hace semejantes a sus hierbas, una montaña que se extiende para nosotros como un tapiz. Buenos días a tu desnudez matutina. ¡Que calle ese papagayo! Es el último de nuestros recuerdos, al que una niebla temerosa lo llamó tiempo mudo. Y si los hechiceros, los farmacéuticos y los ciegos se quedaran perplejos ante ella, dirían: es lo que se dice y se olvida. La anciana de la estación arrojó su capa negra al frío de unos soldados. Verás sus ojos, lo último de quien aún no ha sido destruido. Dijo: todavía no ha llegado. ¿Quién? Les pregunto a los poetas astrólogos, a una noche invernal, al reloj destrozado de la estación y al León de Babel. Y pido para el duelo unos harapos que colgaron unos elegantes militares en la puerta de un amigo procedente de Atenas. ¿Cómo Atenas? Un negro harapo sobre la puerta de Atenas. Un andrajo sobre tus ojos y otro sobre los míos. Este pavimento es un espectro otoñal, un murciélago, dos trenes y un beso en tus mejillas. Estábamos juntos y te perdí. Estábamos juntos una vez.

2

¿A qué presta oídos, Dios mío, este tiempo? Unos carros de madera nos subían a un elevado cementerio. Escaleras de muletas, lunáticos, ciegos: nuestro funeral. No fuimos invitados antes a esta fiesta. Nos hizo escuchar el viento una historia sobre la ascensión y vimos los carros que descendían con nosotros hacia una anciana que estaba junto a la puerta de la ciudad. Dijo: ¿de quién son esos carros? Indecisos, nos miramos unos a otros. Jamás nos habíamos hospedado en esta ciudad, interroguemos a las palabras... quizá nos muestren a algún muerto entre nosotros. Dijeron dos ojos cerrados: nos perdimos; y un pastor les regañó: ¡callad, que no es éste el momento del sueño! Escaleras de bastones, un viento que nos obstruye la puerta de la ciudad y un cuento sobre un muerto entre nosotros. Y esto no es todo. Dijo el ciego: antes o después de Marib, cierto siglo, pasé junto a ella. Se equivocaron, pues dijeron: nací después de un rey al que le aterrorizaba ver su trono convertido en festín, y me retiré a una isla donde sólo había un templo en ruinas. Así se enterará una muchacha veneciana de que África ha de cruzar el mar, para que nuestra última noche sea sobre un tapiz con un león tejido en recuerdo de un barco que transportaba esclavas. Los carros subían al elevado cementerio. Veíamos ejércitos que subían con nosotros. Dijo un loco: en mis oídos duerme una tumba. Dijo otro: interrogaré al mago isphahaní sobre el enigma de un enorme pájaro. Dijo una esclava rumí: veo la costa cerca de mis ojos. Dijo el ciego: no es una costa lo que ves. El himno se llena de hechiceros; caigo en tus manos para que escuchemos a una vela:

cruza África el mar,
y se sumerge un vino
para que nuestra última noche
sea sobre un tapiz
con un león en él tejido

Un tiempo que no se conoce. Fui por la noche al mercado de la ciudad. Me condujo una mano a una taberna, junto al quicio de una puerta custodiada por dos perros. Unos marineros a la espera de un barco habían envuelto al muerto con un paño. Dijo un cochero: si deseas viajar por tierra, te podría llevar al rayar el alba. Pero si lo prefieres por mar, mi hermano es aquél y zarpará dentro de dos días. No dije nada, dos perros y una puerta, me dormí, una mejilla en una muleta y un sueño que se asemeja al expolio de los piratas.

Yo no era otro que tú, ¿por qué me cambiaste aquella noche?

