Pedro Arturo Estrada (Colombia)
Por: Pedro Arturo Estrada
La palabra reconciliada
Especial para Prometeo
Dicen que la poesía colombiana sigue siendo muy conservadora, al menos en la forma, que todavía nos preocupamos demasiado por el “verso bien hecho”, eufónicamente construido, etc. Sin embargo, en los últimos años, han estado apareciendo nuevas voces que, a mi modo de ver, se conectan muy bien al contexto de la poesía hispanoamericana y mundial, con un lenguaje renovador: Horacio Benavides, G. J. Franco, Rómulo Bustos, Jairo Guzmán, L.E. Rendón, Felipe García, Nelson Romero Guzmán, Robinson Quintero, J. F. Robledo, Jorge Cadavid, Pablo Montoya, Andrea Cote, Carolina Dávila, Camila Charry, Lucía Estrada, Henry Alexander Gómez, Felipe López, Luis Arturo Restrepo, Yenny León, entre muchos otros.
Pero es verdad que el clima de guerra, la violencia y el desasosiego social-político vividos durante más de cincuenta años han afectado nuestra percepción, reduciéndola incluso a un ámbito bastante estrecho, formal y expresivo, donde aparte de la desesperanza cotidiana en que la vida se debate, apenas sí logramos articularnos difícilmente en lo literario y aun en lo poético, a una tradición cultural pasiva que sobrelleva el peso muerto de las formas, de la solemnidad, de la rigidez decimonónicas. Como lo escribiera en los ochenta Juan Gustavo Cobo Borda, somos herederos de una cierta “tradición de la pobreza”, no obstante que, poetas tan importantes como Luis Vidales, León De Greiff, Aurelio Arturo, Jorge Gaitán Durán, Álvaro Mutis, Rogelio Echavarría, José Manuel Arango, Giovanni Quessep o Juan Manuel Roca, alcanzaron a romper cada uno con su voz poderosa, justamente, ese yugo, ese cansancio, esa rigidez mediante el ejercicio de una palabra original, auténtica, plena, rica de sentidos y belleza, a la altura de la mejor poesía del mundo.
Cuando Rimbaud descendió a su infierno y dio cuenta de sus visiones, al mismo tiempo resignificó el lenguaje, la lengua del hombre contemporáneo instalando en ella una fisura de luz que reveló también las grietas de lo real, de los grandes conceptos, de las ideas recibidas. Desde entonces, toda poesía fue el testimonio de una conciencia de ruptura y al mismo tiempo, de desafío y de responsabilidad ante el mundo que hasta el presente, nos obliga a mirarnos bajo otra perspectiva, y a responder desde un fondo de verdad ineludible a la vida que nos fue otorgada, al tiempo que nos corresponde. Las vanguardias posteriores reflejaron en muchas direcciones esa conciencia al límite de toda sujeción, toda costumbre, toda imposición, conciencia que, desde luego, sólo tenía como propósito fundar una historia nueva, un mundo al cabo más auténtico, verdadero.
De esa quiebra, de esa fragmentación somos todavía parte y, aunque en apariencia el discurso de la llamada postmodernidad parezca englobarlo todo en una sola categoría, incluso lingüística, son los poetas, los artistas, los soñadores, quienes todavía continúan experimentando ese malestar radical que, evidentemente, sólo ellos mismos perciben, y desde donde todavía intentan transformar la realidad, al menos la que les es más próxima, la más íntima, la más humana posible.
Dadá, Cubismo, Surrealismo, Futurismo, Dodecafonismo, Expresionismo, Arte conceptual, fueron expresiones de una crisis definitiva del pensamiento humano en su condición de absoluto que, hasta hoy, no termina de resolverse y diría, nos sigue convocando.
Después de Auschwitz, según lo sentenciara Adorno, pareció ahondarse todavía más esa fisura, esa quiebra fundamental, no sólo de los presupuestos tradicionales del pensamiento racional, sino aun, de la misma palabra poética como lenguaje auténtico de lo humano. Mas el testimonio, precisamente, de poetas que regresaron de aquel infierno y dieron cuenta de él con la más alta poesía, como el propio Celan, salvaron para la humanidad el sentido y la necesidad de esa palabra y una historia aún posible desde ella. Asimismo, la entereza ética de hombres como René Char y Albert Camus, pudieron erigirse en su momento fortines de contención ante la derrota espiritual que, sin hombres como ellos, hubiera sido aún más espantosa.
