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Otros ámbitos, nuevas voces: territorialidad de la poesía cubana (1987-2000)

Otros ámbitos, nuevas voces:
territorialidad de la poesía cubana (1987-2000)*


Por: Osmar Sánchez Aguilera

Relativizada, o incluso marginada en la dimensión sociodiscursiva ya desde mediados del siglo XIX, la poesía no ha dejado de estar desde entonces en el foco de debates teórico-críticos que ora reducen, ora magnifican el lugar que se le ha reconocido históricamente. Tal vez por esa posición de encrucijada, por esa necesidad suya de reflexionar sobre sus condiciones de producción/recepción, y de constituirse en medida notable a partir de la asimilación de sus resistencias contextuales, la metapoeticidad ha devenido, junto con la conciencia de las otredades y el metalingüismo, rasgo distintivo, para lectores y autores, del marco discursivo en que funciona la poesía en Occidente.

Crisis, crítica, fragmentación, otredades, juego y metalingüismo son hebras que han contado mucho también en el tramado de la poesía cubana del siglo XX. La interacción de ésta, particularmente durante las décadas finales de ese siglo, con los discursos rectores de su circunstancia, ha dotado de una textura especial a esas hebras. El deseo y la Utopía, asociados con la poesía a fuerza de hallar en los cauces de ésta uno de sus territorios discursivos más propicio, fueron desplazados, en el principio de la experiencia cubana de revolución, hacia discursos más orgánicos de esa experiencia.

Alcanzada en el decursar de la historia allí la Utopía, el discurso hasta entonces más asociado con ese ideal pasó a funcionar como la crónica de esa conquista: «Si el poeta eres tú, como dijo el poeta», «Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida?» Subordinada la poesía, o reducida en gran medida al papel de escribana, la armonía sociodiscursiva pareció perfecta. La univocidad del mito, desde luego, no dejó de exigir algunas correcciones, pre(ci)siones, exclusiones. Sin embargo, ya para entonces la poesía había dado muestras, públicas unas y otras cuasi secretas, de haber tomado conciencia de que la Utopía no impedía la razón de ser de su propia utopía. La Utopía alcanzada y multiplicada en la resonancia recíproca de los más variados discursos, incluido el de la poesía, no invalidaba su versión propia de utopía. Esta lección fue aprovechada y explorada con diversa intensidad por los grupos generacionales emergentes en la década de los 80.

Marca (o karma) de la vida cubana dentro y fuera del país desde hace poco más de una década, una crisis sólo comparable en la historia nacional reciente a la de finales del siglo XIX ha dejado su huella removedora, también, en todo el andamiaje institucional/textual de la literatura. Los desplazamientos y reacomodos en que se ha manifestado esa huella abarcan desde los acentos, las voces y los géneros, hasta las fronteras entre (y sobre) las que se ha venido constituyendo el corpus de la literatura cubana correspondiente al período de transición, o de paréntesis en la construcción del socialismo, o de sensibilidad post-, que de todos esos modos puede llamarse el lapso temporal cubierto por esta crisis omniabarcadora.

La literatura, que registró los indicios anunciadores de esa crisis de manera más o menos simbólica, ahora acompaña y participa de los signos de su despliegue de manera más bien realista. Aunque el tratamiento simbólico no falta, prevalece, como orientación supraordenadora, el testimonio, que no otro es el eje actual de la lectura y la relectura de Cuba. La lectura testimonial orienta el funcionamiento de todos los circuitos de producción discursiva. De hecho, el símbolo y la metáfora, como también -más allá de los tropos- la reticencia, pueden (y suelen) funcionar como recursos para viabilizar el testimonio. La reflexión misma no excluye la marca orientadora del testimonio.

