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Festival de Poesía de Medellín: Gestión en la Aldea Global

Clausura del 28° Festival Internacional de Poesía de Medellín
Fotografía de Sara Marín

Por: Enrique Yepes

Revista de Crítica Literaria Latinoamericana
Año 29, No. 58, Poesía y Globalización (2003), pp. 91-104 (14 pages)
Publicado por: Centro de Estudios Literarios "Antonio Cornejo Polar"- CELACP

«When the mode of the music changes,
the walls of the city shake»

(Allen Ginsberg)

Durante los últimos diez días de junio de 2002, la música de la poesía estremeció los muros de Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia, con tres millones de habitantes. Más de cien poetas de los cinco continentes se aventuraron a visitar una ciudad célebre por su violencia. Con mayor audacia aún, participaron en recitales de entrada libre y gratuita, mañana, tarde y noche, en plazas, parques, calles, asentamientos de desplazados por la guerra, estaciones del metro, teatros, universidades, escuelas, centros barriales o culturales, hoteles, tabernas, museos, iglesias, bibliotecas públicas, centros comerciales, fábricas, sedes sindicales y cooperativas, y hasta en la hacinada y peligrosa cárcel nacional de Bellavista. No había música, grandes pantallas, tecnología de punta ni fuerza policial; solamente una mesa sencilla, un micrófono y un grupo de poetas y traductores leyendo ante una muchedumbre de diversas edades y extracciones sociales. Los principales periódicos y el canal regional de televisión cubrieron los eventos, entrevistaron a varios poetas invitados e incluyeron comentarios del público: «lo mejor de Medellín», dijo uno de los asistentes.

Así fue la duodécima celebración del Festival Internacional de Poesía de Medellín, que ha tenido lugar desde 1991, aumentando cada año su vitalidad y sus dimensiones. El presente artículo ofrece una breve historia y descripción de este evento, para luego proponer una lectura del Festival como una de las redes de gestión cultural que vienen forjándose en América Latina en el marco de las «aperturas» del mercado y la era global. Se parte de la pregunta de muchos poetas invitados sobre las razones por las cuales el Festival atrae multitudes y desarrolla una especie de aura colectiva. Las respuestas se entrelazan con la historia local y con la misión adjudicada al discurso poético en la modernidad, pero también se vinculan con las maneras en que la producción cultural latinoamericana elabora su inevitable inclusión periférica en la universalidad del mercado y en las nuevas sensibilidades en cierne.

BREVE HISTORIA

Desde la época de los nadaístas, que fueron una especie de beatniks colombianos a finales de los años cincuenta hasta comienzos de los setenta, Medellín ha sido escenario de recitales y presentaciones públicas de poesía, a veces estridentes, como en el caso de la quema de los libros de Gonzalo Arango en el parque central de la ciudad a comienzos de los sesenta. Desde entonces se creó un significativo auditorio, no sólo para el disfrute de la poesía de modo personal o íntimo como en todas partes del mundo, sino además para una poesía callejera, pública, rumiada en grupo, y conectada con sucesos impactantes de la convulsionada historia sociopolítica del país y de la ciudad. En los años ochenta y noventa, además de varias revistas y talleres de poesía en diversos centros culturales, aparecieron distintas iniciativas para elaborar la experiencia de la violencia a partir del discurso poético, tanto en barrios populares como en agrupaciones juveniles relacionadas con el sicariato (1).

Aprovechando estas bases, que asegurarían una asistencia considerable, el Festival de Poesía comenzó con la participación de trece poetas colombianos en abril de 1991, como un día de activismo cultural hacia la paz. Sus organizadores lo describen como un esfuerzo por «responder al constante deterioro del espíritu en la ciudad y a la oscuridad reinante»(2). Y dicha oscuridad era en verdad alarmante. Durante la década de 1980, Medellín había sido escenario de una guerra a muerte entre las dos grandes organizaciones del narcotráfico en ese entonces, con matanzas indiscriminadas, explosiones de bombas en diferentes sitios de la ciudad, y entrenamiento de sicarios que llevaban a cabo «ajustes de cuentas» y asesinaban a figuras públicas. En varias ocasiones se declaró el toque de queda durante semanas, reinando un ambiente general de pánico, resentimiento, desconcierto y recesión económica en una ciudad que en el pasado se había preciado de ser la «tacita de plata» colombiana.