Esto es parte de ese gran telón de fondo que tengo siempre presente cuando trato de pensar y pensarme en el contexto de nuestra propia búsqueda vital y poética en la Colombia de antes, la de hoy y la que vendrá. Sabernos ligados a la poesía como un todo universal, pero también, comprometidos con su hacer aquí y ahora, empeñando lo mejor de nosotros en este devenir histórico, es la única vía legítima que reconozco, al menos desde mi propia experiencia.
En las actuales circunstancias de nuestro país, todos lo sabemos y lo hemos repetido, se hace urgentísima y absolutamente indispensable una toma inmediata de conciencia frente a la palabra, no como sustituto de lo real que decía Mutis, sino como presencia y acompañamiento concretos, como sustancia unitiva por y desde la vida, en los procesos en que como nunca antes estamos inmersos los colombianos.
Convocar, como lo ha hecho durante estos 27 años últimos el Festival de Poesía de Medellín la palabra en tanto fuerza, potencia liberadora del espíritu, expresión de libertad absoluta y camino de reconciliación, me parece, ha sido una de las empresas culturales más valiosas que ante la incertidumbre y la guerra se realizan. En tal sentido, cada vez que los jóvenes, cada vez que todas las personas de nuestra ciudad y de otras ciudades se reúnen a escuchar a nuestros poetas, a los poetas que llegan de todo el mundo para juntar sus voces a la nuestra, renace en nosotros la convicción exaltada de merecer definitivamente vivir en un país, en una sociedad digna, incluyente y libre.
Hablaremos el idioma de la paz cuando la palabra alcance a conciliarse con la vida, sin escisiones, sin que entre una y otra se interponga el abismo de lo incomunicable, cuando la escritura acoja la voz del otro, en su extrañeza y singularidad. Claro que se ha superado ya desde hace largo rato el asunto, la discusión aparentemente insoluble en su momento, de los llamados “compromisos” y “el deber ser” que en principio se creyó necesario, de la literatura como instrumento ideológico puro. Ese “deber ser” devino deber ético frente al lector, desde la autenticidad, la verdad del lenguaje sin ambages, sin disfraces. Escribir fue ir también desde ese instante al fondo de todo, a lo esencial, abrirse al diálogo universal con las diferencias en el respeto y sin exclusiones.
Si hay un deber ser desde la poesía, es el de abrir sus dones a todos, que su lenguaje se equipare sin pérdida al lenguaje de las cosas y los seres del mundo que compartimos, sin concesiones demagógicas pero fraternales, con el dolor, con las múltiples razones de los otros, en un abrazo mutuo donde como lo quería Lautréamont, la poesía sea, “hecha por todos”, es decir, vivida, sentida y desplegada como energía creadora y transformadora de realidad que nos permita entonces ascender, al fin, colectivamente en esa escala de humanidad que merecemos.
Un momento es este en el que la palabra poética se debe esencialmente a la verdad, a la vida, a la gente en general sin discriminaciones, como fuente otra vez viva de sentido, de comprensión, de iluminación sensible e instantánea del ser y sus relaciones con el mundo, pero desde la raíz de esa conciencia de ruptura, de insumisión, de infinitud, más allá del simple correlato exteriorista de lo dado, del dato y la información básicas. En esta palabra convergen, se aproximan siempre las orillas opuestas hasta el punto en que comienzan a integrarse en una visión de conjunto, sin renunciar a su naturaleza, en un plano de totalidad donde, como lo sentencia la antigua sabiduría, “como es arriba es abajo”, o “donde todos los contrarios se funden”.
El tiempo del exilio, el tiempo de la muerte se reintegrará entonces en el tiempo de la vida que la poesía convoca, como en un denso tegumento desde el cual renacerá puro y rutilante el oro del mañana.