Un himno a un pastor al que su hija hizo oír su himno: fue un día a una acequia y vio a una anciana que observaba un humo que salía del agua. Se ausentó cierto tiempo con él y compareció como una reina. Preguntó a su sacerdote acerca de un enorme pájaro en una jaula que descendía una vez al año sobre su palacio. Desapareció y por segunda vez compareció como una joven en la imagen de un pueblo que se abalanza amedrentado tras unos rápidos caballeros; y desapareció y volvió a comparecer como una mano que guiaba al ciego en un mercado trayéndole unas jarras llenas de cabezas traídas de allende el mar. Desapareció el ciego y la anciana cantó su himno en su antigua estación: vio un cadáver agazapado junto a la puerta. Es nuestro funeral, dijimos, y bajamos con los carros al recuerdo de un elevado cementerio. Una ausencia con corazón de mago, una isla que es recuerdo de un tapiz y unos marineros que han ocultado al ciego del poema el cadáver del loco. África cruzó el mar y esperamos a un sacerdote que nos plantee el enigma del enorme pájaro. Una mano hacia él, hacia una negra desnuda que canta al vino que se va a sumergir. Una mano hacia los ejércitos que condujo la arena hacia el norte de las colinas. ¿Quién ensombrecerá su estatura con una conclusión? Cruzamos al norte de los collados con los largos siglos. Cada uno tiene una estatura y una sombra bajo la que se extiende un zoco marroquí... Pasó por allí un judío que leía a Averroes, se refugió a la sombra de la tienda de un vendedor de pieles y dijo: ¿qué es la sombra? Una mano hacia la conclusión, hacia un tañedor nocturno a quien la anciana hace oír su himno: vio un cadáver agazapado junto a la puerta. Conocí el recuerdo de una boca, me incliné ante unas cejas que mostraban unas letras de oscuro significado, vi una mano con dos dedos y una puerta arrojada sobre el polvo en unos ojos hinchados...

¿Qué es la sombra? El vendedor de pieles, figura de cera, junto a la leña descuidada del invierno, observa a los magrebíes, que se ajustan las cartucheras y en dos filas vigilan a la hija de un rey, que caerá cautiva de los piratas del norte. ¿Qué miras? La piel de un zorro que cubre el invierno de dos pechos. Es una noche. Dijo la negra: entre las dos montañas, en el mar, nos atacaron unos barbados rubios con los hombros condecorados. Oí un grito ahogado en un dormitorio. Me taparon los ojos y nos condujeron a una fortaleza. Un tiempo que no se conoce. Exaltaremos a escondidas la sabiduría y llenaremos nuestras copas con el vino de las colinas. Y una esclava rumí le contará a la hija del rey la historia de un vendedor de pieles en cuya espalda se hundirá un cuchillo para que se convierta en figura de cera cerca de un viejo puente, y un marinero narrará la historia de su cautiverio: que el barco no se hundió.

Tiempo de reinos. Una brisa para los balcones de unas tribus olvidadas. Unos mamarrachos prenden fuego a la ciudad de la peste, y abre sus puertas el jefe del ejército invasor. Unos sombreros toman por primera vez el ferrocarril hasta el centro de la región... dijo el traficante de armas turco. Unos embozados se deslizan hacia una cárcel situada en una granja, para que se evada un jeque por la noche. Cerca de su soledad, fue apresado un adivino venido de lejanos países para indagar acerca de un sufí crucificado hace siglos. Un río abandona su marcha en medio de una ciudad. Se infiltran nuestras palabras en el vagón de los aventureros que, en la estación de la capital, alzarán sus sombreros a un poeta kurdo. Una mano para nuestras palabras que se aglomeran en los ojos de una anciana a quien el ciego cuenta una conclusión: no oía su voz. Era un tiempo propicio para los reinos el que me arrojaba a un elevado cementerio. Unos carros descendían hacia ti con una sabiduría que sus descendientes habían ocultado al pretendiente al poder. Mis ojos fueron abandonados, abandonó un río su cauce. Una mejilla en una muleta. Todavía no lo he visto todo. Esta isla es un tapiz para dormir.

3

Entonces, es Asbah...
Aquello es un perro; y eso, cuatro puertas y cien torres.