Hace poco tiempo, a raíz de la avalancha de premios y otros reconocimientos deparados a la obra de narradores cubanos (el Cervantes, el Alfaguara, a la mejor novela extranjera en Francia, el Dashiell Hammett, el Casa de las Américas, la multiplicación de publicaciones hasta de narradores primerizos en editoriales de prestigio, etc.) durante la década de los 90, reflexionaba sobre la suerte individual de la poesía en las nuevas coordenadas reconfiguradas bajo los efectos de la crisis1. Qué está sucediendo en el marco de ese género en particular, me preguntaba. ¿Habrá cedido su prominente lugar dentro de la historia literaria cubana en medio de la nueva coyuntura? ¿La crisis que actúa como trasfondo de resonancias de los discursos y ‘rumores’ sociales cubanos habrá rebasado las posibilidades de la poesía para interpretarlos y metaforizarlos en tenso diálogo con ellos?

Desde luego, tales preguntas develaban en su fuente a un sujeto impresionado por el sucesivo despliegue de esos momentos de reverberación y espectáculo en la vida del campo literario que delimitan los premios y reconocimientos fuera del país de origen; un sujeto que, moldeado como lector en el terreno de la poesía y con algún conocimiento de la contribución muy estimable de este género al funcionamiento de la literatura cubana contemporánea, habría esperado a propósito de la poesía, así fuera de manera inconsciente, un trato similar al concedido a la narrativa.

Sin embargo, como razonaba entonces, para entender esa distinta suerte internacional deparada a cada uno de esos géneros durante las décadas finales del siglo XX hay que remontarse a tendencias morfológicas e históricas de cada uno de ellos que condicionan su diferente actuación (posibilidades de actuación) ante el trasfondo crítico de las circunstancias cubanas, así como a las orientaciones y modos prevalecientes de lectura. La poesía, es sabido, no cuenta con la popularidad potencial de la novela, ni con sus «posibilidades de representación […] con respecto a la dinámica sicosocial (voces varias, otredades)». El testimonio resulta más fácilmente legible (realizable) en la novela que en el poema lírico. El modo de lectura prevaleciente a propósito de los asuntos cubanos tiene mejores asideros en la novela que en la lírica. La orientación más bien democrática de la novela, en tanto género emblemático de la narrativa, tiene su contraparte correspondiente en su insuperada compatibilidad con las leyes del mercado.

Pero no siempre fue así en el caso de la Cuba contemporánea. Signo acaso de la misma singularidad nacional durante los años clásicos del proceso revolucionario, la poesía tuvo muy señero sitio en la tradición correspondiente, aislada ella y el país en conjunto de la barahúnda del mercado, y bastante imbuida de un clima sociodiscursivo liderado por el mito y la utopía. Tal vez su participación casi unánime de este clima la favoreció mucho en cuanto a reconocimiento social.

En la tradición literaria cubana, la poesía ha solido comportarse como un género de punta -verdadero mascarón de proa- a través de casi todas sus etapas. Sensible en extremo a las resonancias socioculturales en cuya interacción se ha ido delineando su tejido, e insuperada aportadora de nombres a la memoria de esa tradición, nada forzado sería reconstruir los momentos clave o puntos de giro de ésta a partir de los hitos/nombres del curso particular de la poesía. En efecto, si algún género individual pudiera servir de guía o de muestra a pequeña escala de la tradición en que se inserta, ése sería, en Cuba, la poesía.

Cuando menos, desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX son textos poemáticos los primeros que dentro de esa literatura han contribuido a delinear un perfil cubano a la vez que un registro del ser/estar en esas coordenadas geopolíticas. Así, por Zequeira, por Rubalcava, por Heredia, por la Avellaneda, por Luaces, por Zenea, por Martí, por Casal, por la Borrero, por Luisa Pérez, por Byrne, por Acosta, por Boti, por Martínez Villena, por Tallet, por Guillén, por Lezama, por Diego, por Piñera, por Fina, por Escardó, por Francisco de Oraá, por Nogueras, por Hernández Novás, por Lina de Feria, por Ángel Escobar... podría remontarse, de hito en hito, el curso de aquella tradición más amplia.