Para que la poesía alcance a restaurar la sangre de la memoria, tendrá que restablecerse desde su fractura esencial, desde su silencio soberano, su vacío y su vértigo, y vomitar venenos, devolver a la sombra los falsos brillos que una vez la traicionaron. Una palabra vuelta a construir de los pedazos del ser y la realidad que aún nos recuerdan el origen, la condición sagrada de la vida que fue nuestra un día.
La palabra poética, así entonces, una vez recobrada en su complejidad, en su misterio original, destilará no la “leche negra del alba” que tuvo que beber Celan en su hora, sino el vino de la resurrección y la fraternidad, el agua lustral de un tiempo nuevo entre nosotros.
Si la poesía aún traza, después de Rimbaud, un camino posible es, indudablemente, el de la restitución del sentido de lo primordial, donde la vida de todos se asienta y mantiene su valor. Si “los poetas fundan lo permanente”, como escribió Hölderlin, es ahí en esa permanencia de lo fundamental en la que esta palabra nuestra busca ahora reencontrarse, reintegrarse, reconocerse a medida que también nos reencontramos con la vida, en la convivencia y la solidaridad.
Nuestra poesía registra desde mediados del siglo pasado, un despertar cierto desde esa necesidad de búsqueda en aguas más profundas, a partir del quiebre formal que las mismas vanguardias, asumidas aquí de manera tangencial, alcanzaron a proponernos en la pintura, el teatro, la música y la propia literatura. Más allá de la incógnita formal que el lenguaje puesto en cuestión planteó desde el comienzo, son, sin embargo, las circunstancias sociales, la historia del país en las últimas décadas, las que señalan y gritan, denuncian esa fractura fundamental de una palabra separada de su sentido, de su esencia, confinada a su propio coto de caza, obligada a conservar y mantener dentro del ámbito de lo predecible, una especie de fatalismo, de desesperanza permanente.
Somos este país urgente y desmedido, un territorio abierto al sueño y la belleza tanto como a la incertidumbre y el miedo. No obstante, a esta hora del tiempo, los signos que marcan nuestro destino, no han sido nunca tan claros y cercanos, los mismos que desde la sangre, la memoria del origen, nos definen y nos nombran: los signos que, desde la fragmentación de nuestra realidad, sólo en el lenguaje poético podemos interpretar y conciliar a cabalidad, para recobrar, para restaurar ya no una “patria”, un reino de exclusión y poder, sino un mundo abrazado a todos los mundos, al universo humano mismo.
Marzo 2016
*
Antioración
Que la vida me agarre confesado
boca arriba del miedo
aleteando en el azul
Una sola canción
una palabra sola
—dioses desconocidos
cantaré para vosotros
No pido ningún cielo
No ignoro vuestro infierno
Solo este instante es mío
No lo carguéis de eternidad
Dejadme ir cuando quiera
No me atéis
No pidáis mi fidelidad
—Mi fe última
Esa apenas me alcanza
para el día.
Silencioso horror
De los días que uno tras otro
no fueron la vida
—que estuvo siempre en otra parte
Del camino que no elegimos
La dicha que pudo haber sido y desdeñamos
La verdad no vista a tiempo
La mano que no se tendió
y hubiera salvado algo
De la vieja costumbre de creernos a salvo
porque vuelve la luz a los ojos abiertos
mientras duerme lo informe bajo techo
Rostro del horror escondido en la belleza
—La misma luz de lo amado.
Permanencia
Permanecerá sólo la devastación
La pesadez del cielo
en la pupila fría
De la tierra ascenderá entonces
el reclamo de lo muerto
La lengua del fuego imprecando
la masacre de los delfines
el desuello vivo de los pequeños
habitantes del bosque
la tortura del aire y del agua
cuyas voces ya habrán gritado
su sentencia inapelable
Permanecerá sólo la cuenca ávida del desierto
El vuelo rasante de la hoz
sobre los trigales del universo
Y en el fondo de toda la memoria
de unos dedos a cuyo roce
hubieran girado de otro modo
los goznes de la realidad
Las yemas de esa penélope del sueño
tejiendo y destejiendo una imposible
—belleza.