¿Cómo acudiste a nosotros? Felices, escondidos detrás de las colinas. Una mujer desflorada excavó su pozo. Un fuego se enciende al principio de la noche... jóvenes inmortales... Una flauta por un dolor oculto detrás de las comarcas. Un recelo: descienden unos extraños de un collado para preguntar a un anciano acerca del que trae el año. Se vuelve hacia las manos de un agricultor a quien interrogan sobre una casa detrás de sus ojos. Señala con sus manos a un erudito que había emigrado en tiempo de lluvia. Un recelo... y varios países. En la nube norteña hay leña del sur. Dice quien estaba en el ejército del faraón: ha sido olvidada una palabra. Sale otro de un montón de madera para pronunciarla. No articulaban. Era un tiempo que daba licencia a la locura de las colinas, y quien no conocía la palabra la balbuceó sobre una roca. Otro despertó con ella a un vagabundo.

Atabales y ataúdes se precipitan hacia unos puertos pétreos. Construyen los enviados unas casas sobre un río, cuyos dedos se aferran a lo alto del mar. El polvo borra las huellas de los emigrantes. Las mujeres desplegarán su peste en la encrucijada de dos caminos. Se ve a un hombre que reúne guijarros habitualmente al comienzo de la mañana. Se refugia a la sombra de un templo. Llámalo cuando los atabales enumeren los azotes de una espalda: mil y una columnas...

arios ríos, cuatro mares y un collado...
Marineros, pescadores y monjes norteños...

Festejan las palabras su enigma; festejan los puertos el grito de unos hechiceros, un verano inerme y arañas. Festeja la palabra la salida de las colinas: los amuletos de los locos, historias de ahogados, poetas, un país...

Rescata una mano a un ahogado,
labios para un beso sobre la frente...

Aclaman los albañiles: nuestra herencia, salvación de las colinas. No permaneció quien no escuchó al collado. Caballos en forma de viento se recuestan en extraños mapas, Nawbahar. No cierres tus ojos todavía; no cuelga todavía un gato degollado del techo; no ha encontrado el joyero el anillo. Se decía que había una puerta de piedra que conducía al cementerio. A sus afueras se sentó un sabio para escuchar lo que parecía el canto. Pasó una noche y otra, y el sabio dio la espalda a una luna sumergida en un espejo y articuló una letra que parecía la dal, y desapareció la luna... Se quebró el espejo. Abrió la puerta una mujer y entró con el sabio en una caverna negra. Los guardianes de este cementerio preguntarán al sabio de la cueva: ¿qué país es un país? Dirá quien quebró el espejo: el país feliz, collados. Será sepultado en la caverna, y los guardianes colgarán otra luna sobre la puerta. Quizá pase otro tiempo semejante a la dal.

Sangre de la pata de un chacal junto al horno de un leñador que perdió una letra del nombre de un visitante invernal.

Un árbol sombrea un templo de monjes en Tikrit; después de una marcha de un día, en una hora hacia el oeste, llámalo cuando se oculte el dicho: Su´aba, o llámalo el Mausoleo de los Cuarenta. Esperamos a los mensajeros que nos traían lo que se nos ocultaba. Dijeron que se había desplomado la casa de un enviado rumí sobre el río. Decía todas las mañanas: esperad lo que va a venir de un país al que nunca oísteis mencionar. Moría solo. Clamaron los transeúntes: murió el extranjero, acarreamos su cadáver en la noche, arrojamos al río las velas de nuestro único loco y nos ausentamos en nuestras casas a la espera de que los mensajeros nos trajeran lo que se nos había ocultado cada vez.