Durante la mitad final del siglo XX los prolongados «años duros» o de revolución no supusieron cambio de fondo en tal comportamiento. Tres décadas de transición al socialismo y otra de sobrevivencia en la transición, surcada ya sin complemento sintáctico desde finales de los 80, así permiten concluirlo: la poesía ha seguido siendo un género discursivo, entre los canónicos, de muy pronta sensibilización con las nuevas o alteradas vibraciones de su contexto de resonancias en Cuba, desde «El Otro» de R. F. Retamar, Las crónicas de F. Pita Rodríguez, Tengo de Nicolás Guillén2, La sagrada familia de Miguel Barnet, Fuera del juego de Heberto Padilla, El libro rojo de Guillermo Rodríguez Rivera, El central de Reinaldo Arenas, Segundo libro de la ciudad de César López, Haz una casa para todos de Francisco de Oraá, Animal civil de Raúl Hernández Novás, hasta Todas las jaurías del rey de Alberto Rodríguez Tosca, «Generación» y «Ametralladoras» de Ramón Fernández Larrea, «Los golpes» y «Cartas desde Rusia» de Emilio García Montiel, Hijas de Eva de María Elena Cruz Varela, Duras aguas del trópico de Damaris Calderón, Abuso de confianza de Ángel Escobar, «Un escritor ofrece sus servicios» de Efraín Morciego, entre otros ejemplos más o menos recientes de tal sensibilización.

Como muestra de esa peculiar dialéctica que se da en el curso de una tradición entre conservación y novedad, en el caso de la reciente poesía cubana ha sucedido que su principal novedad se ha asentado, precisamente, en la conservación del primero de los rasgos suyos comentados: el de la sensibilización. Atenta ella, por una parte, a su propia tradición, y, por la otra, a la nueva sensibilidad que acompañó desde otros campos de la vida ciudadana la emergencia, el crecimiento y la consolidación suyos, esta poesía pronto devino bastión de una atmósfera post (¿moderna? ¿guerrafríista? ¿guerrillera?) vigente desde entonces en Cuba.

Tras la lectura de alguna porción de ese cuerpo, cualquier enterado de la historia cultural cubana correspondiente al período revolucionario no podría ignorar que con ella se había alcanzado el umbral de una situación distinta o, cuando menos, una estación más allá del estado que la fuerza de la rutina había hecho norma o invariante previsible: «Nosotros los sobrevivientes a nadie debemos /la sobrevida/cada muerto estuvo en su lugar». Así, con estos versos, había contestado, en el nombre propio y en el de toda una «Generación», el sujeto emisor del poema homónimo de Ramón Fernández Larrea al sujeto emisor de un texto emblemático de R. Fernández Retamar («Nosotros, los sobrevivientes,/¿A quiénes debemos la sobrevida?»), en claro indicio de un ánimo de relectura/reescritura de fundamentos clave de la nación.

El texto-pregunta, sintomático de un momento crucial en el curso de la tradición poética de Cuba (enero de 1959: asunción del poder por los revolucionarios), había dado pie -casi 30 años más tarde- a ese texto-respuesta en que la interrogación e implícita subordinación interdiscursiva era desplazada por la afirmación y la proclamación de un centro gravitacional propio para el nuevo poeta y su correspondiente discurso.

Este desplazamiento del centro gravitacional de la poesía entre dos momentos de una tradición, desde una inflexión protoépica de tendencia mitificadora, hasta la constatación del trauma, de la tragedia, representaba el más significativo indicio de una reorientación importante. Reveladores al respecto se tornan los títulos mismos de esos textos: el de R. F. Retamar, «El Otro», por su conciencia exotópica, bien con respecto a sí mismo, bien con respecto al discurso del héroe o mártir; el de R. F. Larrea, «Generación», por la conciencia de estar en un lugar merecido o más bien naturalizado como propio.

En tanto muestras del tipo de relación existente entre los campos literario (el del poeta) y político (el del héroe o mártir y sus albaceas), ambos textos devienen paradigmas de dos coyunturas muy distintas en la historia de esa interactuación durante el periodo revolucionario. Mientras que «El Otro» parte de admitir el lugar subordinado correspondiente al sujeto de ese discurso y al discurso mismo en relación con el héroe o mártir y los discursos que éste protagoniza; en «Generación» se proclama la existencia de un sujeto centrado en sí mismo, y de un discurso poético homólogo, a partir de la aceptación de la diferencia entre ambos campos. (De la Utopía que justificaba la relación de subordinación entre discursos correspondientes a diversos campos se había pasado a las utopías).

