Porfirio Salazar
Poeta y abogado, nació en la ciudad de Penonomé, Panamá, el día 5 de marzo de 1970. Es licenciado en derecho y ciencias políticas y máster en derecho procesal estudió también lengua inglesa. Ha publicado los libros: Selva, Guitarra de fe, Ritos por la paz y otros rencores, La citara del sol, El viaje de la desnudez, Soles en la luna del cantor, La piel en la llama, El fuego despierto, Cenizas en mi sueño, No reinaran las ruinas para siempre, Decimario divino; Animal, sombra mía. Ha recibido varios reconocimientos, entre los que desatacamos el Premio Municipal de Poesía León A. Soto en 1992, 1993, 1997 y 2005; Premio Nacional Para Poetas Jóvenes Gustavo Batista Cedeño, 1994 y 1995; Premio Nacional de Poesía Ricardo Miró, 1998 y 1999; Premio Ricardo Miró, ensayo, 2009; Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, 2008.
Esta es una muestra de sus poemas:
Crónica para no morir sin fe
Es difícil ajustar cuentas,
olvidar los pasaportes al abismo,
esos que compramos cuando la congoja
entraba a nuestra casa.
No es fácil mantener
la vigencia de la última foto,
porque el tiempo no perdona ni retrasa
la partida de sus trenes,
pero más difícil es mentirle a Dios
que siempre brilla en nuestros ojos,
como lámpara de aceite
en medio de la tregua
de unos ojos despiertos.
Durante siglos,
rotos harapos,
el amor ha marchado,
encendido con sombra,
rompiendo ventanas,
posando para ser fotografiado
en las crónicas del egoísmo.
Quien dispuso horrores,
supo extraviar el pan y la dulzura.
Son tantos los caídos
que los dedos de las víctimas
ya no alcanzan
para contar las agonías.
No hay Dios ni cielo
en medio de la calle,
sólo el hombre y sus horrores impunes.
Ojalá que cuando el hombre
proponga la paz,
Dios no haya muerto.
Armagedón está cerca
Igual al uniforme del hambre
con que suelen vestirse los días de la pena,
es el ropaje del amor, del grito y del latido.
Hay tantos disparos en el aire
y tanta sangre de inocentes todavía
que nadie ha escrito la crónica oficial
de la tragedia.
Solos, perdidos,
con el cadáver de una flor sedienta
creciendo en los jardines abatidos por el viento,
hemos crecido
y nuestra suciedad se ha ido puliendo
desde adentro,
y ya no es posible distinguir
la noche de la sombra,
la ausencia tibia del silencio.
Vendrán días peores, ya lo creo.
Y seguirán cayendo pasos
en la terraza donde se encienden
los oscuros caminos y otras pestes.
Solos, perdidos,
perdidos, siempre callados.
Consumados en el rezo de un Dios inocente
que bajará, espero,
con el ropaje humano,
a explicarnos qué pasó,
a decirnos quién cerró las puertas
encendidas del crepúsculo,
a revelarnos quién arrojó al río
de la derrota el filo de la esperanza.
Porque si cada hombre
siembra el pan
y en el río donde brota el mar
hay un nuevo camino por abrir,
habrá sosiego y paz
y siempre habrá otro río.
Porque cuando dos alas se cierran,
un millón se abren a la resistencia
por no partir el vuelo.
Porque cuando se abren los ojos
para ver el camino,
la noche y el día
vuelven a brillar de otro modo,
sin aquel uniforme de hambre
con que suelen vestirse
los días de la pena.
Fábula del hipocampo
Pequeño, azul o púrpura
en la noche del mar:
el hipocampo existe.
Puebla la ruta de las aguas con delicia
e inscribe su misterio en la piedra.
Muda transparencia en la cripta del oleaje,
de mar es su canto
en los horizontes perdidos
que se ven en la tierra.
Presencia de la dicha,
caballito del aire
en las alas del agua.
Inocente,
no conoce
la destreza de la daga.
Sólo convive y pervive,
animal de espuma.
En su mundo no hay prisiones.
Tampoco habita la liturgia del disparo,
sólo conoce de cerca
la alegría que sienten los delfines en el alba.
Un día su danza nos enseñará
que no hay sueño imposible.
Un día caminaremos
sin armas enemigas:
el luto habrá marchado para siempre.
Aquel dolor fue el Caribe
I
De lejos tus aguas: sol y sal.
Un cónclave de peces
en tu losa de espumas,
un sótano de nácar/
alquimia del coral.
Una huesa de muertos,
una fosa de africanos muertos
y sus huesos,
pedazos que nadie reclamará,
porque son los huesos sin alma
-lo dijo el esclavista-
de los antiguos habitantes vencidos,
deshojados,
gimiendo en el rezo que nadie escuchó:
ademán de codicia que fundó legiones
a merced de un rey extraño.
II
El dolor,
como la más sencilla lágrima,
está en el Caribe.
Un fondo de galeones,
un aire de metales.
Una ironía de proa en proa,
naufragio de una pena
en los años que se encienden
cuando inicia un siglo
y comienza a repartir sus máscaras.
¿Cuáles son los antifaces,
la ceniza y la consumación,
quién dejó este caballo que ladra
la guerra entre los hombres, quién tosió la flema del discurso
que enfrentó a sistemas enemigos?
III
Caribe del mar y de las islas:
a todos nos faltó coraje
para defenderte y defendernos
con el puño de diamante
de quienes hicieron un camino nuevo.
IV
Para muchos:
Caribe puta y guaro.
Caribe borrachera y sexo.
Caribe diapasón de aguas muertas.
Caribe perro y goce.
Caribe plenitud.
Caribe circo.
Caribe carnaval.
Caribe de armadillo y pena.
Caribe lío.
Caribe sementera.
Caribe para tantos.
Tú, Caribe, el mar, mi mar hirviendo penas.
Eres el mar.
Eres nuestro mar.
Eres aquel turbión
de barcazas en el arrecife.
Y eres energía:
la soledad se martiriza
con la flor que no te vence.
V
Un día dirás tu verdad.
Esa llaga escondida.
Un día tu reino,
cegará la pupila del odio para siempre.
Un día nos harás a la mar
sin piedras de infortunio
a nuestros pies.
Ese día,
serás de nuevo cielo.
Y nadie cerrará tu abrazo.