La sola gracia
No obstante, el instinto
de asirnos a los bordes
De mantener la calma
frente al vértigo
La ingenua obstinación
por otro mundo
soñado en el vacío
Esta red de creencias
deshecha por el viento
llamada realidad
La gracia de fingirnos
habitantes del aire
Son el único triunfo
—todavía.
Miseria
Espuria promesa del reino
del país del mañana
cuando sólo teníamos ese trozo de pan
para el día siguiente
Cuando nos guarecíamos de la tormenta
bajo una piedra habitáculo de escorpiones
Cuando apenas podíamos copular en la sombra
avergonzados de nuestro deseo
de acunar esa pequeña llama
ese rescoldo de incendio en los ojos
Miseria de comprendernos mejor
cuanto menos palabras
cuanto menos sueños cumplíamos
cuanto más despojados
Miseria de no sabernos
de no querer saber
De no querer vivir
nada que estuviera
más allá de las manos.
Razones de una ausencia
Llovía mucho, pero no. Más bien se desleía el aire melancólicamente sobre las siete calles de la vida. ¿O era el zapato apretando la articulación, rechinando en la desesperanza? Quizá el olor anticipado del fracaso, la flojedad del músculo existencial. Tal vez la nada, esa perra que siempre nos olisquea el trasero o la amenaza silenciosa de los parques bajo la nube ácida. Pudo haber sido también el recuerdo de vuelta de los malos días, el presagio de un porvenir equívoco, la inmensidad menesterosa de esta ciudad extraña y sin luz suficiente, el bordoneo interior que sube desde las tripas y podría también sustituir las palabras en un momento inesperado. La rabiecita, el frío, el pálpito, la oscilación vertiginosa, la presión íntima de oscuros líquidos, el desasosiego, la tosecita tonta, el cansancio de todo. O las ganas de hacerse silla vacía, interrogante mudo, definitivo incumplimiento en un mundo de sombras y una más.
La rueda lenta que te muele
Esa quemadura, esa luz que cava y revienta silenciosa por dentro. Uñas rasgando desde el fondo, como si alguien estuviese asfixiándose en ti o
buscando salir de ti. Quizá el que eras hasta ayer, quizá el que serás mañana. Y es entonces afuera igual la náusea antes de escalar el vacío, aferrarte a la rueda lenta que te muele segundo por segundo, silenciosa, eficaz, mientras cierras los ojos e inclinas la espalda, ensordecido, perfectamente aleccionado en el terror.
Monólogo del frío
Es la estación donde todo se aprieta entre los ojos y las palabras crujen, congelándose. De este lado del aire algo se eriza, felino entre la niebla.
¿Recuerdas la muchacha que abrigó tu primera desnudez y aún sonríe en tus sueños? ¿Quién tomará hoy por ti el amor que pierdes mientras crees
besarla todavía? Cuando vuelves no encuentras ni la calle o la llave, ni la fuerza ni el ánimo para seguir despierto mientras siguen cayéndose los
pájaros, reventando en el hielo las ventanas, suicidándose en masa los delfines, sepultándose en niebla las torres y los barcos. Al final es la
antigua estación sin orillas de luz o de sonido, el vacío girando en tu cabeza, la fantasmal película de la que eres único espectador y único fantasma. Más el inútil como angustioso intento de abrir puertas al verano que sólo están en tu imaginación.
Fue un día azul
Un día por fin azul, tan azul, para respirar y dejar salir el moho debajo de la carne, el aterido huésped, el enlutado, el salitroso. Para desenrollar el tapete, ventilar la memoria, sacudir el silencio, poner al sol las venas, desempolvar la sangre. Un día tan perfectamente azul que dio un poco de temor quedarse tan vacío en el parque, arriesgando el ojo, la blandura del alma al mediodía. Que dio también gusto ver saltar los peces atrapados tras los ojos de las muchachas, el deseo que sudaba a chorros en los tan puros poros de sus piernas. Tan azul el día como era azul en las películas italianas y en las heladerías de los setentas cuando todavía no había internet. Tan azul como el primer día del cielo y el renacido sueño de los inocentes. Tan azul como la ausencia del ángel, como la ciega soledad que volverá cuando todo se desfonde, cuando asome a tu puerta un día negro.