La comunicación posible del nuevo poeta con el mártir o héroe no dependía ya de alguna acción individual relevante, sino de su sola pertenencia a (o permanencia en) una comunidad para la que el ejercicio de esta condición ha representado el pan de cada día durante décadas: «estar en Cuba a las dos de la tarde es un acto de fe»3. Por esta vía no sólo se postulaba una legitimación del estatuto social del poeta, con independencia de su disposición a servir «encargos» ajenos a la «lógica específica» del campo suyo, sino que se desliza una modificación considerable en un valor capital del campo político, el del héroe. «Yo no necesito la muerte de los mártires»4, proclamaba por su parte el emisor lírico de un texto de Norge Espinosa (1994); mientras que otro, de un texto de García Montiel, formulaba una pregunta evocadora de la tragedia clásica: «¿A qué dios suplicar no ser héroes ni traidores?»5(1991).

Ejemplo distinto de los desplazamientos propiciados por la crisis puede leerse en un poema de Damaris Calderón en el que el prurito de originalidad que tanto gravita sobre las reflexiones poéticas de José Martí es replanteado a la luz de las coordenadas estético-artísticas de fin de siglo y acaso también desde muy otra experiencia de relación sexual:

Si te dicen que estos versos
se parecen demasiado a otros versos,
díles que es cierto;
que puse en ellos la pasión
de todos los amantes que en el mundo han sido.
Y en nada disminuyó mi amor
ni el fervor de mi mano
cuando escribo tu nombre6.

En conocimiento de la tradición de paráfrasis y glosas confirmadoras que acaudala la recepción de Martí en Cuba, no deja de suscitar alguna sorpresa este diálogo de orientación distinta con alguno de sus textos. Un razonamiento clave del prólogo martiano a su Ismaelillo («si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así») es retomado para textualizar una experiencia amorosa cuyas intensidad y legitimidad no se hacen depender de su grado de distinción o similitud con respecto a otras.

Radical es la modificación en que descansa esa especie de ruptura en el sistema: donde Martí, apostando por la originalidad que distinguiría la formalización de ese su amor paterno, escribe: «diles que te amo demasiado para profanarte así», su lectora, como aleccionada con respecto al prurito de la originalidad, y consciente de la distancia literatura-vida, sobreescribe: «diles que es cierto». Imposible, a juzgar por esa réplica, es abolir las varias mediaciones que actúan en la formalización artística de una experiencia que parece resistirse a la exclusividad luego de vivenciada.

La figura de el/la oyente previsto/prevista en cada caso comporta otra modificación no menos develadora de la orientación distinta otorgada a ese diálogo intertextual con la obra del héroe nacional cubano: al hijo del prólogo de 1882 sucede alguien tenido como amante; y, así, al vínculo paterno-filial del primero se sobrepone otro, desvalorizado en Ismaelillo por erótico-sexual o, tal vez, ni siquiera tenido en cuenta por ‘antinatural’. (El texto de Damaris procede de un proyecto macrotextual que remite desde su título a la experiencia homosexual: Los amores del mal).

El diálogo intertextual de sesgo replicante mucho favorecía entonces el ejercicio de reescritura/relectura de la tradición poética que servía a su vez de base a la reescritura/relectura de la nación. La poesía correspondiente a la sensibilidad post-, desde una perspectiva bastante autónoma, y con sus medios específicos, se esforzaba, nuevamente, por hacer escuchar su voz en la redefinición del mapa entre cuyos bordes ella resuena7… Entre esos bordes, sobre esos bordes y también fuera. Pues si bien los textos hasta ahora comentados fueron concebidos en el territorio de la fe, sus respectivos autores se han dispersado luego entre territorios menos convencionales u ortodoxos del archipiélago cultural cubano: España, Chile, Japón, México y Cuba.