Y es que en Colombia la trasnacionalización del mercado llegó temprano, por la puerta de atrás del narcotráfico, desde la década de 1970, con lo que se fue incrementando rápidamente el inmediatismo consumista y su consecuente desorganización social. En cambio, la política oficial del gobierno resistió hasta los años noventa antes de abandonar completamente el esquema proteccionista de la industria nacional y adherirse de lleno al efecto dominó de las estrategias neoliberales que estaban en su apogeo en México y en el Cono Sur. Estas contradicciones son parte de la crónica «crisis institucional» del Estado colombiano, que se extiende hasta el siglo XXI.

Para 1991, después de unas sangrientas elecciones en las que habían sido asesinados tres de los candidatos, los diversos estamentos y regiones del país participaron en la redacción de una nueva Constitución Nacional, con mayor apertura democrática, que reemplazó la de 1886 (cfr. Bejarano). El nuevo gobierno de César Gaviria (hoy Secretario General de la OEA) era el primero en la historia del país que resultaba de una coalición no limitada a los dos partidos tradicionales. Su programa incluía la promesa neoliberal de «apertura económica» y la generación de una fórmula propia para evitar la extradición y garantizar la entrega de los cabecillas del narcotráfico, con lo que se apaciguó la violencia desencadenada por éstos.

En este clima político nació la idea de proponer «Un día con la poesía», el 28 de abril de 1991, en el teatro al aire libre de uno de los cerros de la ciudad, con el apoyo de la administración local. Su organización fue iniciativa de un puñado de poetas de clase media que editaban desde 1982 la heroica revista Prometeo, entre ellos Fernando Rendón y Gabriel Jaime Franco. Este grupo decidió dar continuidad a las series Poetas en abril y La poesía tiene la palabra, auspiciadas por instituciones como la Universidad de Antioquia, la Cámara de Comercio, y la Casa de Poesía Silva, de Bogotá.

El evento fue bien acogido, así que al año siguiente fue posible extender la duración a una semana, e invitar a 37 poetas de Europa y América. Lo más sorprendente fue la numerosa concurrencia a un evento sin precedentes en la ciudad. En ocasiones se hizo necesario improvisar sistemas de altavoces u organizar lecturas alternativas para la gente que esperaba en las calles, porque los teatros estaban repletos. Y así fue como se hizo Festival y no espectáculo. La gente sacó a los poetas de los auditorios: «inesperadamente la poesía crece en nuestras vidas, se interpone en el camino de la sangre y espera a la juventud en su propio cuerpo. Escapa de los libros y museos, al desdén aristocrático de los eruditos, y se inmiscuye en la torturada sensibilidad de las calles, asaltando el corazón y los sentidos», según afirmaba la declaración inaugural. Para la tercera jornada, ya con el nombre de Festival Internacional de Poesía y programado en el mes de junio, el Concejo Municipal y el entonces Instituto Colombiano de Cultura, que luego se convirtió en Ministerio, firmaron acuerdos para la financiación anual del evento. Desde entonces el crecimiento ha sido continuo, extendiéndose a los distintos barrios de la ciudad y de municipios cercanos, e integrándose con talleres de poesía, conferencias, ventas de libros, y otro tipo de presentaciones de poesía experimental, cine, música, danza y pintura. En los últimos años, además, un grupo de los poetas invitados ofrece recitales en otras ciudades del país, se entregan premios de poesía en diferentes categorías, y se programan lazos con festivales en otras partes del mundo. Aunque cuentan con el apoyo financiero del gobierno municipal y nacional, que no siempre es estable, el grupo Prometeo ha evitado adscribir el Festival al mercadeo comercial, político o estatal.

Esta autonomía se protege apelando a recursos de entidades internacionales tales como las fundaciones holandesas para la cultura Hivos, Prins Claus Fonds y Novib, la fundación alemana Henrich Böll, el Departamento Federal de Asuntos Extranjeros de Suiza y la UNESCO. Y es que, además de evitar la parcialidad política, uno de los factores que más contribuyen a la concurrencia multitudinaria es la proyección internacional del evento. Al vivir en una ciudad históricamente aislada por su escarpada geografía y en las últimas décadas por su reputación violenta, los medellinenses se sienten halagados por la visita de poetas provenientes de todo el mundo y asisten masivamente a los recitales con la determinación de ofrecer una imagen acogedora de su ciudad. A su vez, los poetas invitados se fascinan de ser tratados como celebridades, dando autógrafos a cientos de admiradores, concediendo entrevistas y observando la venta de sus libros en la muestra bibliográfica que se realiza en el hotel donde se alojan.