Un día después de nunca
Nadie fue a ver el sol corriendo fuera ya del sueño, ni echó agua al fuego, ni batió el chocolatico para el fatigado viajero en tanto los rezanderos,
precisamente ese día, no habían sazonado su hostia. Nos acodamos ante el desastre excepcional, patidifusos, mientras el aire temblequeaba y se
venían abajo los balcones del buró, y se santificaba la gallina para el papa y armaban su fiestita los vecinos. Clara fue de toda claridad la decepción
inminente porque un día más, una semana de encumbramientos y abajamientos súbitos no la resistiríamos de tan buen grado. Sin embargo,
fue entonces cuando apareció en la primera plana el rostro de cada uno soñado y definitivo en la muerte, y la anunciada paz del vaciamiento, del
frenesí absolutorio sin trompetazo ni resurrección posible.
LOCUS SOLUS
I
Bienvenida, perfecta irrealidad,
dilución de la certeza en humos angélicos, espejismo,
claridad mutante hacia la tiniebla absoluta.
Bienvenida inconsistencia del tacto, visión dudosa
que nos salvas del dogma,
de creer que creemos.
Bienvenida, refracción íntima de la luz
en el núcleo seroso del cáncer que aniquila
la fe, el confiado vigor del músculo
y el impulso sensual.
Bienvenida, fatiga sabia
que creces y te adensas
tranquila en las arterias.
Amiga que das tiempo
después de todo al tiempo.
II
Ya que permites ir a ninguna parte y al centro
de la nebulosa donde sólo hay silencio.
Ya que dejas reinar en el sancta sanctorum del cuerpo
el vago sol de la náusea, ya que dejas morir sin ruido
ese animal voraz que dentellea bajo la piel: el amor
y todas sus crías deletéreas, ya que asfixias la rabia,
ya que pudres antes que alcancen a brillar
las peligrosas, ambiciosas ensoñaciones del cerebro,
ya que humillas la sangre con la mano invisible
que también agacha los jardines, ya que subes
por los dedos afianzando la música que perderá
los sentidos, ya que doblegas la primera mirada
que busca afuera la salida del laberinto, ya que
nada pueden, nada podemos ante ti,
contra ti,
no dejes libre entonces
ninguna fisura
ninguna herida olvidada
ningún pavor suelto.
MIENTRAS CIORAN ENMUDECE
I
En las cimas de la desesperación
también el silencio,
la ebriedad del silencio.
En las cimas de la lucidez
también la alegría
de no ser nada.
En las cimas de la soledad
también la risa,
la máscara de la risa.
En las cimas del vacío
la rotundidad de un cuerpo,
el deseo.
En las cimas del deseo
también la rotundidad
de su vacío.
II
Después no hay más que el suave balbuceo,
escuchar y callar,
no agregar nada,
no concluir nada.
Hay un momento de cruce,
un tranquilo y frágil instante de vencimiento íntimo.
Admisión de lo otro.
Dimisión serena del yo
bajo el sol frío de noviembre.
Hay una ocultación,
un apagamiento dulce
que nos salva (o nos pierde)
—al fin.
EL BANQUETE
Algún día la vida
será tan insípida como un vino aguado.
Algo viejo, algo rancio arruinará el banquete
de los soñadores venidos de todos los rincones.
El cansancio habrá invadido los ojos, las bocas,
las manos de los comensales, un ligero vértigo
aflojará los gestos. Nadie sin embargo
osará levantarse, permitirse la grosería
de un eructo, una arcada, ni siquiera una tos
o un carraspeo desatinado en mitad del silencio.
Y la tensión acumulada que sin remedio
hinchará los cuerpos hasta lo insoportable
reventará en la felicidad demente
por siglos mantenida a raya.
Se beberá del vino azul de un tiempo
disputado a las lágrimas, se hartará
la vida de la vida misma…
Pero los poetas, ah, los poetas
volverán a abrir las puertas
a las fieras.
NOCTURNO
Los pasos, el afuera, la noche,
la abierta extensión del misterio
en su profundidad misma.
La neta maravilla del cielo.