Crisis, crítica, otredades... Para que el panorama bosquejado no resulte demasiado incompleto ha de añadirse también exilio, fragmentación, diáspora: consecuencia generalmente de aquellos otros rasgos intensificados en la poesía cubana del fin de siglo. Pero, exilio, o fragmentación, o diáspora, a propósito de cubanos durante la segunda mitad del siglo XX, requiere de algunas precisiones, pues el fenómeno así designado ha sido algo diferente al de otras naciones latinoamericanas que lo han padecido durante el mismo período.

Para la inmensa mayoría de los cubanos insulares de la época nueva, el exilio fue, durante mucho tiempo, una anomalía. En todo ese lapso quienes se iban -raros por número y, acaso más, por comportamiento- de los santos territorios de la única fe posible coincidían en ser representantes, por edad y/o por ideología, de otras épocas: profanas, pretéritas, deleznables. Esto delineaba una clave del trasfondo válida para todos los ciudadanos cubanos.

En el caso de los ciudadanos cuya actividad autodefinitoria correspondía a lo que podría llamarse campo literario, no fue muy diverso el razonamiento fundante de esa ecuación: el exilio designó por entonces apenas una experiencia de museo: noble si se había padecido antes de enero de 1959, e impugnable si su padecimiento era posterior a esa mágica fecha. La isla se asumió, también simbólicamente, isla: ella era el único punto del mapamundi habitable para los cubanos, muertos o vivos, que merecieran ser identificados con ese resemantizado gentilicio cuyo primer sema adelantaba la simpatía hacia el proceso revolucionario.

Sin embargo, después de esos años en que el mundo y los otros planetas parecieron girar -en esferas fijas, además- alrededor de la isla, sobrevino algún momento galileano en que tal panorama comenzó a moverse de manera perceptible, especialmente para quienes, por haber nacido dentro del proceso iniciado en 1959, no tenían otra noción del exilio que la reproducida en la doxa de los discursos oficiales y los omnipresentes «rumores» políticos. Tal vez ese momento pueda fijarse en torno a la confluencia de las décadas de 1970 y 1980, con los primeros intercambios de cubanos residentes a uno y otro lado del mar Caribe, y con la salida masiva de isleños ya sin pedigree ni ‘distinción de clase’ por el puerto de Mariel. Desde entonces el exilio, en versiones bastante permeadas por algún dejo de idealización o festinamiento, circuló con relieve propio a nivel popular dentro de la isla mayor del archipiélago. Raras, cada vez más, comenzaron a ser las familias comunes y corrientes sin vinculación alguna con el duro oficio del exilio. Raras, las personas exentas de su padecimiento. Por consiguiente, cada vez fue más difícil prescindir de la palabra exilio para pensar -con un mínimo de seriedad- en el funcionamiento de la nueva sociedad cubana y, asimismo, de su literatura, sistema éste sobre el cual no puede reflexionarse en profundidad sin considerar el exilio, como gravitación y como realidad usual.

Y así sucede no sólo porque en la zona de extramuros se ha ido constituyendo desde la década del 60 una porción de ese corpus textual digna de atención, sino -acaso más- porque las fronteras entre esas dos zonas del actual archipiélago (cultural) cubano no son ya todo lo precisas, impermeables o sólidas que fueron hasta el lustro inicial de la década de 1980. ¿Qué significa, por ejemplo, «quedarse»? ¿En qué sitio se fija el sujeto de ese verbo? ¿Qué lugar señala el ‘aquí’ sobreentendido en él?

«Quedarse», palabra clave en el imaginario cubano de estos años, puede servir y ha servido para referirse por igual al ciudadano cubano que reside en la isla como al que ha optado por residir afuera. Así, con el proclamado «Yo me quedo» de la canción homónima de Pablo Milanés convive la conjugación «se quedó» o el participio «quedado» para referirse a quienes no regresan a la isla. «Quedarse», al parecer, puede uno lo mismo adentro que afuera. Las fronteras geográficas van dejando de ser un calco de las políticas. A la luz de esa porosidad creciente de fronteras, ¿no cabría afirmar que, de uno u otro modo, todos los cubanos nos hemos «quedado», independientemente de donde estemos?; ¿qué todos somos «quedados», sea con respecto a un futuro, sea con respecto a un modelo, o a una imagen?

