Ismaray Pozo Quiñones
Nació en Puerta de Golpe, Pinar del Río, 1987. Es egresada de la carrera de Historia del Arte y MS.c en Desarrollo Social y Cultural. Graduada en el 18º Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso en 2016. Ha publicado los libros Regresiones (2017); Abisales (2018) y La Recitante (2019). Algunos de los premiso que ha recibido son: Premio Luis Rogelio Nogueras 2018; Finalista en I Premio de Poesía Hypermedia 2019 con el libro Mapas neuronales; Premio Revista Gaceta, Revista Prometeo 2025.
Esta es una muestra de sus poemas:
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VEO EN TI la misma accidentalidad. El corte de la mandíbula que nunca ha sido igual en cada lado. La bata marinera al filo de las rodillas, el pie derecho en una semi-flexión, a mansalva, venido como una orden sobre el pie derecho. Tú suave como siempre, lo acomodas. Ya eras una niña alta. Paradas como cuatro maniquíes de obsidiana tú (mamá) y las otras. Los vestidos de avispa. Justo debajo del busto, aquel volumen de miriñaque sin aros que usaban Anita Edberg, Ava Gardner, la Bardot. Y cuando te quejabas de la cintura estrecha, eras embestida por la mano que hilvana pliegue contra pliegue. «¿Qué prefiere un futbolista acaso, sino jugar en primera división?». Algo te convencía. De los modelitos hechos por tía Mina o Cuca, podría darse el día dichoso en que todas coincidieran en patrón o en tela. Yoyi estrenada de mamá y tú sin estrenar, con la giba preconizándose más alta que el volcán de Hokusai, más alta que su mejor conocida ola de Kanagawa. Frente a ambas gibas te quedabas solo presintiendo. Eloísa empujada por el vidrio de la cámara a ese lugar donde está, esa esquina en que tan mal se ve, por la luz o su expresión de mujer que mal se ve en una foto de los sesenta. Solo tía Mina va de blanco, ojerosa, con ese gran alcance de las ojeras que parecen anillas sobre el cuello.
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AL ANOCHECER me cuido de las obsesiones que se mimetizan en los cuernos del toro y su primer intento de afrenta. La idea se eslabona con otras ideas que tuve del hecho. En un acto confesional supe que había reincidido en una idea como crueles trampas de acero. En el toro, la obcecación en lo cuernos es mayor que su propia obcecación. El gesto innoble de rasgar la tela encarnada, de arremeter la cabeza, debe esconder[se] [en] alguna razón. Me cuido. Precipito el finis de la idea, lo que W. James llamó «serie de situaciones de actividad» cuando la tela es rasgada y sangra, como cualquier cuerpo viviente
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SI NO FUERA POR MAMÁ que hace la taxidermia a cada momento plegado, desatendido en lo oscuro del álbum de fotos, cada imagen a su imagen semejante, no sabría lo que es sobrevivir al matrimonio. Pero ella parte al búfalo a la mitad y lo congela, y lo deja detrás de la vitrina como aún está el cocodrilo en el museo municipal de historia. Aunque el cocodrilo no nos cuente nada, fuese lo que se dice quieto como un tronco en las márgenes del río, la vitrina si hace todo lo de adentro. Cuarenta y cuatro años de matrimonio son la misma cantidad de búfalos congelados, puestos en equilibrio con las patas engomadas y limpias: uno acostado sobre sus huevos sementales; otro pidiendo sorber el agua o el pasto ahí, debajo del hocico; otro en su minarete, embotado como un dios tribal, como Fela Kuti que llamaba «reina» a todas sus esposas.
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LA AGUJA HIENDE, atraviesa el fieltro. Desde el dolor ambos dialogan. Crean la pieza a su propio arbitrio. Cuello/rada abierta en forma de herradura. Aquel traje de dril tendría mil años. De quedarle estrecho a papá por los hombros se le hizo talco, abandonado ya al cuerpo que tuvo en suerte. Porque grande se hace el hombre que llega de la guerra y trae la medalla helíaca en el pecho. La medalla irradia como el sol en plena ascensión. En plena dominación del hombre transformado. ¡Qué verde y clara la gloria en la cabeza del hombre! Penachos de juncos. Adorno y maroma del gran vencedor. Ahora de dril el angosto traje. Es papá quien cose y canta. A juzgar por sus gestos, hay una mujer dentro suyo, lejos de ella y por tanto tornadiza moviéndose al compás de los siseos del agua. Y yo, que cerca de Togo he visto, cerca de Dahomé, levantarse el día sobre la costa de oro ni me lo creo; el viejo dril recompuesto, «nuevo»: estado inhábil que distancia las cosas de Dios, las pone en suspensión.
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EL PENSAMIENTO trabaja por alusiones. Ganas de mangos reservadas hasta después del aguacero. Mangos. Verano. Sequía. Polvo. Anaqueles. Anaqueles sucios por el polvo. Juguetes en los anaqueles. Muñecas. Tras la lisura del nylon pegado a la caja de cartón, muñeca pensativa que mamá compró y yo antes miré con junedad para percibir su naturaleza. Luego miedo de ella. Ahora pensar que tuve miedo de ella. Estuve fatalmente apegada a esa idea hasta entender su clase de belleza. Con junedad le hacía rondas. Desde el centro del panoptismo velar que no rompiera en un haz la fibra. Era eso o vérselas conmigo. Desde el centro del panoptismo, creerla efectivamente muerta. Una muñeca que no se acostumbre al cambio (miedo), muere. Tan pronto los ojos de ella me circundan —con su propia limitación y su distancia, un cielo de ojos que nunca cierran―, matan mi soberbia. De saberme la celadora. Quien verá su boca abrirse en un grito y escucharla decir qué «piensa en la lucidez». Tan pronto los ojos de ella me intervienen, me fecundan. Un cuerpo suprimiendo al otro. Yo débil a tan pequeñas turbas. A no ser que caiga en la tiesura del momento, con todo su carácter, un mango madurito.