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VICTOR FOWLER

VICTOR FOWLER


Confesionario

¿Oye alguien mi canción?
José Lezama Lima

Yo que no he visto los sauces
donde supongo cantan aves fabulosas
y que tampoco amo las palmas
ni el sonido del aire entre las cañas

¿Alguien vendrá a cargar con mis baúles,
a jugarse por mí la vida si hace falta
en el riesgoso y prolongado viaje?

Yo no he visto la nieve,
pero tampoco siento excitación
contemplando los animales que poseo
mientras pastan en la llanura inmensa y verde.
Sin embargo, el rumor de lejanas cascadas
me acelera el ritmo de la sangre.
Esa agua que salta en mi imaginación
es más real que ningún otra
porque baña mi espíritu y me calma.
y es el agua más segura que conozco.
Cuando el ave atraviesa los océanos
no piensa que es tan cruel la lejanía.

Yo que no he visto la nieve
he jugado entonces con la nieve,
la he abrazado como se abraza
a una hermana perdida.
Yo que no he escuchado el aullido de los lobos
hay noches en las que tiemblo
mientras pelean a mi puerta.

¿Entiendes ya que los sauces no existen
ni la nieve?
No son más que una sábana lanzada
encima de un animal que duerme.

¿Alguien escucha mi canción,
está dispuesto a jugarse todo por mi canción?

Los rollos de seda chinos
donde aparece dibujado un unicornio
con un carbunclo en la frente,
no son más que la sábana que esconde
al animal que duerme.

De lo perdido

Nada de lo perdido volverá con la lluvia.
Las voces, los gestos de aquellos
a quienes deseábamos
y ahora son un hueco en la respiración.

Quemaduras al borde de las mesas
en las paredes, encima de la piel.
El agua será una purificación
pero no es un regreso.

No vuelven los objetos, ni sonidos,
ni escenas que tuvieron algún significado
o incumplieron su misión.

Tal vez, mientras observamos absortos
la enorme pared de agua que se desploma,
pasa lo Perdido, aunque irreconocible ya.
La memoria lo ha transformado en bucólico.

¿Quién tocaba a la puerta aquella vez?
¿Qué mano recorría los caballos
haciendo breves surcos
y era un placer sentirla?

Sensaciones lejanas, perdidas. Tal vez enfrente de nuestros ojos
todo se repite, pero gastadas las formas,
como en los aquelarres. Quemaduras al borde de las mesas,
en las paredes, encima de la piel.
Quemaduras en el cerebro. Establecer analogías con el agua
es peligroso en este país
donde nunca termina de llover

La cicatriz

Entre las puntadas, semejantes a picotazos
de aves que hubieran descendido a comer
de ti, se escucha el diálogo de la vida y
la muerte, el río de la escritura creciendo
sobre la piel. Los sonidos del cuerpo y el oído
los despierta cuando la cabeza reposa allí:
en la cicatriz. El dolor y los acontecimientos.
Al pasar un dedo sobre ella, igual que en
una página, los signos del sentido
combaten y armas líneas de brillo en la
noche que nos cubre. Es tu historia,
la huella de esas aves en el vientre
como sus patas en arena o nieve, lo que
hayan sido tus alegrías o sufrimiento,
la soledad o la plenitud que esperas.
Las palabras, como pequeños soles,
ardiendo dentro del libro de tu cuerpo
y entonces no hay más oscuridad.

Duele

Al tomarle la mano –sus venas gruesas igual a
caminos– reclama una genealogía; al recorrer tu
dolor o sus marcas. Quiere el trabajo para sí,
lo que hayas padecido cual si pudiese dividirlo
en sorbos que paladea durante días; los días
en los que es poseído por tu visión. Quiere el
páramo, el peso y la noche que atraviesas,
las huellas para sí. Quiere asimilar el desierto.
Pisarías ese cuerpo dejando heridas, corteza de
árboles, y él despejaría el camino para ti, cargaría
las piedras con igual suavidad que a niños al
quedar dormidos, pondría el agua en su pecho
y te protegería. Buscaría el centro, el aluvión,
la semilla que la mano siembra. La mano que
reparte los signos.

Nevada

Ponía el puño de nieve en la boca, la blanca
piedra de los copos. Se adelantaba a la muerte,
jugaba al deslumbramiento mientras rozaba
la piel erizada del invierno. Con pies descalzos,
con las imágenes. Entre montículos de nieve,
el entumecimiento de los dedos hasta que invade
un sueño dulce y final. Se ven escenas irreales
entonces y sí, estabas al final de los países
vertiginosos. Ola y relámpago, manantial, aguijón.
Como si fuera posible la idea de un bosque
placentero dentro de la nevada, encima de
la yerba o el lecho, estabas tú y estaba tu
secreto. Sobre la lengua adormecida a imitación
de la muerte, entre los copos que llenaban
la garganta. Y era tu piel la nieve y el olvido.

El sembrador

He visto el polvo de las celebraciones llenar las calles
antes de que el viento lo desaparezca. Cuando llegaba
la felicidad como una orden, la alegría tejida desde la
semana anterior. Entre el estruendo y la música,
inmensa, de la altura de los edificios, y las sonrisas de
quienes entonces eran mis amigos. Siempre lo quise:
ser uno en la multitud que se aprestaba a confirmar,
que me barrieran, a la mañana siguiente, junto con el
polvo de las celebraciones. Era dueño de esas calles
al caminar por ellas, del cielo desde el cual descendía
la lluvia de papeles recortados, el nombre de la figura
a vitorear. Sabía conjurar cualquier sorpresa, protegido
como me sentía por escudos tan enormes como el país
y el tiempo. Ellos se alejaban, veloces, pero yo seguía
siendo —o, al menos, así lo creía— el Sembrador.

Victor Fowler Calzada nació en La Habana, en 1960. Es poeta y ensayista. Ha publicado los libros de poesía: El próximo que venga, 1986; Estudios de cerámica griega, 1991; Confesionario, 1993; Descensional, 1994; Visitas, 1996; Caminos de piedra, 2001; Malecón Tao, 2001; El extraño tejido, 2003 y El maquinista de Auschwitz, 2004. Asimismo ha publicado los volúmenes de ensayo: La maldición: una historia del placer como conquista, 1998; Rupturas y homenajes, 1998 e Historias del cuerpo, 2001. Ha sido galardonado con el Premio «Julián del Casal» de Poesía, el Premio de la Crítica, el Premio «Razón de Ser» de investigación literaria y el Premio «Enrique José Varona» de Ensayo.

Última actualización: 28/06/2018