La concepción misma que ha estado en la base de esa tajante división del adentro (‘intramuros’) y el afuera (‘extramuros’) de la ciudad sitiada ha ido siendo progresivamente minada, de manera al parecer irreversible, en la medida en que ha ido cobrando fuerza la tendencia a despolitizarla según los criterios de guerra fría en que estuvo basada su creación. La polaridad maniquea de otras fechas (o Miami o la Habana, o todo o nada, o adentro o afuera) va cediendo ante la evidencia de los terceros territorios -físicos y simbólicos- de la cultura cubana. Dígase lo que se diga, en las pequeñas y rutinarias prácticas de cada día la disyunción cede a la conjunción.

Al respecto, no hay que subestimar el hecho de que, junto con la honda crisis padecida por Cuba desde la desaparición de la Unión Soviética y el desmembramiento del llamado campo socialista, se ha popularizado bastante entre ciudadanos cubanos la práctica de residir incluso legalmente fuera de Cuba. Exilio discreto para unos, y para otros de terciopelo. Las fronteras pueden ir con ellos, así como el derecho a considerarse cubanos, sin mayores problemas ni complejos.

No son tan pocos ya los cubanos, artistas e intelectuales sobre todo, que pueden pasar una gran temporada fuera del país natal sin afectación de su derecho a regresar al mismo cuando lo deseen. En México, Chile, Colombia y España se concentran notables grupos de ellos. ¿Adónde remontar la obra producida en esas circunstancias de terceros territorios o incluso de extraterritorialidad relativa? Pero, ante todo, ¿será legítimo continuar sujetándose a la variable ‘política’ para proceder a clasificar en estos casos? ¿Correspondería a la historia literaria atender a la situación migratoria en que se encuentren los miles de escritores, artistas e intelectuales en general para, con base tan ajena y falaz («quedados» o autorizados, exiliados o semiexiliados), adentrarse en las tareas intransferibles de su propia competencia? ¿Cómo saber, desde ese punto de vista, cuándo y dónde comienza el exilio?

En el caso particular de la poesía, el exilio no requiere de una separación o distancia física con respecto al país de origen para que comience a ser pertinente su consideración. Para comprender la obra de Julián del Casal, por ejemplo, se impone considerar el exilio, por más que él apenas haya residido fuera de Cuba. Por su parte, José Martí, el otro gran poeta cubano de ese siglo, llegó a considerar el destierro como una marca distintiva de la poesía moderna, mas no el destierro de la tierra del nacimiento, como sería de esperar de un intelectual que tanto padeció esa experiencia, sino el destierro de la patria del alma. La posibilidad de «el destierro en la patria», como escribiera él mismo en 1879, hace pertinente esa distinción entre ambos tipos de patria. En la historia cubana correspondiente al período de revolución, tal vez el caso más notable de ese tipo de exilio que no requiere de la lejanía o separación física del lugar donde se nació sea el de Raúl Hernández Novás, poeta a quien se le ha llegado a comparar con Julián del Casal.

Recientemente, otra poeta ha recordado esta otra acepción de exilio al tratar de presentar y explicar su propia poética en la nota introductoria de un cuaderno suyo (Umbrías, La Habana, 1999): «El exiliado es capaz de penetrar en todo a carta cabal, por ausencia de tangibles lazos. El exilio de los pactos posibles. Nuestra experiencia es un perpetuo aislamiento de los seres y las cosas. Aquello a lo que nos unimos, lo que pretendemos, nos separa del resto»8. Exilio, aislamiento, reticencia, velamiento: he ahí algunas claves de la obra Caridad Atencio.

