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Antonio José Ponte (Cuba)

Por: Antonio José Ponte

En el antiguo barrio de las putas

Deben estar secando sus cabellos al sol
las putas de antes que continúen vivas.
Alrededor del cuello una toalla húmeda,
algunos pétalos en el cubo de agua,
sus cabezas de reina vencida mirando un gorrión.

El gorrión busca semillas de arroz regadas en el suelo.
Qué capricho de pájaro no tendrá la memoria
que salva un grano y una noche y un hombre
de tantos hombres y noches como fueron.

Con amarillas uñas de ave las mujeres
abren mechones para que el sol llegue hasta el cráneo.
Las putas de antes qué tristeza cómo preparan a esta hora
su arroz, su huevo frito, su plátano maduro en la manteca.

En el antiguo barrio de las putas sobrecoge el cansancio.
Lo que procuran despertar tantos libros, tantos retratos de familia,
algo nombrable con espesor, hondura, y que la vida humana tiene,
se encuentra aquí.
Cansancio de ver fotos de cabezas agrupadas:
celebraciones, ritos, condenas, multitudes, vagones atestados.
En el barrio de los gestos repetidos el aire lleva tantas capas
como un pastel de hojaldre.
Las superposiciones, el hacinamiento
de una generación sobre las anteriores,
el humus de los hombres, se siente como un peso.
Puede hablarse como en ningún otro lugar de lo hondo del pasado.

Asiento en las ruinas

Madrugadas en vilo de mil novecientos ochenta y ocho donde
      acalladas mil vísceras remotas tomóme la memoria de lo
      muerto, memoria de la familia vertical creciente.
¿Adónde iba mi infancia, dónde estaban quienes me habían
      prometido segunda corona¡ Lo que el deseo no persiga, lo
      que apenas intenten las palabras.
Madrugadas en que escribí: «¿Es necesario que yo escriba en verso
      para apartarme del resto de los hombres?» (Lautréamont).
Soplaba el viento de los manicomios, ¿dónde estaban quienes me
      habían prometido segunda corona. Lo que el deseo no
      persiga, lo que apenas intenten las palabras.
¿Es necesario apartarme de los hombres para escribir en verso?
Madrugadas en vilo de mil novecientos ochenta y ocho con tu
      cabeza en mis manos. Olía a bosque, nos maldecía un pájaro,
      era el fin de la tierra.
Cuántos paseos que haríanme más sabio, cuánta luz, árbol, agua,
      lo que una voz más justa llama vida, ardió entonces para este
      entendimiento: qué triste entre las manos, como falsa plata
      que no morderé, la cabeza de quien amaba.

Confesiones de San Agustín. Libro IX, Capítulo X

Largo rato hemos estado en la ventana:
a la ventana en que clarea el puerto de Ostia.
Nombre de cristiandad y de molusco.
Mi madre y yo asomados.
Hubiese visto quien entrase
dos figuras como de confidentes;
moraba entre nosotros la mansedumbre de la tierra
luego de la tormenta.

Nubes atravesando cielo y una estanque de aguas,
abiertos pájaros hacia otra inmensidad
apurando sus gritos:
hablamos de lo venidero.
Los pájaros que ciegos notarios de la sangre
nos hacen imaginar que somos otros.
Otras vidas viviendo
lejos de la ciudad y de las playas.

Pronunciábamos algo, nos callamos adentro.
Despertamos a la inutilidad de los discursos
donde la palabra suena para ser oída,
principia y acaba.

La silla en escapada

En la silla dejamos nuestras ropas
y la silla escapó.
La doncella de hilo y el herrero sin cuerpo escapaban.
El techo estalló en nubes,
las paredes se hicieron fugitivos rebaños cardinales:
humo en el norte, nieve del este, ceniza al sur,
negrura hacia el ocaso.

Buscamos nuestras ropas -la doncella, el herrero-
en los bosques metálicos donde los grillos lijan.

Un animal con voz los había visto:
él celebraba su pelo inexistente,
ella en respuesta besaba sus tatuajes.
Volvieron las paredes,
se posó el techo,
regresaba la silla,
nada de los amantes.
Fueron tela huidiza que el río se lleva,
fueron manga en el aire.

Canción

Pasé un verano entero escuchando ese disco.
Para que la emoción no se le fuera
lo escuchaba una vez cada día.
Si me quedaba hambriento salía a caminar.

A su manera la luz cantaba esa canción,
la cantó el mar, la dijo
un pájaro.
Lo pensé en un momento:
todo me está pasando para que me enamore.

Luego se fue el verano.
El pájaro
más seco que la rama
no volvió a abrir el pico.

 


Antonio José Ponte nació en Matanzas en 1964. Poeta, ensayista y novelista. Obtuvo el Premio de La Gaceta de Cuba en 1998. Ha publicado: Asiento en las ruinas, (poesía) 1997; Los ensayos Ramón Alejandro, Art Tribus´s, Angers, 1999 y Un seguidor de Montaigne mira a La Habana / Las comidas profundas, Verbum, Madrid, 2001; In the cold of the Malecón & other stories, San Francisco, 2000, y Cuentos de todas partes del Imperio, Deleatur, Angers, 2000, y la novela Contrabando de sombras, Random House-Mondadori, Barcelona, 2000.

Última actualización: 29/07/2021