La complacencia y perplejidad de este fenómeno bien puede resumirse en las siguientes observaciones que publicó la poeta y crítica norteamericana Margaret Randall después de participar en el Festival de 1993: «El aspecto más sorprendente del Festival, al menos para quienes habíamos venido desde fuera de Colombia, fue el ver una extraordinaria adicción a la poesía en Medellín; nuestra audiencia contaba consistentemente con un promedio de 2.000 entusiastas aficionados. [… ] Lo que no esperábamos era la enorme devoción a la poesía en esta ciudad. O el enlace que esta gente establece repetidamente entre su dolorosa historia y los poderes curativos de nuestro arte (3).» Las impresiones de Randall, repetidas año tras año por todos los poetas invitados, son indicio de que el Festival se vuelve, de hecho, un intrigante texto vital cuya lectura plural se manifiesta en el público. La multitud de asistentes dista mucho de ser pasiva. No sólo se hacen oír mediante aplausos y pedidos, sino que aceptan el reto de escuchar y pensar, de vibrar y crear a su vez, a través de los talleres de poesía, de diversas iniciativas experimentales, de concursos y de intercambios informales.

Una tarde, mientras me tomaba un café antes de asistir a uno de los recitales de 1999, el mesero interrumpió nuestra conversación al notar un libro de la nicaragüense Gioconda Belli que llevaba mi compañero: «Ah, ella es una de las mejores. Mis amigos y yo le hemos preparado un mosaico para regalárselo esta noche», nos dijo. Así es el ambiente de Medellín durante el Festival: hay poetas por todos los rincones que crean afinidades inesperadas.

La descripción redactada por los organizadores mismos incluye una idea similar, al afirmar que el Festival promueve «un campo de acción comunicativa y terapéutica, necesario para una ciudad y un país en el que las relaciones cotidianas son violentas, actuando sobre la capacidad de percepción y transformación de la realidad de miles de personas». Estas páginas digitales incluyen además fotografías, no tanto de los poetas, sino más bien de la multitud que escucha. Otro de los párrafos insiste en que se trata de una «práctica de lucha por la paz y la coexistencia plural entre los colombianos, la convocatoria de multitudes en torno a la palabra poética en un tiempo de terror». La concurrencia experimenta un modo inédito de sociabilidad que media entre la expresión íntima de la poesía y la energía multitudinaria del espectáculo en vivo, entre la movilización local y la visibilidad internacional.

Las iniciativas en esta dirección son cada vez más ambiciosas. En respuesta al conflicto armado en Colombia, el Festival se ofrece como una oportunidad para «el debate y la presencia solidaria de los poetas del mundo en respaldo de una solución negociada a la guerra en nuestro país». En la celebración de junio de 2003, se planea además la «Cumbre de la poesía mundial por la paz y la democracia en Colombia», que sesionará durante tres de los siete días que dura el evento, con ponencias y debates para proponer iniciativas de solución y enviarlas a las partes en conflicto.

La voluntad de extender lazos con otras partes de América Latina se viene manifestando en la realización de un Festival Itinerante Latinoamericano de Poesía, en concordancia con los Festivales Internacionales de Poesía de San Salvador, San José de Costa Rica, Rosario y Río de Janeiro. El próximo año se busca vincular también a los encuentros poéticos que se realizan en Quito y Buenos Aires.

Este esfuerzo de inclusión no es sólo geográfico, sino también estético y étnico. Los ya varios cientos de poetas invitados en los doce años del Festival representan los más diversos postulados poéticos, y por lo menos una de las culturas indígenas colombianas presenta cada año su cosmovisión y manera de hacer poesía, sea en grupo o en forma individual. Siempre se cuenta con la presencia de otros poetas no completamente occidentales, principalmente de América Latina, Asia y África. La poesía social, sea abiertamente política, étnica o de género sexual, se codea con las formas más íntimas o tradicionales, eruditas o experimentales, desde los sonetos y la parodia de coplas hasta la poesía sonora o visual. Así, a su modo, cada recital pone en escena un debate o confrontación pacífica de una pluralidad de sensibilidades.

ELEMENTOS PARA UNA LECTURA DEL FESTIVAL

Posiblemente los momentos que mejor ilustran la magnitud sencilla del ritual con que el Festival estremece «los muros de la ciudad», parafraseando a Ginsberg, son las ceremonias de apertura y clausura, que se realizan en el teatro al aire libre del cerro Nutibara como un recital único para el primer y último día. Durante la tarde hay un peregrinaje de caminantes, ciclistas y vehículos motorizados escalando el cerro. Al comenzar la ceremonia, justo al caer de la noche, el telón de fondo es la ciudad misma, que miles de espectadores otean desde el cerro como un mar de luces sobre el valle y las montañas circundantes.

