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Ronald Cano

-1983-

(Medellín, 10 de enero de 1983). Es Premio de Cultura Ciudad de Itagüí (2007), y Premio de Poesía Joven Ciudad de Medellín (Prometeo, 2013). Es autor de los libros El Animalista (2013), y Cartografía Universal (2017). Ha sido traducido al francés por Solenne Lallia y Stephane Chaumet. Hace parte de la Antología de Poesía Colombiana del Siglo XX publicada por la editorial francesa L’Oreille du Loup. Ha participado en festivales internacionales de poesía: Medellín, Caracas, Quetzaltenango, San Cristóbal de las Casas, Salvador, Val de Marne en París, Belles Latinas en Lyon, y Midiminuitpoésie, en Nantes. Es sociólogo, gestor cultural, pedagogo de escrituras creativas, profesor universitario, coordinador del Proyecto Gulliver, y miembro del WPM Colombia. Actualmente, colabora en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, y estudia una maestría en educación y desarrollo humano en el CINDE - Universidad de Manizales.

-Poemas 23º FIPMed
-La anhelada paz de las metáforas artículo para el 27º FIPMed
-Presentación de resultados del Proyecto Gulliver 2024

Esta es una muestra de sus poemas:

Lo que se oculta en la piel

           A Luis Aguilar

Admiro a quienes preparan su ropa 
una noche antes de debutar en la
cotidianidad del día siguiente.

La ropa limpia, doblada sobre una silla;
unos zapatos que combinan con el clima.

Admiro no su disciplina 
de ropero, no su hábil programación 
de pasarela, no su anticipada economía 
del tiempo, si no, que puedan predecir
el color con el que amanecerá su espíritu,
la textura adecuada para sobrellevar la jornada,
la mutación con que se levantará 
su cuerpo de la cama anterior. 

Por el contrario, soy
de los que apenas pueden predecir  
el dolor de espalda o de rodilla
—ese morir constante — que ocultará la piel. 

El profeta 

No perdí la cabeza como dicen, nací elevado,
mi madre me enseñó la levedad y el amor al desamparo,
mi padre renunció al sueño y al otro día se lo tragó la tierra.

Conocí por los perros de la calle el olor del mundo,
y el mundo tuvo noticias sobre mí 
por las insufribles ampollas del camino.
En las formas que me negó el horizonte 
rompí mis espejismos.

Soy mi razón natural y mi propia ley divina. 
Soy un altar, soy una ofrenda, el pan que me ha de faltar, 
soy el puente roto entre el cielo de los miserables 
y las hipocondrías de la hipocresía, y la hipotenusa.     

Pero no soy tan pobre, 
en mi bolsillo atesoro un lapicito
y una libreta con algunas piedras por decir: 
Tengo por virtud el vocabulario errático 
de un lenguaje ignorado.
En el aire resueno como un ronquido austero, 
la corteza de mi piel expele un vapor culposo  
que altera la física del chisme, y aletea
sobre el pueblo donde muero y luego existo. 

Mi vocación es oscurecer las calles, 
recojo en las basuras los rumores del vecindario,
y antes de abrazar el asfalto, escribo mi nombre
en las fachadas de las casas dormidas.
 
No soy peligroso como me han visto en sueños,
peligroso es el silencio del que ve asesinar a un venado.  
Suelo ser muchos o uno que otro a destiempo,
y, como nadie me ve nadie sabe quién he sido.

Mi ángel es el mismo que exterminó a los reyes, 
por ello no corro de la muerte ni del desprecio,
no corro, tengo algunos huesos fracturados. 
No me dan miedo los locos, no como aquellos 
que temen al barro oscuro de sus manos, 
al soplo espirituoso de su aliento, 
y a esa palabra suya
que bastará para curar
la ceguera de los cuerdos.

Camine hacia atrás

Inscríbase en un culto religioso,
diga que vino a cambiar su vida, créalo.
 
En medio de la invocación al sagrado diezmo 
ponga una moneda en su boca y convulsione; 
pagará el precio justo por la redención y la barca.  

Comprométase con alguna causa, piense:
usted podría alentar a las hormigas
a que salven al oso hormiguero.  

Y si, a pesar de todo 
no logra ver en el arco el puente 
seguro, no hallará en la piedra el río. 

Intente desinstalar su cuerpo, 
apague la maquinaria, 
no tema romper con su apellido,
camine selva adentro, 
y sólo 
cuando haya tocado fondo,  
abrirá los párpados
podrá ver
su lado más salvaje.

Águilas negras

           A Roque Dalton

Esta mañana, 
mientras daba de comer a mis águilas
en medio de los graznidos,
—justo cuando devoraban a un niño
que se parecía a mí—, encontré a mi padre 
en medio de la cacería.

Mi sonrisa se encogió en un solo acto, 
mi rostro se encarnó en su mirada,
reconocí mi humanidad en su lejana figura;
él nunca reparó el corazón de mamá,
él me negó el abrazo cuando tuve miedo.
Un loco que olvidó construir para mí 
una casa en el árbol, 
en la que hoy procrastino el abandono, 
en la que vivo como ave de mal agüero.

Esta mañana,
mientras mis águilas aguardaban a su dios, 
mientras su desayuno escapaba hacia el desbarrancadero, 
—el día auguraba un cielo azul— 
se hizo un silencio sepulcral que apagó el llanto. 
Observé en medio de la sangre 
al remitente de mi orfandad,
al que jamás extrañé,
del que tanto me advirtió mamá, 
—Si lo ves devuélvelo al olvido
y que no escriba, no queremos sus poemas, 
que arda con la pólvora de su revolución—. 

La plaza se partió en dos con el último trueno, 
subí con mis águilas negras a la camioneta blindada. 
A prueba de culpas, satisfechos con el festín, 
repasamos los chistes de siempre, 
regresamos al nido.

Habitante de calle incinerado

              A él 

La primera noche, mi abuela 
me dejó dormido dentro de un basurero,
las ratas me alimentaron con su leche.
Conforme fui creciendo mi sueño se mudó
a una caja de cartón cada vez mejor.
Los perros me brindaron sus sobrados 
y el animó para seguir muriendo. 
Los poderosos sostuvieron mi cansancio
con su polvo de hadas, con su hierba negra;
dentro de mí, el silencio comulgó con mi sed.
El pavimento nunca me negó un abrazo,
mi piel se acopló a la forma de los huesos, 
a las aceras, a la humedad de los puentes, 
a la orilla del río, a la moneda del transeúnte. 
—Me hice invisible en la multitud—. 
Una tarde desperté de una pesadilla
envuelto en llamas, mi piel destilaba sol.
Salí en las noticias y el mundo me vio, 
mi madre me vio, mi ángel guardián me vio,
pero, ni las ratas, ni los perros me reconocieron;
el fuego del silencio reescribió 
la memoria de mi rostro.