Una nube viuda se desmiga sobre una ciudad egipcia; espera el griego la cosecha de algodón. Ése es un templo que espera ser adornado con un alminar. Llámalo cuando un transeúnte olvide saludar al río, la Mezquita de los Perfumistas. Las gradas de los sabios no daban cabida a todos... dijo el historiador. Unos transeúntes aclaman a unos mapas. Una mano rescata a un ahogado. Olvida el griego la cosecha de algodón, y su báculo señala la costumbre de los emigrantes de insultar a todas las ciudades. Se alejan los mapas, se aleja aquella nube con nosotros. Se apoya ese ciego en el tronco de un árbol para preguntarle a un leñador por un prolongado invierno. Espera el leñador a que duerma el ciego para ver las ruinas de una nube que cae como una ciudad. Dice el ciego: conozco esa ciudad. Braza. No me lavé en el antiguo zoco. Me delataron los cocineros ante el jefe del ejército. Me ocultaron los mozos de carga y los conductores de carro en tus barrios. Dijeron los mensajeros: perdimos un viaje en una hora hacia el oeste. Olvida el historiador la perplejidad del leñador; descuida una letra en el camino al invierno de unos enviados...

Rescata una mano a un ahogado,
labios para un beso sobre la frente...

Una letra parecida a la dal fue grabada en el tronco de un árbol. Dijo un kufí: lo veré, esto no es magia, y cerró la puerta. El aire es verde, el agua amarilla; y el tapiz es un vapor de un muro que se colorea cada poco tiempo con sangre de la pata de un chacal. Los extraños que a él acudieron durmieron cerca de su casa una única noche. Por la mañana, el kufí contó lo que había visto. Una mujer de entre ellos le regañó: eso no es propio de la sabiduría que conocemos. Sangre es esta nube, oh enviado rumí, sangre que dijiste de un país, sangre de este jueves y ejércitos de varias cabilas. El ciego oye un grito: esta negrura es el jardín de Qurayx. Atabales para los reyes de las comarcas. El viento acarrea nuestros funerales sin lluvia, y un invierno nos despide hacia los campamentos del desierto. El collado nos hace oír el llanto de un rebaño que ha perdido a todos los ríos. Nos rodearon unos negros que se asemejaban a nuestros aldeanos. Conocí al jefe del ejército y a los cocineros del rey. Dijo un predicador deletreando nuestras palabras: ba´lun ba´la ... Se equivocaron, no era un nombre. Braza. No me lavé en un antiguo zoco. Los mensajeros llevaron el manto de una anciana al collado para que una mitad muerta clamara: ésta es la paz de Atenas. Un castillo como dote para una reina que perdió a su sabio en una caverna y un viento que acarrea funerales. ¿Qué país es un país, sabio? Un leñador perdió una letra que fue grabada en el tronco de un árbol, perdió un cadáver tendido de un árbol. No lo llamó un predicador de un pueblo que se nos parecía. Dijo: ba´lun ba´la. No era un nombre. Giramos hacia un visitante invernal que escuchaba la llegada de un humo. No había llegado todavía a su tumba, y él aún estaba caído sobre el pavimento cercano al café. Tendió una mano a lo alto del balcón que se asomaba a los astrólogos del oro del regreso. Articuló una letra semejante a la dal. Lo oyó un viejo ciego que guiaba con su muleta a una anciana que había visto en su himno el recuerdo de un cadáver colgado de un árbol. Dirá el historiador después de nosotros: es una sabiduría que se le ocultó al pretendiente al poder. Diremos en el himno: es un país que no sale de noche ni de día.

Primeros de octubre de 1989
Primeros de mayo de 1992

Belgrado - Limassol – Madrid

Traducción: Milagros Nuin Monreal

Kamal Sabti nació en 1958 en la ciudad de Nasiriyya, al sur de Irak. Estudió en la Facultad de Bellas Artes de Bagdad y empezó a escribir poesía en la década de los setenta, por lo que se considera, pertenece a la generación de poetas iraquíes de dicha década. Ha publicado hasta la actualidad cinco libros de poemas: La rosa del mar, Bagdad 1980; La sombra de algo, Bagdad 1983; Un sabio sin ciudades, Bagdad 1986; Museo para los restos de la familia, Bagdad 1989; La última de las ciudades sagradas, Beirut 1993; Otros antes de este tiempo, Damasco 2002. Algunos de sus poemas han sido traducidos al turco, ruso, alemán, inglés y español.
Última actualización: 28/06/2018