Las palabras con que Gabriel Jaime Franco, miembro del consejo de redacción de Prometeo, abrió el Festival en junio de 1999, ofrecen un buen punto de partida para proponer una lectura del Festival: «Desde su fundación en 1991, el Festival Internacional de Poesía en Medellín, más que por una organización, ha sido protegido por la presencia amorosa del pueblo de Medellín. Frente a la naturaleza de la creación poética, plena de silencio, la multitud de seres que aman y acompañan sin abandonar su propia intimidad, contradice el torpe malentendido de que la poesía se da sólo en soledad y aislamiento. Y este silencio de miles que escuchan, esta suma de voluntades cuya revolución estriba en su amorosa indagación de la palabra que devuelve la memoria, la conciencia y el camino perdido, son también el poema. Damos a todos una fraterna bienvenida a la novena edición del Festival de Poesía en Medellín» (trascripción a partir de mi grabación personal del evento).

Lo primero que resalta esta cita, como la de Randall, es la importancia de la «presencia amorosa» de un público que, por su significativa concurrencia, representa a un pueblo. Cada año, en este ritual, se refuerza y renueva un sentido de unidad colectiva en torno a un objetivo diferente al de la turbulencia social, la iniciativa estatal o las leyes del mercado. Y no se trata solamente de que el Festival ofrezca a las personas de diversas edades y grupos sociales un espacio común de acceso a derechos elementales y convivencia pacífica –rarísimo en Colombia–, sino que el evento mismo se presenta como un objeto de trabajo común: algo por «proteger» entre todos, dando así un espíritu de misión conjunta para la concurrencia.

El Festival, por tanto, representa y promueve un sentido de comunidad que está siempre amenazado en Colombia. Y esta urgencia es una de las causas del fervor del público que sorprende a todos los poetas invitados, como lo expresara Margaret Randall. Así, paradójicamente, la «comunidad imaginada» –para usar la célebre fórmula con que Benedict Anderson describe la construcción de un sentimiento nacional, que en Colombia tiende a ser frágil y negativa – se hace tangible y participativa gracias a un arte como la poesía, que muchos consideran abstracto y solitario. En torno a ella, por unos días cada año, se reconstruye un espacio público generalmente deteriorado por la violencia, y se promueve una ciudadanía simultáneamente local y supranacional en la que se ponen en contacto grupos sociales cuyos caminos rara vez se cruzan en la geografía urbana.

El sentido de comunidad se logra a partir de un ambiente que combina lo íntimo y lo masivo, la hondura del silencio y el poder de la palabra, como lo apunta Gabriel Jaime Franco en su discurso inaugural. El Festival pone en escena, literalmente, una suma de voluntades para renovar la memoria y la conciencia y encontrar el camino perdido de una visión colectiva.

Esta conciencia visionaria es precisamente la misión que la modernidad occidental ha asignado a la poesía desde sus comienzos en Europa. En su ambiciosa antología de poesía moderna, en dos gruesos volúmenes, Jerome Rothenberg y Pierre Joris observan que, desde la Ilustración, comenzó a forjarse una idea de la poesía como instrumento de cambio:

… What began to take shape was the idea of poetry as an instrument of change that would take place foremost in the poem itself, as a question of language and structure as well as of a related, all-connecting vision...often balanced, sometimes overbalanced, by an obsession with the old and the ancient. (Rothenberg y Joris I, 2-3)

Franco nombra esta doble condición del poeta como visionario y cronista afirmando que la «revolución» poética «devuelve la memoria, la conciencia y el camino perdido». Puede verse, entonces, que este discurso inaugural, como la concepción del Festival en pleno, surge y se sirve de referentes profundamente enraizados en la imaginación moderna. Visto así, el evento oficia, dentro de una localidad específica, el ritual asignado a la poesía por la cosmovisión occidental moderna que hoy es prácticamente mundial.

Y este es un segundo nivel en el que se presenta el Festival como algo que necesita ser «protegido»: en cuanto encarnación del ritual poético en sí. Como todo acto profético, la poesía se percibe a sí misma siempre en peligro, y en esto se basa en parte su fecundidad estratégica. Abundan las referencias a la «muerte» o «agonía» de lo poético oponiéndose al arrollador «desencantamiento del mundo» (Weber 48) en el afán de controlarlo por medios tan prosaicos como la ciencia, la técnica, el Estado o el mercado. Rothenberg y Joris lo sintetizan del siguiente modo: «a widely held belief that poetry is part of a struggle to save the wild places –in the world and in the mind– and a view of the poem itself as a wild thing and of both poetry and poet as endangered species» (Rothenberg y Joris II: 12). Esta creencia se traduce como el «camino perdido» en las palabras de Franco, con múltiples referentes.