La problematización del estar (adentro, afuera) en que se ha basado la acepción usual de exilio para los cubanos insulares resulta básica en el siguiente fragmento de un poema de Teresa Melo aparecido en El vino del error (La Habana, 1998):

Tiene que haber un modo menos amargo de salvar la luminosidad del cielo para la foto infinita del turista La isla cae en mí como el martillo del juez sobre la mesa sobresalta los rostros más inocentes La isla está en mí mira qué fácilmente lo decimos los que no sabemos si vamos a salvar ningún cielo ni a cruzar seguros la esquina donde dos voces se interrogan y dicen: vamos a jugar a quiénes de los que están aquí pudieran estar en cualquier lugar del mundo ahora9.

«Aquí» no hace pareja con ‘ahora’, sino con entonces (aquí, entonces); mientras que ‘ahora’ hace pareja con ‘allí’, «cualquier lugar del mundo». Espacio y tiempo se disocian. El sentido de pertenencia se fragmenta. La simultaneidad problematiza la presencia en el espacio. Esa especie de acto mágico o de ubicuidad que consiste en estar hoy dentro y mañana fuera se ha convertido en un suceso extraordinariamente cotidiano entre ciudadanos de Cuba, lo cual también hace más difícil la historización actual de la literatura cubana a partir de los criterios vigentes. ¿Dónde, por ejemplo, se reconoce situado el hablante de esta «historia posible», de Francisco Morán (Habanero tú, Madrid, 1997)? ¿Cuál de los territorios de la poesía cubana designa el «aquí»?

Esta inscripción,
aquella melodía,
la memoria de la sal,
tablas, naufragios y
ofrendas,
explicarían en un español
casi inaudible:
hasta aquí
llegaba
la Habana10

Si el «aquí» no se confunde con algún ‘allí’ es por la voluntad testimonial que preside esa «inscripción». Porque resulta evidente que esa «Habana» testimoniada desbordó en algún momento sus límites cartográficos, sus habituales fronteras. He ahí algunas observaciones y preguntas impostergables al momento de estudiar e historizar algunas de las mejores contribuciones recientes al cuerpo todo de la literatura cubana.

* Anales de Literatura Hispanoamericana [Universidad Complutense de Madrid], vol 31, 2002, pp.39-56.

1. Me refiero a «De lírica a novela y otros desencuadres (a propósito de Cuba)» , inédito.

2. El ejercicio de lectura de la sospecha que ha realizado recientemente Antonio Benítez Rojo (La isla que se repite, Barcelona: Casiopea, 1998) a propósito de la producción de Guillén correspondiente a 1970 y 1980 aporta otros datos de interés para extender, en el caso de este importante poeta, la referida sensibilización a la zona final de su trayectoria.

3. Ramón Fernández Larrea

4. Norge Espinosa.

5. Emilio García Montiel.

6. Damaris Calderón.

7. Martí constituye una presencia caracterizadora del nuevo estado de la literatura cubana, tanto por la frecuencia con que aparecen en el cuerpo de ésta referencias, alusiones y otras modalidades de relación intertextual con su obra, como por la distinta orientación de la lectura que está en la base de ese intercambio.

8. Caridad Atencio. Umbrías. La Habana, Letras Cubanas, 1999.

9. Teresa Melo. «Poema», El vino del error, La Habana: Ediciones UNION, 1998.

10. Francisco Morán. «Poema», Habanero tú, Madrid, 1997.

Osmar Sánchez Aguilera (La Habana, 1961). Doctor en Literatura Hispánica, por El Colegio de México. Autor de Otros pensamientos en la Habana (Cuba, 1994) y coautor de José Martí, político y poeta (Venezuela, 1992). Ha colaborado en varios libros colectivos, el más reciente de los cuales es Cuba. Poesía, arte y sociedad. Seis ensayos (Madrid, 2006). Artículos suyos han aparecido en publicaciones especializadas de España, Venezuela, Puerto Rico, México, Francia, Cuba y Colombia Colaboró en el Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina (Biblioteca Ayacucho, 1995-1998).

Última actualización: 28/06/2018