El estremecimiento siempre nuevo
del deseo y su súbito objeto,
la mano, el ojo, la lengua,
la voz que levanta esa palabra al aire.
Mas también
la boca de sombra que te nombra,
te habla en tu propio idioma
y te cuenta de lo otro,
te grita y te revela
el extraño que todavía eres.
REGRESO
Más acá del horror
hemos vuelto a mirarnos.
Traemos a casa un poco de luz sucia
recogida en la calle.
Abrimos una ventana
frente al vacío
como si fuese un jardín.
Tomamos el café,
leemos el periódico dominical
ignorando la hora en punto en que todo
comenzó a ladearse,
—a irse.
RECUENTO
Es el día a día
sin preguntas demasiado oscuras.
Sólo mínimas ceremonias,
minucias, salvadoras rutinas.
Y el sol sobre el cuerpo
como el oro más vivo,
como el único abrazo.
El aire que nos queda.
Sestear bajo los árboles finales
del parque rancio y sucio.
Leer bajo la desmemoria,
no mirar demasiado
ese pozo de sombra
que nos llama y crece
indetenible
bajo los pies
—y el silencio.
DÉJATE IR, DICEN
Voces del día insidiosas
otra vez te reclaman.
Giras también
y se diría el éxtasis,
la primera mañana,
el vibrante fulgor
de esa palabra.
Déjate llevar como un niño,
te susurra el ángel,
la voz del árbol cercano.
Déjate ir,
asciende también
dicen de arriba.
Pero tú resistes
aferrado al último hilo
de incertitud,
—insalvable.
LUGARES DEL CUERPO
Para Javier Naranjo
Ciego lugar
donde cada palabra desnuda
el doloroso resplandor del instante.
Donde tiembla
el infinito que no dice
mientras el cuerpo
deambula
entre orillas de luz
y sombra,
—silencioso.
CAMINANTES
Ni ruta ni señal ciertas:
Ir sólo adelante,
sin volver atrás
la cabeza,
porque tampoco queda
cabeza o apenas
una sombra,
un viento frío,
una hoguera
sobre los hombros
y los pasos atados
al miedo que se abre
—debajo.
OTRA VEZ LAS PALABRAS
Las mismas palabras,
animales de aire,
mordientes, ávidas,
escalando la nada.
Pero también aquellas
que todavía alumbran de noche
como doblones de pirata:
carnestolenda, lejanía, opalescencia,
vaguedad, deliquio,
marisma, albura.
Palabras
renacidas del polvo,
palabras abandonadas
—abandonándonos.
Pedro Arturo Estrada Ha publicado los libros: Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia, 1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños, 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Suma del tiempo (Universidad Externado de Colombia, 2009); Des/historias (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Poemas de Otra/parte (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Locus Solus (Sílaba Editores, 2013); Blanco y Negro, nueva selección de textos (Letera Ediciones, NY, 2014) y Monodia (Letera Ediciones, NY, 2015). Es premio nacional Ciro Mendía en 2004, Sueños de Luciano Pulgar en 2007, Beca de creación Alcaldía de Medellín, 2012 y Casa Silva, 2013, entre otros. También ha participado en distintos festivales y encuentros de poesía en Colombia y E.U. Ha sido coordinador de talleres literarios con el Ministerio de cultura y algunas instituciones educativas del país.
"En Pedro Arturo Estrada la escritura es señal de un límite, una dureza, una imposibilidad. No hay en ella abundancia, fluidez verbal, destreza del estilo. Pero marca, incomoda, incluso incordia el ánimo. Es una escritura seca, sin artificios que, sin embargo, da cuenta de una experiencia del mundo, de la vida a veces precaria, desesperanzada y burda que le ha tocado hacer. Pero algo en ella nos retiene, mantiene cierto atractivo por la sobriedad y contundencia de sus imágenes, por la belleza de lo que dice sin pretensiones. Desde sus Poemas en blanco y negro, Fatum, hasta Oscura edad y otros poemas como también en Poemas de Otra/parte, un mismo aire de incertidumbre y lucidez, soledad y vacío, insatisfacción y silencio se mantiene visible."—W. Valencia.
Actualizado el 2 de mayo de 2017
Publicado en agosto de 2010