En la era virtual, este «camino perdido» es el contacto de sudores y alientos que el recital público restaura. En la era de la producción en serie, el poema ofrece el camino perdido de la confección única e irrepetible, con un toque de distinción. En la era de la velocidad tecnificada, el recital de poesía recupera el camino perdido de tomarse el tiempo, como grupo, para la contemplación pausada.

En la era del consumo profano se rescata el valor del ritual reverente y de la magia a través de la palabra rítmica del poema, que se vende poco. Lo perdido y reencontrado es, sobre todo, esta oportunidad de fundir lo íntimo y lo público al experimentar el «silencio de miles que escuchan» logrando hacer vivencia «la doble condición de la experiencia estética: fiesta y contemplación. La fiesta es el arte de la participación y la comunión; la contemplación es un diálogo silencioso con el universo y con nosotros mismos» (Paz 123-24). Esta doble condición se despliega en el acto singular de devolver la poesía a sus orígenes orales, enriquecida por su viaje a través de la escritura.

Así como logra esta ingeniosa síntesis entre fiesta y contemplación, el Festival también representa una curiosa integración de modernas tecnologías de comunicación y transporte, que «globalizan» la experiencia humana, para diseminar de manera local un producto ancestral –la poesía leída en público–, produciendo una impresión de autenticidad y respeto por la diferencia. En su destreza para hacer convivir los estilos más modernos y experimentales con los más tradicionales, los más órficos con los ecológicos, étnicos, sexuales o no-occidentales, el Festival responde tanto a la sed de cubrimiento mundial propia de la modernidad, como al anhelo de abrir espacio a los «caminos perdidos» en el proceso de modernización.

Los asistentes pueden palpar, por así decirlo, los diversos desarrollos en el campo de la producción poética mundial. Desde este punto de vista, el Festival es algo así como una antología viva, global y en permanente edición, que apoya y divulga los actos de creación de un amplio espectro de culturas para un público específico y local. Este sería un caso de producción «glocal», para usar el término que propuso Ronald Robertson en 1995 para designar las interacciones asimétricas de una localidad específica con procesos internacionalizados más amplios (Robertson 12). La producción poética mundial se reactiva a partir de iniciativas locales en la ciudad de Medellín. Y no sólo se hace uso de las herramientas que ofrece la era de las comunicaciones a distancia, sino que se responde a ideales propios de la expansión occidental, como es el deseo cosmopolita de sentirse «ciudadanos del mundo», estar al tanto de lo nuevo y explorar más allá de las fronteras. Así se declara en las «Características del Festival» en su página digital: «Expansiona el diálogo abierto de los poetas y de los pueblos de América Latina con las tradiciones poéticas del mundo, enriqueciendo las posibilidades de unidad del espíritu humano a través de la cultura», lo que puede definirse como un esfuerzo por pensar en lo global actuando en lo local.

Lo paradójico es que esta exploración se opone en varios sentidos a los valores centrales de la llamada era global, como se anotó anteriormente. En vez de comunicación virtual, se fomenta aquí la inminencia de cuerpos humanos que se rozan; si el mercado y el consumo son las bases de la acción global, el Festival ofrece un producto gratuito en el que consumidores y productores intercambian papeles; y si la concentración del poder financiero en las corporaciones de Europa y Estados Unidos es el motor de la apertura de mercados, el Festival es una iniciativa de movilización humana desde América Latina que explícitamente quiere recuperar un sentido de unidad continental y contribuir «a la defensa de las tradiciones culturales latinoamericanas, amenazadas por la globalización y aculturación». Resulta imperativo entonces examinar cómo se inserta este evento dentro de fenómenos mundiales.

Estrategias para entrar y salir de la globalización. En cuanto período histórico, los diversos estudios coinciden en definir la globalización como una fase del capitalismo en la que la autoridad del Estado-nación se desplaza frente a la expansión mundializada del mercado, base universal de la acción (Ortiz 29). Se ensancha la potencialidad consumidora de las sociedades, se reduce o redefine la capacidad de acción de los actores políticos establecidos, tales como los sindicatos, los partidos y los gobiernos.

Es la era de las grandes corporaciones multinacionales, redes informáticas y de comunicación, industrias culturales transnacionales, tratados de libre comercio, políticas dictadas por prestamistas internacionales, tremendo florecimiento y difusión del acceso a imágenes para los sentidos de muchos, considerable mengua y concentración del acceso a la riqueza material en manos de pocos.

Renato Ortiz propone diferenciar el fenómeno fundamentalmente económico y tecnológico –la globalización propiamente dicha – de su contraparte simbólica, que él bautiza como «cultura mundializada» (Ortiz 43), es decir, cierta homogeneización de los modos de vida en todo el planeta. Néstor García Canclini –de cuyo célebre libro titulado Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad (1990) proviene el subtítulo de la presente sección– habla además de la «globalización imaginada»:

La globalización puede ser vista como un conjunto de estrategias para realizar la hegemonía de macroempresas industriales, corporaciones financieras, majors del cine, la televisión, la música y la informática, para apropiarse de los recursos naturales y culturales, del trabajo, el ocio y el dinero de los países pobres, subordinándolos a la explotación concentrada con que esos actores reordenaron el mundo en la segunda mitad del siglo XX. Pero la globalización es también el horizonte imaginado por sujetos colectivos e individuales, o sea por gobiernos y empresas de los países dependientes, por realizadores de cine y televisión, artistas e intelectuales, a fin de reinsertar sus productos en mercados más amplios (García Canclini 1999: 31-32).

Entre estos dos extremos discursivos y prácticos tienen que desplegarse inevitablemente las formas de gestión cultural y estética, negociando la financiación estatal o internacional, la dictadura del mercado y la universalización de la ideología del consumo.

La necesidad de esta negociación es aún más clara para un Festival que busca «el desarrollo de la influencia de la poesía en el mundo». Por eso, así como en cuanto a su soporte financiero los organizadores han encontrado una solución mixta, entre fondos provenientes del Estado y de fundaciones culturales nacionales e internacionales, así también su soporte ideológico combina ideales de diversidad, pluralismo y puesta al día –afines a la cultura mundializada–, con el esfuerzo por responder a necesidades locales, desde la posibilidad de producir y difundir poesía sin depender de las editoras internacionales hasta la urgencia por recuperar el espacio público, oponerse a la insularidad y ofrecer alternativas de socialización y de consumo.

Vale la pena examinar también con más detenimiento la alternativa política que ofrece este tipo de gestiones, cómo se ponen en movimiento ciudadanos y ciudadanías, cómo se maneja la sensibilidad colectiva o se dialoga con ella. Para ello es útil volver a la elaboración conceptual que hace Jesús Martín-Barbero, cuando observa que, a medida que los medios de comunicación masiva vienen transformando la acción política misma y tomándose el escenario de la vida pública, se hace más evidente el papel fundamental que desempeñan los ingredientes imaginarios o simbólicos, tales como la producción y difusión estética, en la democratización de las sociedades contemporáneas.

Pues ni la productividad social de la política es separable de las batallas que se libran en el terreno simbólico, ni el carácter participativo de la democracia es hoy real por fuera de la escena pública que construye la comunicación masiva. Entonces, más que objeto de políticas, la comunicación y la cultura constituyen hoy un campo primordial de batalla política: el estratégico escenario que le exige a la política recuperar su dimensión simbólica –su capacidad de representar el vínculo entre los ciudadanos, el sentimiento de pertenencia a una comunidad– para enfrentar la erosión del orden colectivo, que es lo que no puede hacer el mercado por más eficaz que sea su simulacro (Martín-Barbero xv).

En varios sentidos se juega el festival su acción política (y poética) para enfrentar la erosión, aguda en Colombia, del orden colectivo, apostando por ofrecer aquello que el mercado no puede hacer. Martín-Barbero detalla tres lugares en los que el mercado simplemente se queda corto, y en los tres incursiona el Festival de Poesía.

Uno, en contraste con las oleadas de la moda –no sólo de los objetos sino también de las ideas y las formas–, esenciales para el flujo del mercado, el Festival apunta a «sedimentar tradiciones».

Dos, el mercado se queda en intercambios efímeros de estímulo-respuesta a la hora de crear vínculos entre sujetos, y de ahí parte el Festival, promoviendo la creación de sentidos para el devenir colectivo.

Tres, ya que la lógica del mercado es la rentabilidad, y en ese respecto es puramente reproductiva, la innovación social queda a cargo de gestiones creativas basadas en disidencias y solidaridades que vayan más allá de la funcionalidad bursátil, como es el caso de Prometeo.

García Canclini (1999: 197) añade una cuarta carencia del mercado. Éste puede reconciliar y «ecualizar» la interculturalidad, pero no organizarla ni elaborar sus conflictos inherentes. Aquí es más borrosa la línea entre el menú multicultural que vende lo exótico como una moda, estandarizándolo, y la creación de puentes y diálogos de fondo hacia el mutuo entendimiento y respeto de las diferencias.

El Festival utiliza el anzuelo del menú internacional y seguramente nutre su concurrencia con esnobismo, pero también fomenta un conjunto de prácticas democráticas y posiblemente produce un público mejor informado, representando, como otras mediaciones contemporáneas, «un incipiente pasaje de los gestos interruptores a la construcción de nuevas modalidades de intermediación social, cultural y política» (García Canclini 1999: 204).

Porque, con todo, esta clase de gestiones culturales sólo es concebible dentro de las nuevas sensibilidades que se crean a partir de la era global y como respuesta a ellas. Para un examen rápido de estas sensibilidades en relación con la creación poética, vale la pena recordar tres grandes relatos producidos desde la metrópoli que ayudan a explicar por qué la poesía como performance vuelve a ser particularmente atractiva hoy en día.

Marshall McLuhan, que dio vuelo al concepto de «aldea global», dividía la historia occidental en tres momentos. Durante el más antiguo mundo acústico-tribal, se privilegiaría la reunión en torno a la viva voz, y de ahí los orígenes orales y colectivos del ritual poético. Una segunda etapa visual-letrada («La galaxia de Gutemberg») habría dado al oficio poético su destino moderno, ligado a la escritura y la lectura individuales. Y el tercer período, el actual, nos presenta un mundo acústico-visual marcado por los nuevos medios de comunicación a distancia, especialmente la televisión.

Como gesto de transición, los recitales de poesía traducen el acto individual de escribir y leer poesía para la sensibilidad acústicovisual de un auditorio contemporáneo. Desde otra perspectiva, pero también dentro de esta visión de la historia en etapas sucesivas, el francés Michel Maffesoli considera que estamos pasando de un mundo organizado alrededor de la moral y la política a uno cuyos ejes son el hedonismo y la estética. La fuerza de la publicidad y de la industria del espectáculo sería un termómetro del cambio de eje. En este caso también puede leerse el Festival como un punto de transición en el que la búsqueda de parámetros éticos es todavía un asunto central, pero la motivación que lo hace multitudinario es la experiencia sinestésica y experimental del ritmo poético, ofreciendo a la vez placer y profundidad, ideales entrañables y goce estético.

El alemán Peter Sloterdijk también relata tres etapas de insularidad creciente. La horda paleolítica, caracterizada por grupos dispersos, pero con poco énfasis en el individuo, habría ido transfigurándose en la polis antigua y la nación moderna, hasta la política mundial contemporánea, centrada en amplios bloques geográficos pero de extremo individualismo. Según esta nueva sensibilidad, el Festival sería, por un lado, un espacio de exploración de modos de convivencia globalmente válidos y abarcadores, dentro del talante introspectivo de la invención individual y, por otro, una oportunidad de suspender la insularidad para recuperar un sentido del contacto inmediato.

Obviamente, como observa en forma sagaz el chileno Martín Hopenhayn al referirse a las «paradojas en curso» de esta «vida insular en la aldea global» (53), los grandes relatos están llenos de fisuras. Y las fisuras son siempre más tangibles en las zonas periféricas, como en América Latina, Asia y África: «La exclusión social, la tensión de la ciudad, la pérdida de sentido colectivo en un dinamismo modernizador que promueve el individualismo, son caldo de cultivo para incorporar la resaca del mercado en los enclaves que están fuera de la carreta del progreso» (Hopenhayn 71).

Y por eso, como anoté arriba, el Festival está revestido de un sentido de urgencia, y no puede archivarse tan fácilmente en los anales de la experimentación posmoderna. De este modo, pues, tan real como improbable, desde un lugar fundamentalmente periférico respecto a las turbinas de la expansión transnacional, el Festival de Poesía de Medellín entra y se sale de la aldea global. Hace gratuitamente para los medellinenses cosas que el mercado no puede hacer por ellos: acceder al camino perdido, a la fuerza telúrica de lo acústico-tribal, ganando al mismo tiempo terreno para gestionar una presencia más digna en lo global, lo moderno, lo acústico-visual. Oficia un efecto de realidad en la era de lo virtual y artificial, da cuerpo, sabor y cabeza a la cohesión social inclusiva y democrática, ética y estética. Por ello arrastra multitudes que, por una vez al año, tocan con los sentidos esa «inmensa minoría» de que hablaba Juan Ramón Jiménez para referirse a quienes leen y escriben poesía (Paz 26). Y también por todo eso se percibe continuamente amenazado, siempre necesitado de la protección amorosa de un pueblo. En una época en que la comunicación y la producción artística se recuperan como escenarios imprescindibles de innovación política, este festival marca un «cambio en el modo de la música», según nuestro epígrafe de Allen Ginsberg. Los muros de la ciudad se estremecen; y otros modos de convivencia, sin duda más deseables, se vislumbran a través de las fisuras.

Notas

1. He analizado el movimiento nadaísta de los años sesenta, y otras manifestaciones poéticas relacionadas con los sicarios de Medellín en los años noventa, en los capítulos dos y cinco de mi libro Oficios del goce: Poesía y debate cultural en Hispanoamérica 1960-2000 (ver Bibliografía).

2. Varias citas sobre la historia y testimonios del Festival se han tomado de la Página digital del Festival, tal como aparecía en agosto de 2002, incluida en la lista de obras citadas. Las referencias en paréntesis indican el enlace específico del cual proviene cada cita después del siguiente directorio-raíz: http://www.festivaldepoesiademedellin.org/

3. Las citas (cuya traducción al español es mía) han sido extraídas de los siguientes párrafos: «The most startling aspect of the Festival, at least for those of us who had come from outside Colombia, was Medellín’s extraordinary addiction to poetry; our audiences consistently averaged 2,000 engrossed and cheering fans. I don’t use these adjectives lightly. Listeners sat in rapt silence for programs lasting over two hours, even in extreme heat and humidity and with many sitting on the floor or standing in doorways or outside halls. In the larger venues, the crowds showed their emotion by breaking into spontaneous applause, or by shouting for the inclusion of a poet who might not have been scheduled to read at that particular event. Once, during a musical interval between poetry sets, the public booed the
musicians off the stage and demanded that the poets resume. [...] Every poet present was conscious of Medellín’s reputation. We had accepted Prometeo’s invitation intrigued by the magic realism residing at every level of Colombian society, the beauty of its landscape, and the embracing warmth of a war-torn people. What most of us were not prepared for was this city’s overwhelming devotion to poetry. Or the link its people repeatedly make between their painful history and the healing powers of our art. Again and again I found myself asking those in our audiences or on the street how they explain this connection so present in their collective discourse. What local traditions conspire to bring thousands of listeners out to recital after recital?»

Obras citadas

* Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Londres: Verso, 1983.
* Bejarano, Ana María. «The Constitution of 1991: An Institutional Evaluation Seven Years Later». Violence in Colombia 1990-2000: Waging War and Negotiating Peace. Charles Bergquist, Ricardo Peñaranda, y Gonzalo Sánchez G., eds. Wilmington, Delaware: Scholarly Resources, 2001. 53-74.
* García Canclini, Néstor. Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Editorial Grijalbo y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990.
* Hopenhayn, Martín. «Vida insular en la aldea global: Paradojas en curso». Cultura y globalización. Jesús Martín-Barbero, Fabio López de la Roche y Jaime Eduardo Jaramillo, eds. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1999.
* Maffesoli, Michael. Ordinary Knowledge: An Introduction to Interpretative Sociology. Trans. David Macey. Cambridge, UK: Polity Press; Cambridge, MA: Blackwell Publishers, 1996.
* Martín-Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones: Comunicación, cultura y hegemonía. Bogotá: Convenio Andrés Bello, 1998.
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Página inicial: http://www.festivaldepoesiademedellin.org/
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* Prensa mundial: http://www.festivaldepoesiademedellin.org/pub/es/Festival/Prensa/index.htm
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(3) The most startling aspect of the Festival, at least for those of us who had come from outside Colombia, was Medellín’s extraordinary addiction to poetry; our audiences consistently averaged 2,000 engrossed and cheering fans. I don’t use these adjectives lightly. Listeners sat in rapt silence for programs lasting over two hours, even in extreme heat and humidity and with many sitting on the floor or standing in doorways or outside halls. In the larger venues, the crowds showed their emotion by breaking into spontaneous applause or by shouting for the inclusion of a poet who might not have been scheduled to read at that particular event. Once, during a musical interval between poetry sets, the public booed the musicians off the stage and demanded that the poets resume. [...] Every poet present was conscious of Medellín’s reputation. We had accepted Prometeo’s invitation intrigued by the magic realism residing at every level of Colombian society, the beauty of its landscape, and the embracing warmth of a war-torn people. What most of us were not prepared for was this city’s overwhelming devotion to poetry. Or the link its people repeatedly make between their painful history and the healing powers of our art. Again and again I found myself asking those in our audiences or on the street how they explain this connection so present in their collective discourse. What local traditions conspire to bring thousands of listeners out to recital after recital?

Última actualización: 29/08/2023